Tercer Nivel

Revista El Escarabajo se complace en presentar, en el centenario de su natalicio, un relato del médico y narrador salvadoreño Melitón Barba (1925-2001). Tercer Nivel es un cuento publicado en La sombra del ahorcado (Istmo Editores, segunda edición, 2002)

Melitón Barba | Escritor

El viejo estaba hecho un ovillo, tirado sobre los periódicos usados que apenas lograban cubrirlo de la incesante garúa que le empapaba hasta los huesos. La noche era cerrada, fría, y solo las mortecinas luces de los faroles acompañaban a la neblina y a la inmensa soledad de la madrugada. 

Dos enfermeros bajaron de la ambulancia y lo introdujeron a ella. En el interior le colocaron una inyección y el hombre quedó inconsciente en el piso, haciendo compañía a los otros vagabundos que, como fantoches, dormían amontonados en el piso. 

El sereno abrió el portón de hierro y el vehículo entró en los misteriosos recintos del hospital. Un segundo zaguán, de grandes proporciones, descubrió sus fauces y aquel cargamento humano pasó a formar parte de los impenetrables secretos que guardaba, sibilino, el nosocomio. 

Cuando el viejo despertó, se dio cuenta de que le faltaba un ojo. A todos lo hacinados en la galera les faltaba un ojo. 

Frente al médico contó su historia: profesor universitario, alcohólico, sin hogar, sin familiares, hombre solo. 

Se atrevió a preguntar cómo había perdido el ojo, pero el galeno no respondió. «Tendrá su media botella de licor al día», dijo, «pero es prohibido traspasar los recintos del Tercer Nivel». 

Los pacientes recluidos en el Tercer Nivel eran todos derrelictus humanos, viciosos, borrachos, drogadictos, vagabundos, huelepegas, desamparados de su familia, abandonados como escoria por la sociedad. Se les veía vagabundear por los predios descuidados que rodeaban la enorme ciénaga con sus tremedales retemblones o descansar bajo los árboles sombreados, acariciados por la brisa caliente y pegajosa que salía de los fangales. 

Por la noche, otra vez al galerón redil donde se abrazaban a los horrores y pesadillas de los silencios y de los gritos que acallaban las drogas. Durante el día podían percibirse los alaridos de los locos del Segundo Nivel, sometidos a los inenarrables electrochoques. 

Cada tres días iban, de uno en uno, a la enfermería especializada donde los encargados de la plasmaféresis extraían el litro correspondiente de sangre. El viejo, con su andar cansino, atravesaba los tenebrosos recintos, se acostaba en el canapé y daba su brazo para la sangría. Al salir, veía la fila de sus compañeros sin ojo, esperando el turno para donar el líquido precioso de sus venas. 

A veces, en la cáfila, caía alguno de los donatarios desmayados por la desnutrición y pocos días después se le podía ver, ciego, metido en la ringlera de la plasmaféresis. 

Cuando sus arterias estaban vacías y de las venas ya no fluía sino el suero descolorido e inútil, lo hacían desaparecer tirándolo a los fangales. Era el siniestro destino de todos los apilados en el Tercer Nivel. El viejo lo sabía y por eso apuraba, con más deleite, su media botella de alcohol. Cuando las piernas le flaqueaban ponía su voluntad de resistencia esperando un milagro. Pasaba noches en vela haciendo el inventario de su vida, recordando su atolondrada juventud, sus brillantes éxitos universitarios, el doctorado con loas y medallas, la aceptación de su tesis de grado como libro de texto, los galardones y merecimientos de su querida Facultad de Filosofía y Letras. Su caída lenta y paulatina en las tinieblas del vicio, su vida sin amores, el desapego al calor femenino, su pasión incontrolable por las bebidas alcohólicas. Si alguna mujer hubiera compartido su vida y sus angustias, tal vez —pensaba— no estaría ahora en manos de estos paranoicos; pero la que tenía lo abandonó, estando embarazada, sin dejar ni una huella. 

Recordaba, en la lejanía que, al inicio de su última parranda, unos estudiantes lo esperaban para que les corrigiera sus trabajos de tesis. 

Escapar era imposible. Enormes tapias de ladrillos rodeaban al asilo. La única puerta de hierro que comunicaba con el Segundo Nivel era manejada electrónicamente desde una garita y solo podían penetrar los médicos autorizados. No había otra alternativa que esperar el desgaste de su cuerpo, lento pero seguro, y pasar a ser parte del pante de cadáveres que alimentaba la ciénaga. 

