Toda poesía auténtica es en primer lugar la obra de un hombre,
traducción de su visión del mundo,
expresión de las fuerzas profundas que lo habitan.
Antoine Adam
Carlos Anchetta / Escritor
A un lado de la carretera que conduce a Quezaltepeque, cerca de ese municipio del departamento de La Libertad (el pueblo está a pocos metros) hay un desvío que al principio es plano, pero que poco a poco se va empinando hasta terminar en el pináculo del volcán de San Salvador, o en el cucurucho, como lo llaman algunos lugareños. Este volcán (que por una parte está lleno de miradores, restaurantes de la mejor carta y mansiones de empresarios; por la otra está lleno de casas de lámina y teja, o de bajareque, con niños caretos y perros pulgosos), en realidad se llama Quezaltepec, pero para términos comerciales y de propaganda turística solo se le conoce con el nombre de la capital. Allí, justo al inicio de ese desvío, hay un cantón o caserío llamado El valle del señor. No se sabe a ciencia cierta qué señor se apareció en el lugar para que fuera nombrado de esa manera, o si así era conocido el latifundista que poseía esas tierras, o si el mismísimo señor de los ejércitos se apareció un día para bendecir los árboles y la fauna.
Lo cierto es que lo que antaño era una tierra llena de vida silvestre y plantaciones de café con unos pocos habitantes que vivían casi en estado salvaje, ahora se ha convertido en cemento y asfalto, colonias e industrias que han cambiado el panorama para siempre. No hace falta ir muy lejos para notar el cambio. En el primer pasaje de la calle que conduce al volcán, justo en el lado izquierdo hay una colonia que se llama San Felipe. No hace mucho las calles de esta zona habitacional eran de polvo y graba donde se tenía la posibilidad de resbalar por lo suelto del terreno, pero ahora el gobierno municipal de turno tomó a bien asfaltarla con un material que casi ya no se usa: adoquín. Esta colonia no tiene nada de especial a otra de Quezaltepeque ni a ninguna de El Salvador, salvo que en ella tiene su hogar el mejor poeta vivo con que cuenta el país: Alfonso Quijada Urías (8 de noviembre de 1940), mejor conocido con el seudónimo de Kijadurías.
La casa del poe (como es conocido el autor de Lujuria tropical), no es difícil de encontrar entre la hilera de hogares que forman esta colonia. Siempre hay un vecino que la señala con el dedo o un niño que se ofrece a llevar al visitante con el hombre canoso que se aparece por el vecindario en los últimos meses del año huyendo del frío canadiense. Unas flores al otro lado del muro también dan señas de la casa, además de que una enredadera cubre todo el tapial. Hay dos puertas. Una sigue un camino por donde se rodea el patio hasta llegar al corredor. La otra se abre directo por el camino de una parte del jardín que lleva al corredor sin rodear el patio. A un extremo de este camino está, probablemente, la parte favorita del poeta, donde recibe a sus invitados. Es una ramada de hierro con techo de lámina que la rodean raíces incrustadas en la tapia. En derredor hay flores y algunas esculturas, pocos asientos (solo los necesarios según el número de visitantes), y lo mejor de todo: la frescura que abraza el lugar en medio de uno de los municipios más calurosos del país.
Bajo esta ramada de honda fresca no puede faltar el vino (una de las bebidas favoritas del poe); también bocadillos que consisten sobre todo en galletas saladas, maní y queso. Para los abstemios los anfitriones se encargan de servirles una deliciosa limonada con unas hojas de menta y una pisca de sal que la hacen única. En la mesa y los barandales no pueden faltar los libros. Desde ediciones raras y bien conservadas (verdaderos tesoros para los amantes de la lectura), hasta ediciones príncipes que se parecen más a unas muestras en papel de cartulina que los jóvenes le hacen llegar al poeta para que les dé su valoración. Pero lo que no puede faltar bajo esta ramada es una buena conversación, la risa y la jodarria. Los visitantes se sienten tentados a contar sus anécdotas o cualquier ocurrencia que termina siendo divertida. El anfitrión no se queda atrás. En el camino que pasa cerca de la ramada hay dos escalones antes de llegar al corredor. Aquí Alfonso cuenta que un visitante (nunca da el nombre) bajó los escalones al estilo Fidel Castro. O sea, se tropezó y cayó como un tronco sin meter ni las manos.
