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En busca del fuego

En busca del fuego

Una reacción en pólvora seca sobre un texto de Vladimir Amaya

Por Memo Acuña /Sociólogo y escritor costarricense

En 1981 pocas cosas eran ciertas. Corría el rumor de una década perdida y el breakdance ya daba tumbos en las tranzetas urbanas, las medias eran blancas y los cepillos o peines se exhibían como símbolos de guerra en la bolsa de atrás del pantalón. 

Mientras eso sucedía con mucho color y polifonía masterizada, una producción cinematográfica francófona batía todas las posibilidades de éxito basada en la terquedad de ir a los inicios, encontrarse con la noche, acinturarse en todas las formas decorosas de la búsqueda. 

Llamada en español “ En busca del fuego”, aquella producción se encargaría de retratarnos a las generaciones adolescentes de la época, cómo fueron los primeros pasos, el primer sexo, la batalla primera del hombre ( o sus ancestros) sobre la tierra. 

Sin mediar diálogo alguno, la película relata el principio tal como fue: sin consenso, sin epifanía, pero con mucha claridad estratégica: había que pelear hasta el final por poseer la luz. 

Ambientada en el pleistoceno superior hace unos 70.000 años, reza una de tantas sinopsis perdidas en el internet profundo, una horda de Neanderthales mantienen el fuego pero no saben cómo crearlo.  Sufren los embates de un clan homínido que acaba con la única fogata conocida entonces.   Así surge la búsqueda, el barro primero, cuando tres jóvenes de la tribu original son enviados por el fuego y encargados a regresar con él si o si, a toda costa. 

Pienso en el “Atonal entrado en años, imparable contra toda fuerza enemiga” con que Vladimir Amaya inicia su demoledor texto ( como no concebirlo de otra forma) sobre una figura mítica, casi lírica, construida sobre los cimientos de una lucha permanente entre el conquistador y los conquistados, el colonizador y los colonizados. 

Vladimir se pregunta si acaso la emblemática figura existió. Pero es que de esas preguntas están hechos los tejidos de las subalternidades que requieren de un personaje, cierto o no, que les guíe sus pasos, que salga como los primeros hombres y mujeres sobre la tierra, a buscar el fuego por ellos. 

Atonal, el compañero en jerga revolucionaria de barrio, tiene consigo la verdad, el saber y el conocimiento. Amaya le pone pólvora en sus manos, la llama y la luz con la que va quemando todo a su paso. 

Con ese saber ancestral le ha ganado la partida a las maras, se ha granjeado el mito de la humanidad a cuestas, ha sido solemne con las muchachas del Pasaje. Atonal fue condecorado con el Trofeo de los silbadores, aquel que proviene de la fricción entre dos piedras o en su defecto, entre dos corazones.  De esa mecánica del tacto brota el fuego, el primero, el puesto en las manos del luchador.  

En este texto Amaya recupera al mismo tiempo la gesta y la paradoja. 

La gesta del hombre-mito, su inscripción en libros contables y efímeros en los que  se produce la geografía del amor, la ética del avance, el ensayo del triunfo mil veces conseguido. La paradoja de los finales que no se esperan: así como el fuego de aquellos primeros hombres fue apagado para que renaciera la lucha y la búsqueda, la pulsión de Atonal fue lentamente silenciada por la fuerza de un agua homínida y criminal, acaso la expresión de una región que lentamente se hunde entre los resultados de una acumulación por despojo de sus élites más bárbaras, que le quiebran las rodillas a sus territorios y la acción bíblica de un cambio climático que se lo lleva todo a su paso, hasta la pólvora.  

Este diciembre no habrán triunfos en la guerra de los silbadores.  Los compas de Atonal siguen en su búsqueda y del fuego que latía en sus manos. Su existencia en los barrios se comenta: no hay duda alguna, Atonal existió y eso en un país como este, ya es más que suficiente. 

