Cinco poemas de Jorge Ávalos

El escritor salvadoreño Jorge Ávalos, quien hace unos días presentó el libro de poesía El espejo hechizado, y los libros de cuentos Clara y Luna y La selva y el mar, nos comparte estos cinco poemas sobre el amor, la guerra y la muerte, temas universales de la poesía. Ávalos, quien ha afirmado que abandona El Salvador, en realidad no nos abandona porque nos deja su poesía y su obra narrativa


Paisaje al final del día

Esta basura que cae bellamente.
Esta muerte que te dibuja con su finísima pluma.
Esta canción melancólica que sólo tú escuchas,
          mientras fumas,
en el páramo fugaz de la autopista.
Estos niños, entre pausadas alas de gaviotas, que hallan
          tesoros, retratos de esperanza y rastros de ternura
en el pozo final de tantos y tan quiméricos deseos.

Esta basura que cae.
Esta muerte que te dibuja.
Esta canción que sólo tú escuchas.
Estos niños que hallan tesoros.

Esta basura.
                                              Esta muerte.
                      Esta canción.
                                                                    Estos niños.





La cita

Ámame con cuidado, dijiste.
Estabas hecha pedazos.
Esa noche amé tu brazo izquierdo.

El tiempo se contuvo.
La luna no brilló como una metáfora.
Algo estaba mutilado.
                                        El deseo, quizás.
Quizás la muerte.

No llores, dijiste.
Podemos probar a besarnos.

Habíamos agotado la belleza, el orgullo,
          la venganza.
Nos movimos como lentas, bestiales
bocas.
           Y nos llenamos de ácidas savias
y de chorreante lascivia.

Nos aferramos a la vida con un orgasmo.
La luna se sonrojó.
                                 Los asesinos
volvieron a sus guaridas.

Fue hermoso, dijiste.

                                   Lo fue.

Gracias a este dolor
y a esta lengua compartida.


Los escapistas

La noche florece en los cuerpos desnudos,
en las cumbres de la piel se aviva el mundo
y en lo alto se enrojece una, muy trémula, luna.
Algo sembraron las bocas
                                               algún hambre
resuelta y feroz
                            alguna sed insaciable
que permitió el desgarro luminoso
de los versos.

                         El deseo fue, apenas,
el indomable pretexto:
                                        una máscara
para burlar la mirada insidiosa de la muerte.

El tacto fue ágil y azul
                                         e irresistible, además,
y nos despojó
de las tímidas sombras, de la ciega palabra,
de las miradas obscenas.

Descendimos con cautela a los infiernos
de la carne.
                     Queríamos ser culpables.
Queríamos una historia, un origen brutal.
Queríamos
esta suntuosa impunidad,
esta violenta y grácil veleidad
que sólo la gozan los amantes.

                                                      Con el filo
de los labios
quisimos cortarnos.

                                   Con el sudor
recorrimos la piel que nos había sitiado.

Así, con la caricia ardiente,
trazamos una cartografía de los apetitos carnales.
Y las rutas que conquistamos
las dibujamos juntos
                                      al llegar a la cúspide
de los roces y venenos más dulces
de la feroz jornada.

Se entrecruzaron los miedos,
los más dóciles secretos,
se desprendieron los más húmedos
verbos, los deseos inquietos,
y se confundieron entre sí las voces inciertas
de las conciencias sacrificadas.

Alcanzamos, al fin, la orilla del tiempo,
su costa firme de sábanas al vuelo
sobre las manchas de los vinos derramados.

Entre la noche y el alba
                                          caímos
hacia otros cielos.

No seguimos la costumbre de doblegarnos
a los espejos del pasado.
Tampoco nos engañamos con ilusiones

porque sólo abrigamos
la oportunidad que nos dio el silencio.

Temblamos porque no nos vimos
al abrir los ojos:
                             nos descubrimos, más bien,
convertidos a la sed de lo posible.

Dime, pues
                     ángel bravía y mortal
que volveremos.
Dime que habremos de volver a la escena
de nuestra feliz transgresión:
                                                    a esa alcoba donde
                            asombrados
sucumbieron dos audaces escapistas
                    esos que fuimos
alguna vez
                     antes de ser esta conciencia

esta verdad inescapable y voraz

este golpe humano y mortal del amor deslumbrado.


Novia blanca y novia negra

A una niña palestina
que no regresó a casa.

Pequeña rosa de piedra,
pequeña rosa negra
al centro de mi casa de azúcar,
¿qué le diré a mi jardín sangrante,
a mi jardín judío, a mi jardín
de amigos peregrinos y fieles?

Pequeña rosa que cantas
once pétalos vírgenes,
¿qué le diré a mi novia
cuando baje a mi tejado?
¿Qué le diré cuando te vea
en mi dulce refugio blanco?

No tuve escalera más fina
para llegar a la luna
que la escalera de huesos
con que se llega a tu espina.


Girasoles

La Mujer se aproximó al soldado y le preguntó qué hacía
          allí en su tierra, en Ucrania.

Ejercicios, dijo él.
                                             ¿Eres ruso?
                                                                                         Sí.

Ella los increpó, a él y al resto del escuadrón. Los llamó
          invasores, fascistas. Ellos se sonrojaron, avergonzados.
Ella abrió su mano y le ofreció un puñado de semillas
          de girasol —la flor de Ucrania— al primer soldado.
Él dio un paso atrás y le pidió que no agravara la situación.

¿De qué manera podría agravarse?, preguntó ella,
          y le pidió que guardara esas semillas en sus bolsillos.

Esta discusión, dijo él, no nos lleva a ninguna parte.

Toma estas semillas y ponlas en tus bolsillos, por favor,
          insistió ella, pues caerás aquí, en esta tierra,
          con las semillas. ¿Lo entiendes?
          Viniste a mi tierra… Eres un invasor. Un enemigo…

Sí…, dijo él. Sí…

Pues deja que florezcan estas semillas, dijo ella, pues
          a partir de este momento, has sido maldecido.

          Ella tiró las semillas a los pies del soldado.

Si él se las hubiese guardado en los bolsillos, girasoles
          habrían florecido del cuerpo del joven ruso
          al yacer bajo el cielo tan celeste de Ucrania.

Esto lo vi en una taberna —las noticias del mundo
          en televisión— a 11 mil kilómetros de distancia.
Temblé, desolado. Lágrimas corrieron por mis mejillas.

Hay una sola guerra en el mundo, aunque haya tantas,
pues en todas hay una Mujer con un puñado de semillas
          y un joven soldado que retrocede, avergonzado.

JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra [https://lazebra.net]. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que el grupo de Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. Su más reciente libro de poesía es El espejo hechizado (2024). Reunió sus minificciones completas en Clara y luna (2024), y sus cuentos fantásticos completos en La selva y el mar (2024). Su obra narrativa aparece en varias antologías de cuento, incluyendo: Puertos abiertos, editada por Sergio Ramírez (Fondo de Cultura Económica, México, 2012); y Universos Breves, editada por Francisca Noguerol (Instituto Cervantes y Editorial Cobogó, Brasil, 2023). En El Salvador ha ganado cinco premios nacionales de literatura en el sistema de Juegos Florales, en las ramas de cuento, ensayo y teatro.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.