Otro día en ese mismo lugar se dio un episodio entre divertido y angustioso. Un conocido escritor salvadoreño llegó a la casa del poe junto con otros amigos. Regresaban de la presentación de un libro de Alfonso en la Casa del Escritor de los Planes de Renderos, y la comitiva decidió que era bueno celebrar. Se hacía de tarde y viendo que la reunión estaba muy animada, los anfitriones decidieron encargar unas pupusas para la cena. Antes los invitados habían dado cuenta de unas botellas de vino y muchas latas de cervezas que habían comprado en el camino. La cena discurrió con fraternidad y ocurrencias divertidas. Pasaban las horas y uno a uno los visitantes se fueron a sus casas. Solo quedaron el poeta y su esposa, el conocido escritor y dos hombres más. Después de unas copas de vino el poe preguntó si se les antojaba un estímulo distinto, a lo que el escritor y sus amigos respondieron afirmativamente. Alfonso se levantó y se internó en la casa. Un par de minutos después regresó con un pipa en sus manos. Le dio fuego a la yerba sagrada y pasó el instrumento a cada uno de los invitados.
Fueron por lo menos tres rondas que rápidamente conectaron los espíritus de los hombres con el cosmos. Siguió la plática con la misma camaradería. Las risas y las anécdotas afloraron con más entusiasmo, y todo hacía pensar que la velada tendría un buen colofón. Pero a los pocos minutos el conocido escritor empezó a contornearse en su asiento. Los ojos se le miraban desorbitados y perdió el habla. El poe lo vio preocupado y le preguntó si le pasaba algo. Pero el hombre apenas sabía de su existencia y a los pocos segundos comenzó a vomitar las pupusas, el vino, las cervezas y su alma. Le había dado la famosa pálida, y no pudo hacer más que vomitar.
El poe mantuvo la compostura y le pidió a su esposa, que estaba cerca con las dos manos en la boca, que por favor trajera una toalla. La señora llegó en dos segundos y el escritor recuperó la conciencia y la pena. Mientras las esposa del poe limpiaba, el conocido escritor no dejó un segundo se disculparse y pedir perdón. Alfonso, con su templanza habitual, le dijo que no se preocupara, que eso les pasaba a todos. El conocido escritor dijo que hacía mucho no probaba la yerba y que le había sentado mal con las pupusas, el vino y las cervezas. Se recuperó un poco la armonía pero ya nada fue lo mismo. A los pocos minutos el conocido escritor se marchó con sus amigos y no volvió a poner un pie en esa casa.
Son tantas las historias y anécdotas que se cuentan bajo esa ramada. Algunas veces el poe se atreve y habla de su niñez y juventud en Quezaltepeque. A falta de una biografía completa, lo que cuenta de su vida se da por sentado y ayuda a conocerlo más, puesto que es un hombre de pocas palabras y reacio a dar entrevistas. Después de que el Gobierno de El Salvador lo reconociera con el Premio Nacional de Cultura 2009, se ha conocido un poco más de su vida. Por ejemplo que sus padres, Isaura Mercedes Alvarenga y Jesús Quijada, eran de origen campesino que vivían en una casa del centro de Quezaltepeque donde él nació el 8 de diciembre de 1940. Afirma que fue una bendición conocer los dos mundos: el campo y la ciudad. Todavía hoy existe la finquita donde se internó en su niñez y juventud en busca del elixir sagrado. A este lugar, que está en el centro de lo que se conoce como El valle del señor, los lugareños lo conocen como la finca de los Quijada.