Heredia, 11 de noviembre de 2022



Atonal

           (Canción de su última batalla) 

Atonal fue el cacique sagitario,
el Hunahpú infalible de las tribus pipiles,
que con ojo certero
jamás erró en el blanco
.
Carlos Bustamante

De pie, en medio de las flechas,
impasable sagitario
tiende de su arco la cuerda
.
Francisco Gavidia

No fuiste poeta (nunca
pensabas serlo) ni can
tabas cuando te bañab
as en la poza (…)
No
leías poesía surrea
lista pero ninugún es
pañol te amedrentaba

Roberto Quezada

Atonal entrado en años,
imparable aún contra toda fuerza enemiga.
Fuerte guerrero de brazos esqueléticos y pectorales de bronce.
Innoble e inmoral ciudadano para unos;
para otros, héroe histórico de los barrios más alegres.

No pasó de sexto grado.
Cargó bultos en el mercado y en los portales del Centro cuando niño.
Reía de manera escandalosa, le gustaba jugar a los naipes
y beberse la cerveza del padrastro cuando adolescente.
A veces, por las noches, antes de dormirse,
recordaba a su madre en cálidas imágenes
del único algodón de azúcar que se comió en vida.
Y su madre le decía:
«Sé bueno.
Buscá un oficio.
Debés hacer lo correcto; lo que tu corazón te diga».

Por mucho tiempo su corazón nunca le habló ni en susurros,
pero quizá por los ojos de su madre ciega,
Atonal nunca le tomó importancia a la pandilla cuando le llegó la hora,
y dejó a la mara cuando empezaron a molestar a los vecinos:
A don chus, el zapatero, que le había regalado zapatos cada vez que lo había visto descalzo,
A doña Crucita, quien le regalaba el almuerzo por cada ocasión que él le ayudaba
(a quitar las hojas de las canaletas;
a Enrique y su equipo de fútbol aficionado
que siempre le dejaron jugar con ellos.

A Atonal, poco le importaron las amenazas de muerte por la traición.
Quisieron balearlo, apuñarlo, lapidarlo.
Rápido y fácil se deshizo de los sicarios, una y otra vez.
Al tiempo, la pandilla aprendió a no meterse con el diablo más viejo.

Siempre respetó a las muchachas de los pasajes,
incluso salvó a dos o tres de algunos drogadictos.
Nunca consiguió trabajo fijo ni serio.
Solo robó cuando realmente necesitó hacerlo;
su arma siempre fue una pistola de juguete.

«Atonal Zacatón»,
le apodaban quienes no lo conocían para reírse y burlarse.
Él lo olvidaba pronto, siempre y cuando fumara porro toda la noche.

Su nombre para los más jóvenes
era el de una victoria segura en las “guerras de diciembre”.
Llegaba el fin de año donde él forjó su leyenda.
Victorias heroicas en las cuales ganó su penacho de gloria.
Gran ejemplo de valentía para los muchachos combatientes.
Cuántas veces no batalló por el honor del barrio…
Oh, Atonal, príncipe de los silbadores en plena guerra tronadora.
En el humo se internaba al calor del fuego enemigo.
Nosotros íbamos con chumpas, máscaras y cascos de motociclistas
disparando luces y cuetes,
él iba a la vanguardia lanzando morteros de mecha corta y silbadores
¡descamisado!


E íbamos todos en avanzada
en aquel caos de estallidos y duras explosiones,
haciendo retroceder al enemigo, ganando cuadras y pasajes.
El show de luces en la cúpula del cielo solo era la distracción perfecta.
Los gritos demenciales para intimidar a los cobardes
se escuchaban hasta las colonias aledañas.
“Morteros de ofensa y defensa”,
estrategia que no falla decía nuestro «Cacique»,
que era como también le llamábamos.

Atonal, el experimentado.
Tantas guerras ganadas cuentan las canciones:
En la «Comunidad Acajutla» ganó la batalla ¡con tan solo tres fulminantes!
En la «Colonia Tacuzcalco» avanzó siete cuadras con solo dos estrellitas
(una en cada mano)
y rescató a cuatro acorralados a quienes les habían salido sopladas las municiones.
En el barrio Candelaria dio riata a pura buscanigua.
En El Calvario se armó con candelas romanas de dos metros
y fue el azote de los contrarios,
y en San Jacinto puso fin a la guerra con su sonaja de 7 disparos y un remate,
muchas gallinitas explosivas y un arsenal de pólvora prohibida por la ley,
(pero todo este fuego le fue proporcionado por su amigo:
Pedro Pablo Castillo, de profesión cohetero).

