Este cuento forma parte del libro La era pre Schumann, del escritor hondureño Fabricio Estrada. Según Kalton Brühl, «Estrada logra mimetizarse en personajes proletarios y apropiarse de los ritmos del habla popular en combinación con inesperados giros del habla culta y asombrosas metáforas». En Honduras o en Puerto Rico, en cualquier país, la violencia que nos atrapa está retratada en este libro y sus habitantes
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Algo debió pasar para que el mismo «espíritu de la verdad» que visitara a Descartes llegara a casa de Pilo y terminara revelándosele sin que el ángel del talento, pero hasta ahí no más pudiera evitarlo. Sí, el mismo que evita que seis mil millones de personas en el planeta tierra alcancen el nirvana esperado por todos alguna vez en la vida ¿Qué pasaría si en el mismo día todos nos reveláramos genios y gritáramos ¡eureka! en las calles? Cada uno con un invento de lo más necesario, cada uno con la novela más totalizadora, cada físico encontrando la fórmula única y rebatiéndosela al mismo vecino que siempre iba por ahí tan cansado de que su único objetivo el fin de semana fuera echarse el domingo entero en el sofá para ver cuatro partidos de fútbol de distintas ligas. Sería algo difícil de gestionar hasta para el mismo planeta tierra, un desbordamiento de intelecto peor que el de una mega llamarada solar. Por lo tanto, ese algo, debe ser detenido por el ángel que nos protege de la descartendemia apocalíptica: un breve suspiro, el despunte de la duda como un hierbajo que no alcanzamos a podar, la palabra que la abuela corta con un «dejate de divagar y andá a la pulpería por el mandado que te pedí hace ratos», cada estación a la que no bajamos, cada tachón en la última página del cuaderno de notas en el colegio; la rama que no quisimos probar con nuestro peso; el reflejo al que fuimos indiferentes cuando cruzamos por el túnel de la autopista; la súbita alegría al imantar el papel con nuestros dedos… tantos momentos cortados por el escrupuloso y auténtico ángel de lo anti-genial.
El caso es que Pilo se levantó de pronto de la mesa, en medio del almuerzo. ¿Qué mirás? Le preguntó Mónica que presumía de conocerlo a fondo luego de diez y siete años juntos. Papá ¿te pasa algo? Corearon sus hijas gemelas, Milli y Sue. Pero nada de respuesta, más que aquella que pone en alerta al ángel interruptus, delegado para darle seguimiento a alguien que ya ha dado indicios descartianos: ¡Esto debo de anotarlo! Pilo se fue directo al cuarto y dejó a su familia con la cuchara de la sopa goteando lentamente sobre el mantel, cerró la puerta con llave y abrió su laptop entre frases que, al otro lado de la puerta, con sus orejas pegadas a la madera, las gemelas no pudieron descifrar. La pantalla le iluminó los ojos a Pilo y él sintió la luz hecha brisa de mar. Comenzó a teclear, primero lentamente y luego a un ritmo cadencioso que desde el otro lado de la puerta las gemelas interpretaron como una carta a todo galope que papá iba a enviarle a la casera, siempre tan necia con el retraso del alquiler. Ah, entonces déjenlo tranquilo, les dijo Mónica a las gemelas, pero el ángel tomó un vaso de vidrio de la cocina y lo pegó a la puerta con suma cautela. Tlac tlac tlac En la floresta del crepúsculo tlac tlac tlac cuando el escapulario del amanecer queda lejos tlac tlac tlac entretejo con bizarra ausencia lágrimas carmesíes… el silencio también llegó de pronto, lo que dio tranquilidad al agente de las interrupciones. No pasará de esas líneas, se dijo, y volvió a recostarse en la poltrona que Pilo tenía en el porche, tomó un periódico e inició un crucigrama. Sin embargo, llegó la hora de la cena y Mónica llamó a Pilo para que fuera a la mesa y este le contestó a regañadientes que en un momento más saldría, pero el momento de comer no llegó y a medianoche la preocupación y el sueño ya era algo que había sacado de quicio a todas. Le tocaron una vez más la puerta y Pilo les gritó que por favor dejaran que la sinfonía terminara, que lo que estaba haciendo era tomar notas, que era un dictado que no podía dejar de hacer. ¡Es como una fuga dulcísima! —dijo. ¿Pero no tenés hambre? La pregunta de Mónica quedó sin respuesta. Nos quedaremos en la sala, esto no me está gustando nada. Milli y Sue se fueron por los colchones y la mamá se fue a preparar un té de tilo para los nervios. Adentro del cuarto, Pilo ya iba por el cuarto libro terminado, si un libro puede ser tomado como tal, pero así lo gritó Pilo, y la reunión de vecinos que ya estaba abarrotando la sala dio su aprobación de panal de abeja que había llegado oliendo un polen nunca sentido en el barrio. ¿Qué hacés despierta tan temprano? Le preguntó don Armando a Milli que salió a sentarse, ya de madrugada, en las gradas frente a la calle. Nada, esperando otro libro. Mi papá está escribiendo libros como usted hace pan blanco en la panadería.