En una entrevista para la revista Séptimo Sentido de La Prensa Gráfica, publicada el 21 de febrero de 2010, Kijadurías cuenta que estudió en el Plan Básico y posteriormente en el Instituto José María Peralta Lagos. Allí, dice, tuvo la suerte de encontrar a una profesora de nombre Rosa Orellana que le vio madera de poeta y lo estimuló a continuar. Fue ella la que me leyó los primeros poemas. Ella me hizo sugerencias que luego seguí, cuenta en esa entrevista. Antes le había contado a Carlos Chávez, el periodista de La Prensa Gráfica, que siempre quiso ser escritor y que tenía una inclinación para la música. Le hubiese gustado aprender a tocar el piano, pero aprendió a tocar guitarra. Tener un piano era pertenecer a un estatus diferente. En un hogar campesino el instrumento más popular era la guitarra, así que aprendí a tocar guitarra a los ocho años. Comencé haciendo arreglos de canciones. Decía que era compositor hasta que en la adolescencia derivé en la poesía, le contó a Carlos Chávez.
Componer canciones, como ya se dijo, llevó al joven Kijadurías a escribir versos. Los primeros los publicó a los diecinueve años. Muestra de ello es una publicación que hizo el Diario de Hoy en una sección de literatura infantil que se llamaba El niño y su mundo. La edición estaba a cargo de Ricardo Martell Caminos, y salió el lunes 12 de septiembre de 1960. El poema se llama La toma y es el que sigue:
Niña glauca,
en ti me encuentro
silencioso y puro.
(Mi amor se inicia
en tus orillas
claras.)
Niña azul,
hermana de la brisa,
amiga de la estrella.
¿Quién puso tanta
luz
sobre tu espejo
puro?
Mirándote, yo soy
sonoro caracol en
tu sonrisa.
Así te amo, azul y
silenciosa.
Tan clara y matinal
como la aurora,
como una alondra de
luz de tu mirada.
El poema está fechado en Quezaltepeque, el 17 de mayo de 1960. Es decir, el mismo año de su publicación. En el texto se pueden notar dos cosas: un Kijadurías local, uno que no ha viajado, que no ha dejado el terruño y no ha tenido ningún exilio; lo otro que se nota es la influencia de Rubén Darío en sus versos primerizos. ¿Y a qué joven poeta no ha influenciado el bardo nicaragüense? Me atrevo a decir que a todos los de lengua castellana. Para terminar de comentar este poema, es de todos conocido que La toma es un balneario de Quezaltepeque, donde se dice que nace una de las aguas más puras de todo El Salvador. Después el poe, que en ese momento estaba lejos de ser conocido de esa manera, se encontró con jóvenes poetas que moldearon su voz y sus costumbres creativas. Estos eran Eduardo Sancho, Mauricio Marquina, Ricardo Lindo, Roberto Angulo, y todos los miembros del grupo Piedra y siglo, con quienes se siente más identificado a nivel generacional que con la llamada Generación comprometida donde a veces se le ubica.
Gracias a esos poetas conoció a Ítalo López Vallecillos y pudo trabajar en la Editorial Universitaria. Su poesía cambió. Se oscureció o se clarificó, según desde el punto que se vea. Empezó a experimentar, a ser más sensorial e intuitivo, a veces surrealista, algo que no iba en concordancia con la mayoría de poetas de finales de los sesenta y principio de los setenta que buscaban un estilo más político y panfletario. En una plática con el escritor Jorge Ávalos que se publicó en la revista La Zebra el 1 de junio de 2016 y que se llamó Alfonso Kijadurías: El mayor reto es el silencio, el poe le confiesa que por su forma de escribir fue marginado de los círculos literarios. Por mi temperamento y por mi estilo de escribir me convertí en un escritor marginado. Yo no escribo para el pueblo porque vengo del pueblo, soy del campo y lo llevo dentro, sentenció.