Consiguió tantas veces el triunfo a gloria y honor por nuestro pasaje,
que su nombre era de por sí una llamarada temida para los suburbios colindantes.
Recordamos hoy su última batalla:
De pie, en medio de los volcancitos,
De pie, en medio de las metralletas,
impasible sagitario, sostiene el aire su mano;
y su mano, el silbador encendido.
Y gritando: «¡Tonathiú! ¡Tonathiú!
¡A la verga, hijos de puta!»
Lanza, el sin oficio, su proyectil
directo a quemar el estreno y la pierna de un tal Alvarado,
al que le decían «El Crazy Bryan»,
esbirro importante en la falange de los hostiles enemigos.
Los adversarios huyeron calles abajo, abatidos, asustados.

Horas después,
Atonal celebró el año nuevo bailando
con una prostituta de la que estaba muy enamorado,
y recibiendo, a granel, dulces ofrendas:
cervezas, cigarros y porros de marihuana.

*
Pero hace poco, en el temporal pasado,
cuando llovió con furia desbordada
y la crecida del río fue inevitable.
Cuando el agua entró con locura a las casas y a los mesones.
El corazón de Atonal
habló al oído del vago mientras este dormía tirado en su hamaca.
La voz de su corazón eran los gritos de horror de una anciana
¡y cómo no reconocerla!

Era la niña Tere,
la vecina que siempre lo culpó por fumón y holgazán,
la que insistió tantas veces que la policía se lo llevara.

El río la había atrapado en sus inmundos cristales,
la arrastraba por la calle y la llevaba hacia lo profundo con las suciedades de lo cotidiano,
con manos de asesino.

«Atonal contra el Acelhuate», así dirían mucho después
quienes se jactarían de conocer la historia.
Y el zacatón se tiró a las rabiosas aguas sin pensarlo.
Llegó con dificultad al cuerpecillo de la vieja desesperada
que apenas si se sostenía de un poste
mientras la corriente la tiraba por las piernas.

El río mascaba las fuerzas del gandul de barrio pobre.
Este sujetó a la señora de los hombros, y a contracorriente, logró sostenerla.
Lanzaron cuerdas, lanzaron gritos de nervios y angustias los vecinos.
Cálmese vieja pasmada. No se ajolote o comemos mierda,
le decía, sin el menor tacto, el burro bueno que no conocía palabra alguna de afecto.
Tomó una de las cuerdas, el barrio tiró desde el otro extremo,
y logró poner a salvo a la octogenaria en la puerta de la casa del colocho Jorge, el panadero.
Pero el río quería víctima esa tarde
y no se daría por vencido hasta llevarse un alma de aquella miserable calle.
Y el río artero,
el río tramposo, extendió una de sus muchas manos
y trajo un armatoste flotando con rápida furia en su corriente.
¿Un televisor? ¿Una cocina?
Era un destartalado refrigerador,
seguramente de una de esas casas que las aguas habían tomado por asalto.

Atonal,
que todavía tenía la cintura sumergida
y ayudaba a mantener a salvo a la abuela platinada
no vio venir la pesada chatarra, o si la vio ya fue demasiado tarde…

*
Este diciembre no se ganará la guerra de silbadores,
y se sentirán más apagadas las estrellitas en las manos de los niños
y se verán tan grises las luces chinas colgadas allá en el firmamento.

Atonal, el descamisado y calzoneta azul dominguera,
quedó en algún lugar (ironía de la muerte)
como un manojo de pólvora mojada.
Jamás encontraron su cuerpo.

Un grafiti a la entrada del barrio
recuerda su memoria en notable placazo bien trazado:
el del retrato es él, en apoteósica postura de ataque: sin camisa y melenudo,
a lanzar va la metralla.
Se le ve en su mano derecha una resplandeciente palometa;
y en la izquierda, un bienhechor tizón vengativo.

Aunque muchos vecinos, en el futuro,
dirán que esto solo es un cuento, una fantasía,
que Atonal realmente
nunca existió.

Vladimir Amaya

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