Cuando todos son sospechosos, cuando todos son enemigos, cuando es tiempo de guerra y nada más importa, siempre habrá esperanza. En días que recuerdan el pasado, publicamos un cuento de Denny Romero
Denny René Romero | escritor y gestor cultural
Cuando salíamos del comedor, nos encontramos a este hombre al que llaman por el mote de Sánchez Tucán. Nos vio y los músculos de su rostro se contrajeron. Estaba feliz de encontrarnos, dicho de otra forma, se contentaba de ver a papá. En más de una ocasión, papá llegó a casa con obsequios, ya fuera una cachucha, un par de calcetines o una camisa. También podía ser comida, una vez llegó con dos sandías que apenas podía sostener. En algún momento mamá le preguntó por la procedencia de dichos regalos, pero nunca sintió pena o culpa al decir que Sánchez Tucán lo agasajaba.
—¿Ya te vas? — dijo, después de saludarlo con un apretón de manos.
—Sí, tengo cosas que hacer. —respondió papá—. Le compré un repuesto a la camioneta de Don Tito.
—¿Almorzaste?
—Sí.
—¿No querés llevarte unos frescos?
— No, no. Estamos bien.
—Por favor, yo invito. —insistió—. Llevale un almuerzo a tu esposa.
—Gracias, lo más seguro es que ya almorzó.
—¿Querés una gaseosa? —dijo, dirigiéndose a mí. Yo solo asentí con los hombros—. Espérenme. —añadió.
De un salto estaba dentro del comedor. Abrió la puerta de cristal de la cámara refrigerante y buscó entre las latas de gaseosas las más heladas.
—Ya se las pago. —dijo a la encargada.
Salió y las repartió entre ambos despidiéndose de mi padre con una palmada en la espalda:
—Un gusto verte, Diego. Que les vaya bien.
Seguimos adelante. Rodeados por las casas más viejas del pueblo caminábamos cuesta abajo. A lo lejos, sobre el concreto de la calle, se veía el vapor como un oasis lejano. El aire caliente nos abofeteaba. Todo era silencio. Papá daba pasos limpios. Hace quince años es mecánico, acostumbra a llevar peso muerto sobre sus hombros. En esta ocasión carga con una tijera nueva para pickap. Aunque lleva mochila, se la pone sobre el pecho y la rodea con el brazo izquierdo para aminorar el peso, evitando que los tirantes se rompan.
—Si querés destapá la gaseosa. —dijo.
De su frente brotaba sudor.
—¿Te vas a tomar la tuya? —pregunté.
Yo sudo mucho, por lo que constantemente usaba el codo para escurrirme el rostro.
—Sí. —respondió.
Entramos a la polvosa por un cruce donde se encuentran calles y caminos. Yo caminaba levantando una nube blanca y seca de polvo.
—Papá, ¿Por qué Sánchez Tucán te regala tantas cosas? —pregunté sin más.
—No sé, hija.
—Mamá dice que es en agradecimiento.
Por un momento papá se quedó callado, sus ojos se crisparon, parecía no estar seguro de lo que diría. Siempre le hacía preguntas bobas de niña, que le hacían gracia por ejemplo «¿aún existían los dinosaurios cuando eras niño?» Me veía a los ojos, reía y respondía amablemente, pero esta vez me sentí mal por su extraña reacción.
—¿Qué más dijo?
—No mucho, pa…
Hizo una pausa, sentí que no debía preguntar. Hay cosas que los adultos por terquedad se guardan en sus adentros, porque no son cosas para niños. Papá despejó su garganta y tiró la lata vacía a un lado del camino. Sacó su pañuelo y habiendo limpiado el sudor de su frente, me tomó de la mano.
—Eran tiempos de barbarie, —dijo y empezó a contar su historia—. La vida de toda la sociedad se marcaba con violencia. Las familias separadas no se volvieron a unir e incluso al día de hoy, madres desconocen donde yacen perdidos los restos de sus hijos.
» Aunque cada detalle esté en mi memoria, no te diré todo lo vivido en aquellos años, pues volver a esos días recrudece lo que significó perder a mi madre hundida en su tristeza. Aparte, solo te interesa saber qué nos pasó con Julián Federico Sánchez Cruz, el mismísimo Sánchez Tucán.
» Después de casi un año de estar en el ejército, que contra mi voluntad me reclutó para engrosar sus líneas, este pueblo fue tomado por la guerrilla. El mando superior me hizo regresar. La orden parecía sencilla, recuerdo mirar mis botas casi rotas, cuando escuché al comandante:
—Tomen su equipo, que vamos a matar terengos.