A pesar de la marginación y exclusión de algunos grupos literarios, Kijadurías había dejado su terruño y había llegado a la capital para quedarse y ser parte de los movimientos artísticos que se estaban gestando. Por esos días se había casado con Marta Celia, una mujer un poco mayor que él y madre soltera que daba clases en el Plan Básico. Al otro lado de esa escuela aún existe una cancha polvosa que utilizaban los estudiantes para hacer sus prácticas de Educación física. Se le conoce como El desierto, y sigue acogiendo a estudiantes y equipos de fútbol amateurs que organizan torneos los fines de semana. A este lugar llegaba el joven Kijadurías para ver jugar softbol a la mujer que sería su esposa y su compañera toda la vida. El flechazo fue instantáneo y decidieron caminar juntos a pesar de una pequeña oposición de la sociedad conservadora de esa época.
Las primeras dificultades como pareja fueron sorteadas y al poco tiempo el poe conoció al grupo de escritores que lo contactó con Ítalo López Vallecillos, quien dirigía la Editorial Universitaria. Empezó a trabajar como corrector y su vida dio un giro radical. Este hecho fue importante para sus ambiciones literarias, ya que López Vallecillos no solo le permitió publicar sus primeros poemas en la revista Universidad, que era de tamaño tabloide. Esto fue el principio de una actividad afiebrada que lo llevó a posicionarse como uno de los poetas más prometedores de su generación, llegando a cosechar comentarios elogiosos de escritores de la talla de Roque Dalton y Roberto Armijo. Este periodo duró aproximadamente diez años, desde 1962 hasta 1972, cuando el poe decide dejar todo atrás y emigra hacia Estados Unidos.
Si se mira bien, estos diez años de productividad literaria inició cuando en 1962 compartió el segundo lugar con David Escobar Galindo en el Certamen Cultural de la Asociación de Estudiantes de Humanidades de la Universidad de El Salvador. En los años que siguieron fue favorecido con varios Juegos Florales Nacionales: Zacatecoluca (1963), Usulután (1965) y Nueva San Salvador (1966). En 1967 ganó el segundo lugar de los prestigiosos Juegos Florales de Quetzaltenango (Guatemala), que le dieron nombre y reconocimiento. Pero los laureles no quedaron allí. En 1969 y 1970 logró menciones honorificas del Premio Casa de las Américas, con los libros Sagradas escrituras y El otro infierno. Un año después ganó la primera Bienal de Poesía Latinoamericana realizada en Panamá. Sucedieron sus primeras publicaciones formales y cuando todo indicaba que seguiría en la senda de más laureles nacionales e internacionales, se da la ruptura en 1972 cuando parte a Estados Unidos y calla su actividad.
Antes el joven Kijadurías se hizo de amigos fieles. Uno de ellos fue Ricardo Aguilar, pintor y poeta que ha compartido más de una aventura con el poe, algo que él llama “inquietudes esotéricas”. Se conocieron a finales de los sesenta y juntos visitaron la finca Siete Joyas propiedad de Mirian Interiano, que estaba en San Vicente, que era cede de una comunidad de artistas esotéricos que experimentaban con LSD, hongos y marihuana. Con Alfonso visitamos los infiernos y salimos quemados, cuenta Ricardo Aguilar. Juntos también emprendieron un largo viaje al sur del continente. Llegaron a Cusco y vivieron allí una temporada. De esa experiencia Aguilar dice que puede salir una gran novela.
Por esa época se hicieron amigos de Salarrué y Claudia Lars. Ella los inició en la teosofía y los metió en la logia de Ayutuxtepeque. Entre los miembros de esa logia sobresalía la imponente figura de Salarrué. Del autor de Cuentos de Barro el poe habla con admiración y respeto. Dice que era un hombre muy guapo pero callado, con una elegancia distinta al hombre salvadoreño. Cuenta que un día se quedaron solos en una sala y como Salarrué era de pocas palabras y él era otro mudo, no se dijeron ni pío. Éramos dos mudos frente a frente, recuerda con una sonrisa. Con Ricardo Aguilar se siguieron encontrando a lo largo del camino. Se encontraron exiliados en México y Nicaragua, justo cuando Aguilar salía y Kijadurías entraba en la cárcel de Palo Alto por sospechoso e indocumentado.