Don Armando se permitió pasar y Mónica le pidió que le ayudara a sacar a Pilo. ¿Está haciendo libros? Como loco, don Armando, desde ayer al almuerzo, le dijo Mónica. Pero se va a enfermar ¿No ha dormido? Nadita, por favor, tóquele la puerta. Don Armando llamó a Pilo con suma cautela. ¿Estás bien, Pilo? ¿Cómo van esos libros? Sin dejar de teclear, Pilo le dijo que jamás se imaginó tanta belleza saliendo de sus manos pero que estaba asustado de las genialidades que se le iban ocurriendo y transcribiendo. Pero ¿de qué tratan tus libros? El tecleado fue más fuerte: realmente no sabría decirle, don Armando, pero es poesía. Al otro lado se quedaron viendo. Ahhh, poesía. Es realmente serio lo que le está pasando —le dijo don Armando a los que llegaron a comprar el pan alrededor de las siete de la mañana—, lleva diecinueve horas seguidas escribiendo poesía. Así fue como llegó medio mundo a consolar y a animar a Mónica que, recostada contra la puerta, pedía a cada uno de los que llegaban que convencieran a Pilo para que dejara de escribir. Alarmado, el ángel miraba al prolijo Pilo desde una rendija en el techo. Tomó su libreta y anotó que ya eran ocho libros los que Pilo había archivado en la carpeta «sinfonías».
Va a ser difícil que lo paren —dijo el anciano Braulio, el zapatero, con su mejor gesto de sabio navajo—, yo no había vuelto a ver esto, pero hace muchísimos años el secretario municipal de mi pueblo hizo creer a todos que tomaba notas durante el cabildo abierto, y cuando el alcalde revisó los libros los encontró lleno de sonetos y cartas de amor a una tal Milagritos. Por supuesto que lo despidieron, pero el caso fue que no paró y casi se murió de hambre llenando cuadernos que salía a mendigar por las calles. Eso era triste de verlo, abatido, pálido y con palabras bonitas para todo. Cuando eso pega pega duro. Los vecinos se miraron entre sí. Dimensionando la memoria y sabiduría de don Braulio comprendieron, más por el conocimiento de que el propio zapatero no paraba de arreglar zapatos hasta muy entrada la noche, que ya esto era cosa de derribar la puerta. Daban las cinco de la tarde del segundo día y Pilo no había probado bocado ni tomado siquiera un vaso de agua. El ángel, con suma discreción, les acercó una barra de uña cerca de la puerta para que la usaran y cuando ya dos fortachones estaban en eso, Pilo les pidió paciencia. ¡Fabricando fit baber, age quod agis! gritó con sufrida voz de mártir ante los leones. Ahí comenzó a llorar Mónica hasta contagiar a Sue y a un par de perros de la calle que empezaron a aullar. La escena no tenía parangón en el barrio, era como un velorio al que se iban sumando versiones de las posibilidades que tendría Pilo con su arrebato de locura o de genialidad. Son la misma cosa, decían unos, en otros países anda siempre alguien a la caza de estos talentos, lo malo es que aquí nadie apoya el arte, un buen especialista en letras diría en un zas si esto es locura o genialidad. ¿Y qué tal que es novela? —se preguntaba una señora que casi nadie conocía por recién llegada al barrio—, si se manda lo que escribe a una televisora pues pronto vamos a verla en nuestras teles… y va a ser de esas novelas larguísimas, de un año entero.
A las once de la noche Milli, con su oído pegado a la puerta, pidió silencio porque le parecía que el teclear frenético había disminuido. Agolpados en torno a ella, como una ola que se suspende suave contra un malecón, acordaron entre susurros que ya parecía terminar, pero dos perros que estaban en el porche se enzarzaron de pronto en una fiera y ciega pelea, de esas que se meten a las casas y no prestan atención a los gritos ni a los escobazos. Pilo retomó el ritmo entonces y Milli se fue directo a patear a los perros que salieron lanzando aullidos lastimeros. Mordidas del alba, Entre tus fieros labios, La sonrisa mustia de las hienas, Brebajes de bilis, Alguna vez aullé tu nombre, Acerca tu oído al candado, Insomnio apasionado, Errabundo súbito, Mala espina del rosal y Sinfonía en bandolera fueron los títulos que Pilo salió repitiendo con los labios agrietados y una mirada de arrobo que dejó a todos helados alrededor de las seis de la mañana del día tres. Algunos vieron en él una especie de Lázaro que iba bendiciéndolos uno a uno mientras regresaba de las letras muertas, porque no podía ser síntoma de vida aquello por lo cual había atravesado, un arrebato que ahora hacía que Mónica, sentada en el suelo junto a sus hijas, lo viera como una especie de santo y le perdonara toda la angustia que le había hecho pasar.
Pilo se acercó a don Braulio y le pidió agua. Usted sabe, don Braulio, usted sabe. La mirada arrugada de don Braulio se apartó de la de Pilo y se fijó en el ángel que iba saliendo por la puerta de atrás, luego regresó lentamente a la mirada de Pilo y sin dejar de verlo le dijo que la fórmula era esa, no parar hasta que la aguja que costuraba la suela se atravesaba en el dedo. Búsquenle agua a este muchacho, ordenó. Sue llamó al hospital y allá estuvo Pilo recuperándose dos días. Los estragos físicos que había producido el haber escrito diez libros de un solo impulso fueron anotados escrupulosamente por el ángel interruptus, quien fue reprendido con dureza, como suele sucederle al tripulante displicente de submarino que no presta atención a la salpicadura que se filtra en el casco y que por sí sola, contiene todo un mar que espera inundar la nave. De los estragos que los diez libros pudieron provocar a la literatura, ya sea como gesto revolucionario o como demostración de la absoluta puerilidad en que puede caer la creación se hablará en otro momento. Discreción con esto último, ha pedido el jefe de la Dirección de Interrupciones.