» Algunos compañeros eran perros chirriosos, otros temían a su propia muerte. Yo no sabía cómo sentirme al respecto. Era un héroe que iba a liberarlos o un desgraciado por ir a disparar en la calle donde vivía Nia Gloria, la que ayudó a mi papá cuando enfermó de gravedad. ¿Podría acaso derribar a fuerza de granadas las paredes de la casa de Nia Carlota? como si no fuera suficiente la tragedia de perder en el fuego cruzado a su esposo e hijos cuando estos iban a San Vicente. Cómo no pensar en mamá, la última vez que estuve en casa estaba enferma y su rostro era débil. Qué opciones tenía, mi entrenamiento… era matar sin piedad. «Todos son enemigos» nos repetían «tu madre, tu hermano, tu tío… Matar, matar, matar.» Cada vez que salíamos no podías olvidar aquellas palabras «El enemigo no tendrá piedad» que sonaban como una palmada fuerte y sin desgano en la nuca.
» Viajaríamos en un carro que llegó de otro cuartel. Subimos todo lo que necesitamos. Por alguna razón durante todo el camino, solo pensaba en el gusano que no muere y el fuego que arde en la eternidad esperando las almas en el infierno. El uniforme empezó a apretar, me quedaba pequeño. Me sentía demasiado gigante, demasiado profundo y lleno de tinieblas. La entrada la hicimos por San Alejo. La guerra botó el puente que comunica con la ciudad. Después de un tiempo que el vehículo avanzó por los caminos accidentados, al no poder seguir, tuvimos que caminar a través de la selva, hasta llegar por aquel lado. —dijo señalando los cerros—. Caímos por sorpresa. Mi angustia se dilataba con el silbido de las balas. Avanzamos con agresividad.
«Hijos de puta». Se escuchaba en cantidad de voces, entre silbidos y bulla.
» Las calles se hacían angostas. Tal como llegamos se retiraron, claro, los compas dieron pelea.
Resolvía mis nudos mentales mientras accionaba mi fusil. El rebote me sacudía como un cuerpo alcanzado por las balas. En ese caos solo sabía disparar y eso me horrorizaba. Al paso de las horas, apenas se escucharon las detonaciones y su eco. No hubo demasiadas bajas de ambos bandos, aunque los números nos favorecieron.
» La toma del pueblo duró de un día para otro. Suficiente para convertir en cenizas y escombros el mercado. En el parque encontramos a los miembros de la guardia semidesnudos. Habían sido asesinados y despojados de sus pertenencias y armamento. Un grupo de nosotros se tenía que quedar, de lo contrario la guerrilla regresaría y eso era algo que le importaba a los superiores. Mi estadía no fue larga, el cuarto día, temprano en la mañana me estaban relevando.
» En el transcurso de esos días, llevaron prisioneros en dos ocasiones. En la noche nos encaminamos con los presos a un lugar apartado en los cerros donde solo se ven las sombras de los árboles. En un claro se les daban una pala para que hicieran un hoyo. Terminado de cavar se ponían de rodillas en el borde para que con los disparos cayeran en su tumba. La orden era ejecutarlos.
»La noche antes de irme llegó Federico. Para que lo sepas, el apodo de Sánchez Tucán, lo tiene desde que fuimos compañeros en la escuela debido a las manchas en su rostro. Las mismas me sirvieron para identificarlo al menor de los contactos. Aunque nos conocíamos y éramos amigos muy cercanos, no reaccionamos, tampoco hubo comunicación de algún tipo entre nosotros.
No imaginé que más tarde me darían la orden ejecutarlo…
»—Cienfuegos, Lléveje al prijionero. —dijo el coronel con su marcado acento.
»—¡Sí! — le respondí.
»Siguió—. Jolo ej uno. Encárgueje.
» Sabía dónde ir, era mi tarea. La ropa de Federico estaba jaloneada, sucia, tenía la mejilla izquierda inflamada y las muñecas, irritadas, debido a sus intentos de aliviar la circulación restringida por el lazo que amarraba sus manos. Lo levanté del suelo con violencia y lo hice caminar.
»—No se te ocurra correr que en el aire vas a quedar. —dije, ambos nos quedamos en silencio.
»Esperamos estar lejos para decir alguna palabra.
»—Cadejo, cadejito. ¿Me vas a matar?
»—Camina —respondí.
»—Diego, no me matés.
»—¿Hace cuánto andás en esto?
»—Yo, yo… No ando en nada, Cadejo.
»—¿Y entonces?
»—¿Vos, crees que estuviera aquí?
»—Te dormiste.
»—No he salido del pueblo. Vos me conoces.
» La maleza crujía bajo mis botas. Se escuchaban los grillos y algunas luciérnagas daban su posición. La luna llena iluminaba nuestra silueta por lo que no caminábamos a ciegas. Desde los árboles a nuestros pies era una misma sombra.
»—¿Y mi mamá? —Pregunté. Después de un silencio mutuo contestó.
»—Ella murió. Cuando se dio cuenta que quemaron la tercera. Alegó que vos estabas ahí. Que habías muerto. Cuentan muchas cosas de lo que sucedió esa noche. Sé que durante la noche murió del corazón. Mamá la cuidó, pero su muerte fue silenciosa mientras dormía.
» De mis lágrimas surgió un llanto que no pude contener.
»—Lo siento. —dijo Federico, acercándose.
»—Apártate. Voy a soltarte. —dije.