Las emociones de la vida continuaron y llegó la etapa de la guerra y Kijadurías, que ya era un hombre maduro, se organizó. En la entrevista que le hizo Carlos Chávez para la revista Séptimo Sentido, el poe cuenta que desde joven siempre fue díscolo. Como toda mi generación, estuve envuelto en el clima político. Fui parte activa. Recibí amenazas como todo el mundo que andaba así, caí mal, dijo. Cuando le tocó organizarse lo hizo en la Resistencia Nacional, donde se le delegó más de una actividad. Su vinculación con la RN lo llevó a La Habana, Cuba.
Me mandaron a Cuba y uno tenía que obedecer, contó Kijadurías la noche del jueves 15 de noviembre de 2012 cuando presentó su libro Fragmentos del azar (Colección Revueltas, 2012), que en ese momento era un adelanto de un libro más ambicioso que había trabajado más de treinta años que tiene por título Todos los rumores del mundo (Editorial Flor de Barro, 2015). Esa noche en el Centro Cultural de España de San Salvador lo acompañaban sus amigos entrañables: Ricardo Aguilar, Miguel Huezo Mixco y Jorge Dalton, el hijo cineasta del autor de Un libro levemente odioso con quien Kijadurías tuvo una gran amistad.
Fue con este último que el poe rememoró sus estancias en Cuba y Nicaragua, cuando coincidieron en el proceso político de los grupos insurgentes. Yo conocí a Alfonso en una Habana aún esplendorosa, pero no recuerdo en qué calle, dijo esa noche Jorge Dalton; una intervención que se conoció gracias a la publicación de una reseña que hizo el periodista Élmer L. Menjívar del periódico El Faro el 19 de noviembre de 2012. A los pocos segundos Kijadurías le recordó a Dalton donde se conocieron. Le voy a recordar a Jorge donde nos conocimos: en casa de Víctor Casáus, poeta y gran amigo. Ahí llegaba Silvio Rodríguez algunas noches, también Rogelio Nogueras, un poeta experimental que murió muy joven. Eran unas veladas muy divertidas, terminó de recordar el poe.
De los recuerdos de La Habana pasaron a los días en que Dalton y Kijadurías coincidieron en Managua. La revolución de Kijadurías me gustó mucho más, recordó el hijo de Roque. Él entonces vivía en una casa de seguridad que estaba a cargo de Miguel Huezo Mixco, que velaba porque se mantuviera el orden y la disciplina. No se les permitía alcohol, drogas ni hacer fiestas. Tenían que mantener la seriedad de un revolucionario. Una noche después de un evento, no sé cómo, terminamos en la casa donde vivía Alfonso, y ahí había traguito, había roncitos y otras cosas, terminó de contar esa noche Jorge Dalton. Con eso quería dejar claro por qué la revolución de Kijadurías le gustaba más. Huezo Mixco no se quedó callado y le replicó a Dalton: Quiero aclarar que Jorge tuvo mucha suerte, esa casa de seguridad donde vivíamos tenía la fama de ser la más indisciplinada. Mis jefes la miraban con desconfianza, dijo para zanjar la polémica de aquellos días con los jóvenes que se habían unido a la empresa revolucionaria.