Los pacientes del Segundo Nivel eran enfermos siquiátricos, que habían acudido de manera voluntaria o llevados por sus parientes para recibir los cuidados necesarios dada su salud quebrantada. Era gente con enfermedades crónicas del sistema nervioso, en especial epilépticos incontrolables; viejos con enfermedad de Parkinson o «mal de San Vito»; idiotas que babeaban sus dolencias en un interminable hilillo de saliva que pendía de su boca; adultos mongólicos que arrastraban su degeneración e idiocia hasta volverse intolerables; neurasténicos crónicos temblones con padecimientos de toda la vida; alcohólicos que quizá creían en su curación; esquizofrénicos y maniáticos sexuales cuya familia prefería verlos en un hospital siquiátrico, encerrados para siempre, y no en la penitenciaría; drogadictos irredimibles, hijos de padres adinerados; y muchos otros con morbos desconocidos y perturbaciones serias de los nervios. 

Por eso se escuchaban los gritos enteleridos que provocaban los electrochoques o los ominosos silencios de respiración estertorosa que causaban los comas insulínicos que los iban conduciendo hasta la imbecilidad absoluta. Entonces, con la tácita aceptación de su parentela, pasaban a ser miembros del Tercer Nivel. 

Pero, aun cuando estaban en el Segundo Nivel eran sometidos al desangramiento dos veces por semana, para alimentar los frascos de la sedienta plasmaféresis que los llevaba a la ruina. Entonces, como guiñapos, eran mostrados a sus consanguíneos, quienes, con un rictus de dolor por fuera y una sonrisa de satisfacción por dentro, aceptaban su incurabilidad y la resignación de no volver a verlos para no sufrir la ingrata lástima de mirarlos en esos estados lamentables. Ese mismo día les sacaban el primer ojo. 

Las del Primer Nivel eran salas consultorios de lujo, alfombradas de colores tenues, con aire acondicionado y secretarias almibaradas que contestaban, graciosas, las llamadas telefónicas que preguntaban por las horas de consulta, precio de la misma, condiciones para su internamiento. Era, en verdad, un coladero, pues muchos de estos pacientes pasaban el tamiz hasta el Segundo Nivel. 

Rosita, linda siquiatra de muchos encantos, trabajaba como médico de consulta externa junto a otros jóvenes. Como todos los especialistas tenía acceso al Segundo Nivel, no así al Tercero, donde solo llegaban los médicos socios. El laboratorio de plasmaféresis estaba abierto al público, era un negocio legal donde acudían, en colas interminables, los muertos de hambre o los sedientos alcohólicos a vender pedazos de su vida. 

Un sábado, Rosita leía desnuda los clasificados de un matutino. Acababa de hacer el amor y ella quedaba, ansiosa aún, esperando a Marcelo, que después de tomar un baño, volvía con más ímpetu a poseerla de nuevo. En el intervalo, leía. Cuando Marcelo regresó, no hubo reprise, y ella, con las interioridades a punto de calcinación, pudo ver en el rostro de su novio una mueca de preocupación. 

«Se nos ha perdido el Maestro», dijo, «y tiene que corregir las tesis de graduación. Lo buscamos en hospitales, cárceles y cementerios y no aparece, por eso hemos sacado el anuncio de su desaparición en el periódico.» 

Rosita vio la foto del diario y le pareció reconocer a un viejo alcohólico que usaba barbilla blanca cuando vendía su sangre en el laboratorio de plasmaféresis. ¿O sería el retrato que algún día vio en el álbum familiar? En fin, pensó, todos los viejitos que usaban perilla se parecen. 

No hizo ningún comentario porque su verdadera preocupación era una compañera de infancia, asilada en el hospital siquiátrico por problemas histéricos graves, quien estaba a punto de dar a luz y en ese hospital ningún niño nacía vivo, según los informes médicos. Pidió acompañar a su amiga al momento del parto, pero su solicitud fue rechazada con severidad y de mal modo. «Limítese a su trabajo», le dijeron, «cada sala tiene su propio personal.» 

Cuando Rosita llegó al cubículo de su amiga, supo que el bebé nació asfixiado porque venía con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Se hizo la pregunta de rigor: ¿sería conveniente criar a los hijos de las locas? ¿Serían locos desde que nacen? Una ligera inquietud le quedó haciendo cosquillas en el punto curioso y quiso ir a ver al muertecito, pero ya no estaba en la sala. ¿Quién querría el cadáver de un niño loco? «No tiene importancia», se dijo, aunque concluyó que en su lugar de trabajo pasaban cosas raras. Se desatendió del asunto a pesar de que una intranquilidad sospechosa le hacía remolino en el pecho. 