»Saqué mi cuchillo para cortar los nudos que lo apresaban, parecía un pájaro abriendo sus alas.
»—Usa esta pala para hacer un hoyo.
»—No me matés, Cadejo.
»—No. No entendés. Hace el hoyo, para que te den por muerto.
»—¿Qué te parece hacerlo en un lugar menos rocoso?
» Presentí que me quería decir algo, pero podía ser una trampa por lo que levanté mi fusil.
»—No tengo mucho tiempo. —dije —No me vayas a salir chuco.
» Caminamos un poco más.
»—Te quería hablar de Lila.
En ese momento interrumpí a papá.
—¡Lila!
—Sí. —dijo y continuó.
—Cuando entré en el ejército tenía veinte años, era joven, había estudiado hasta quinto grado, trabajaba de ayudante de mecánico. Salíamos mucho a los pueblos vecinos, el jefe no era el único mecánico, pero era el más cachimbón y puntual, características que le daban fama. En una de esas salidas, conocí a Lila. Un año menor que yo, piel morena y ojos claros. Su padre murió en combate durante la guerra de las cien horas. Todos los días su mamá vendía en la madrugada tustacas con café y atol dulce. En las tardes enchiladas y pasteles. Lila y su hermana menor sacaban mesas y las cubrían con manteles bordados con puntada larga de colores. Ayudaban a su mamá. En varias ocasiones desayuné y cené en ese puesto. Sucedió que luego de conversar con Lila, vino la amistad y poco a poco, el amor. La visitaba incluso cuando no iba al pueblo por trabajo. Nos amamos como jóvenes, con el amor de la primera vez. Formamos en las nubes, lejos de la guerra, una familia y un hogar, un sueño que tocábamos en la oscuridad escondido bajo la cama cuando comenzaban los enfrentamientos. »Después de un tiempo sin verla le dije que el ejército me reclutó. Le prometí que regresaría, pero estaba destrozada y su llanto no cesaba. Entonces me confesó que iba a ser padre.
»—Su casa fue quemada. —dijo Sánchez Tucán.
»Mis ojos aún sentían las lágrimas que lloré por mamá. Sentí frío y mi lengua seca. Un silencio se apoderó de mí, no escuché más. Sánchez Tucán comenzó a cavar. Estaba a punto de terminar cuando regresó a mí la sensibilidad del mundo.
»—Dicen que ellos fueron, porque ellas obligadas tuvieron que regalar de su venta cuando los guerrilleros les pidieron. —seguía hablando, sin enterarse que no escuchaba ni la mitad de lo que decía—. Tres casas se quemaron esa noche. Antes que el fuego fuera sofocado por los vecinos.
»Sánchez Tucán no mentía.
»—Vos esta noche has sido como un hermano para mí. —dije.
»—Nos conocemos desde hace mucho.
»—Andate.
»—Siento mucho ser portador de tan malas noticias. Sé que ella estaba…
»—¿Cuánto andas? —dije sin dejarlo terminar.
»—Veinte colones bien escondidos.
»—Toma veinticinco. Te vas, voy a disparar a la tumba para que se escuche. me encargaré de llenar el hoyo. Nadie va a revisar si hay un muerto o no en este puñado de tierra.
»—Gracias, Diego. Muchas gracias.
» Sánchez Tucán me siguió agradeciendo con lágrimas en los ojos. Yo no pude llorar más, la muerte de mamá me dejó sin lágrimas para mi mujer y mi hijo. Él se fue entre la oscuridad de aquella noche. A la siguiente semana, deserté y me escondí hasta que terminó la guerra. Sánchez Tucán se escondió en Belice, cuando regresó era pastor.
Esa es la historia, Lila, creo que tienes edad para saberla.
—¿Tengo el mismo nombre que mi otra mami?
Papá con una sonrisa dijo— Sí. Cariño.
El resto del camino seguimos en silencio. Al llegar a casa me cambié de ropa para ayudarle en el trabajo. Cuando salí ya estaba debajo de la pickap de Don Tito. Le ayudé a sostener el repuesto que instalaba.
—Papá.
—¿Sí?
—Y si Sánchez Tucán es pastor ¿Por qué nunca hemos ido a su iglesia?
—Porque Dios no existe, hija.
DENNY RENÉ ROMERO (El Salvador, 1994). Escritor, gestor cultural, artista y estudiante. Primer lugar compartido en la rama de poesía y mención honorífica en la rama de narrativa, ambos reconocimientos del XI Certamen Literario Ipso Facto 2021. Cofundador del proyecto La Página Desértica. Organiza la Mini Feria del Libro Lastenia García, Flores y Letras. Cofundador Claroscuro Editores y director del blog literario Cabezarrota. Ha publicado Kamikaze (poesía, 2021, Estro Editores); Freza la muerte (poesía, 2022, Editorial Equizzero); ContraEspejismo (narrativa breve, Chifurnia Libros 2022).
Esto es escribir con maestría. No bastó la rudeza de la historia, el final es estremecedor.