Antes de las experiencias de La Habana, Managua y el Cusco, donde Kijadurías volvió a activarse a la vida literaria y revolucionaria, tuvo un largo periodo de silencio cuando migró a Estados Unidos en 1972. En la entrevista de la revista Séptimo Sentido contó que fue un inmigrante más y que hizo trabajos normales. He sido jardinero en Estados Unidos. Aprendí a levantar paredes de presión en la construcción de viviendas. Embalé cajas de manzanas. Fui a cortar manzanas. Trapié y barrí en hoteles. Hice los trabajos que los salvadoreños hacemos, como un salvadoreño más, recordó. Dijo que salir del país le hizo bien, fue de gran provecho. Vivir fuera de El Salvador ha sido una experiencia muy rica. Desde que me fui, he respirado nuevo olores, nuevos matices en el lenguaje, nuevas maneras de ser, diferentes maneras de estar en una fiesta, de compartir. (…) Para mí, que no fui a la universidad, lo fue, terminó de decir sobre los recuerdos de aquellos años.
En esa charla también recordó su silencio literario. Contó que dejó de publicar pero no de escribir. En Estados Unidos escribí sobre emigrantes, sobre los salvatruchos, como nos llaman en San Francisco a los salvadoreños, dijo. Aprendió inglés y eso aumentó sus horizontes y pudo leer a poetas clásicos en su idioma: Whitman, Eliot y Carlos Williams. Siempre he vivido oculto por el gozo mismo de ocultarme. Del mismo modo que el poeta se encierra para escribir su obra por el puro placer de escribirla, dijo casi al final de la charla con Carlos Chávez. Esto fue en referencia a aquellos que lo tildan de huraño, solitario y pesimista con el mundo cultural de El Salvador donde lo quisieran tener en cada tertulia que se hace cuando vuelve de Canadá.
Se acabaron varios periodos, entre ellos la guerra, los exilios, y llegó la firma de los Acuerdos de Paz, la reconstrucción, la reconciliación, una parte de la historia que se le llama postguerra. Es en este periodo que la figura de Alfonso Kijadurías se reivindica. No solo como poeta e intelectual, sino humana. Aquel escritor de culto que era conocido en pequeños círculos con algunos libros que habían sobrevivido a incendios, invasiones y a la censura, ahora se exaltaba con publicaciones de CONCULTURA que lo dieron a conocer para el gran público. Su obra empezó a estudiarse, y a pesar de que no se editó todo lo que había escrito a lo largo de muchos años, sí vieron la luz muchos títulos que lo pusieron en lo más alto de la literatura nacional, junto a nombres clásicos e imprescindibles de las letras salvadoreñas. Este periodo de bonanza editorial alcanzó su pináculo y consagración en el año 2009 cuando el Gobierno de El Salvador le otorgó el Premio Nacional de Cultura.
A veces los premios y reconocimientos están llenos de polémicas y críticas, pero esta vez no fue el caso, y cuando se conoció que el galardonado era el poe, la intelectualidad salvadoreña lo aceptó de forma unánime. Simplemente no había mejor candidato, dijo más de uno. Kijadurías, sin embargo, dijo que el premio se dio en un momento oportuno y en unas condiciones idóneas. Se refería al cambio de gobierno que ese año fue de un partido de izquierda con Mauricio Funes como gran esperanza. Una figura que también terminó decepcionando al poe.
La noche de la entrega del premio no se vislumbraba lo que pasaría en la vida política años después. Era un ambiente ameno y alegre, lleno de vitalidad y esperanza que había causado hacía pocos meses la elección de Funes. Kijadurías, dueño y maestro de la palabra, dio un discurso soberbio en el manejo de la lengua castellana, sin descuidar su rasgo más característico que ha elegido a lo largo del tiempo: humildad. Después de saludar a la mesa de honor y a los invitados, dijo en su discurso:
Todo aquel que ha sido merecedor de la gracia, el agradecido, sino tiene la soberbia como escudo, da las gracias. Eso es precisamente lo que yo manifiesto con estas palabras, que espero puedan a través de ellas descubrir cada uno de ustedes la mezcla de temor, reverencia, y asombro que me invade. He aceptado para la poesía el reconocimiento que aquí se le rinde, ya que la poesía no recibe honores a menudo, sobre todo en esta época donde la disociación entre la obra poética y la actividad de una sociedad sometida a las servidumbres materiales pareciera ir, como nunca antes, en aumento. Ya se trate del sabio o del poeta, lo que aquí se honra es la imaginación. La poesía siempre ha sido el poder y la renovación que desplaza los límites. El amor es su patria, la insumisión su ley, y su lugar está siempre en la anticipación. La poesía nada espera sin embargo de las ventajas del momento. Atada a su propio destino y libre de toda ideología, se reconoce igual a la vida misma, que nada tiene que justificar de sí misma.