Después se supo que los niños nacidos en la clínica eran de inmediato despedazados y sus órganos preservados en frascos con soluciones especiales para ser exportados en cajas metálicas seguras, a grandes laboratorios encargados de preparar extractos de tejidos orgánicos infantiles para el tratamiento geriátrico de personas impotentes o con enfermedades de desgaste ocasionadas por la vejez. Eran terapéuticas carísimas, propias para millonarios y por eso los bebés eran pagados a precios de oro. 

Cuando los laboratorios extranjeros urgían pedidos, los médicos del nosocomio, tenían mucho trabajo. De inmediato y de noche, para recolectar material, salían tres unidades por las calles de la gran ciudad y capturaban a los payasitos que se encargaban de dirigir el tránsito. Las ambulancias iban cargas de trajecitos de colores y los chiquillos tomaban aquello como si fuera diversión. Apenas arribaban eran conducidos a salas de operaciones donde les extraían la sangre que pasaba a los laboratorios de plasmaféresis. Después, eran descuartizados. Solo se desperdiciaba el cuero cabelludo y los pellejos que eran incinerados o lanzados a la ciénaga de los muertos sin ojos. Los huesos pasaban por la máquina trituradora y luego envasados. Los corazones, el sistema arterial y venoso formaban una masa compacta y gelatinosa de mucho valor. Cerebro, encéfalo y nervios, eran de los productos más preciados, después de los testículos que, fuera de sus bolsas, se enlataban aparte. Los huevitos blancos y brillantes eran muy bien cotizados y pagados a precio de diamante. Los escrotos, las palomitas y las pequeñas glándulas prostáticas eran trituradas en el molino de carne y colocados en receptáculos con sustancias líquidas preparadas ad hoc

Si en la redada caían payasitos de quince o más años, pasaban a engrosar las filas de los enclaustrados en el Tercer Nivel. Esa orgía de sangre y de dólares llegó a ser conocida por el personal médico del hospital como «la noche de los payasitos». 

Rosita no pudo más. Ordenó al hombre que custodiaba la garita que le abriera el portón y penetró resuelta al Tercer Nivel. Comenzó a caminar por aquellos callejones lúgubres, silenciosos, donde solo llegaban los quejidos de los hacinados y los mismos vericuetos la condujeron al galerón dormitorio. Lo que vio la llenó de espanto: a todos los pacientes les faltaba un ojo y a algunos les faltaban dos. Tenían la gravedad y el color céreo de los muertos. Se llenó de pavor. El miedo hizo que su cuerpo comenzara a sudar. Corrió despavorida buscando la salida cuando se topó con un viejecito enclenque, tullido, que a duras penas se sostenía en pie ayudado por un rústico bastón de madera verde. Lo reconoció por la barbilla blanca. Se acercó a él y le preguntó su nombre. Al escucharlo huyó espantada de aquel tétrico lugar, pero unos lamentos la detuvieron: en una camilla estaba un joven drogadicto, casi un niño, sangrando de una cuenca por su ojo recién extraído. 

Desesperada, fuera de sí, a punto de gritar, abandonó el lugar. Desde su cubículo, temblorosa y aturdida, hizo una llamada telefónica. «Está aquí, Marcelo», dijo, cuando el teléfono se cortó. 

El primer cadáver que encontró la policía fue el de la siquiatra Rosita. Le habían extraído la sangre y vaciado las cuencas de los ojos. Su cuerpo, cubierto de lodo, aún flotaba en el tremedal. 

Cuando dragaron la ciénaga se toparon con cientos de calaveras y esqueletos blandos y macerados, sumergidos en el lodo. 

En el horno crematorio estaban los trajes de los payasitos que aún no habían sido incinerados. 

Los tuertos del Tercer Nivel fueron hospitalizados de urgencia. 

El viejo maestro escapó, sigiloso, aprovechando la confusión. 

De él no volvió a saberse nunca. 

© Jaime Barba / Heredero Melitón Barba 
«Tercer Nivel», en La sombra del ahorcado, 2da. edición, Istmo Editores, San Salvador, 2002, pp. 11-21.

Melitón Barba. (San Salvador, 1925-2001). Médico y escritor salvadoreño, una de las figuras clave de la narrativa salvadoreña del siglo XX. Su obra fusiona su experiencia profesional con una aguda crítica social. Entre sus publicaciones de narrativa se encuentran: Todo tiro a Jon (1984), Cuenta la leyenda que (1985), Olor a muerto (1986), Puta vieja (1987), Cartas marcadas (1989), La sombra del ahorcado (1994), Alquimia para hacer el amor (1997), En un pequeño motel (2000).

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