Desde esa noche Kijadurías mostraba cierta aprensión con el nuevo gobierno, y lo dijo con estas palabras:
Nuestro país necesita con urgencia ser reinventado. Las últimas elecciones, las primeras en que la oposición encabezada por el presidente Mauricio Funes ganó las elecciones, demostraron a la comunidad internacional de que en nuestro país había triunfado la razón y la imaginación, de que dejábamos atrás la matonería y la machocracia, y que había nacido por fin de nuevo la esperanza, el optimismo. Quiero seguir creyendo en ello, sin importar a mi lista de calificativos la de ingenuo, al fin y al cabo sin la ingenuidad, hermana gemela de la inocencia, la poesía y la utopía serían imposibles.
Dejó clara su postura con el nuevo gobierno, también sus temores y esperanzas que lo embargaban. Pero ese día era un homenaje a él y a la poesía, como lo reiteró en muchas ocasiones. Al final de su intervención dijo:
El poeta, el escritor, es además de testigo y parte de su tiempo, el guardián de las palabras. Cuando las palabras pierden su significado, debido a los usos desmesurados que de ella hace la demagogia y el mercantilismo, la obligación del poeta, del escritor, es renovarlas, reinventarlas, devolverles su valor, ese valor que por fortuna nada tiene que ver con el dinero. La palabra es la más ligera de las cosas y lleva en sí todas las cosas. La acción es un lugar, un instante, la palabra es todos los lugares, todo el tiempo. La verdadera poesía no ha sido ni será la claridad ni la evidencia, sino todo lo contrario, la que se adentra en la oscuridad del mundo.
Hace dos días que regresé de Vancouver, Canadá, al llegar a mi vieja casa de Quezaltepeque, era de noche, una tormenta tropical me dio la bienvenida. Luego que pasó caminé hacia el centro del patio, en donde tuve la suerte de descubrir entre las piedras, guiado por su croar a un pequeño sapo, sobre el cual antes de dormir escribí este pequeño poema, que espero les devuelva el risueño resplandor de la poesía.
EL SAPO
Refugiado entre las piedras
He descubierto un sapo, un ojo cerrado
El otro abierto, mirándome.
Es Dios, lo sé.
Dios que me habla.
Con un ojo abierto, el otro cerrado.
Cuando Dios habla a los humanos
No le gusta que escuchen su voz,
Tampoco que lo entiendan
Porque ese es un problema para quienes
Como yo,
Pretenden entenderlo todo sin entender nada.
Fue un bello cierre para el discurso. No podía ser menos en Alfonso Kijadurías, que para ese momento ya tenía un dominio absoluto del lenguaje y la palabra. Las publicaciones y reconocimientos siguieron llegando en los años siguientes. Consiguió el retiro social que le dio el gobierno canadiense, lo que le permite volver con regularidad a su terruño donde escribe poesía y narrativa. Y donde también se dedica a pintar, otras de sus pasiones más encomiadas. El lugar de acción sigue siendo el mismo: Quezaltepeque, a un costado del centro del Valle del Señor.
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LEER
Kijadurías: el poeta de todos los tiempos
«La venganza del cerdo», cuentos de Alfonso Kijadurías
Correspondencia entre Alfonso Kijadurías y Ricardo Aguilar