Bukele y el sendero de la deformación

Bukele y Juan Orlando Hernández

Tejada Carbajal, en este artículo, coteja la realidad política de Honduras y El Salvador, y encuentra similitudes en los derroteros de Nayib Bukele y Juan Orlando Hernández. ¿Cuáles son las coincidiencias y diferencias entre ambos presidentes centroamericanos?


Erick Tejada Carbajal  | Escritor, ingeniero químico y columnista hondureño | @TejadaCarbajal


Es imposible no pensar en la legendaria frase de Marx plasmada al inicio de su obra el 18 brumario de Luis Bonaparte: «La Historia se repite dos veces, la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa». Sí, una miserable farsa parece que son las excusas de Nayib Bukele para tratar de justificar un acto a todas luces autoritario y dictatorial. Es imposible también —para los hondureños— no retrotraernos a la madrugada del 12 de diciembre del 2012, cuando Juan Orlando Hernández (JOH) inició alevosamente su periplo en el desmantelamiento del famélico estado de derecho hondureño y en terminar de enterrar la minúscula institucionalidad catracha al destituir a cuatro de los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Honduras.  

Después del golpe de Estado de junio del 2009, perpetrado por la burguesía criolla y las fuerzas armadas con la bendición de Washington, la derecha hondureña se planteó la necesidad de encontrar un «hombre fuerte» que en nombre de la lucha contra la delincuencia y el crimen organizado «le pusiera orden al país» y, de esa forma, remilitarizara la nación de manera tal de contrarrestar represivamente a la resistencia popular contra el golpe de Estado, que a pesar de toda la charada democrática, seguía aún muy latente en el imaginario colectivo nacional. Juan Orlando Hernández es hijo de esa necesidad. Surge a la palestra en el 2010 cuando Porfirio Lobo Sosa lo unge para ser presidente del Congreso Nacional, dominado ampliamente por el Partido Nacional debido a su arrollador triunfo en las elecciones espurias de noviembre del 2009, realizadas con el apoyo de Estados Unidos en medio de la barbarie castrense y sin la participación de los sectores sociales en contra de la asonada golpista. Como presidente del Congreso Nacional y con mayoría absoluta, el naciente Orlandismo, comenzó a tallar y esculpir el marco legal que sería bastión fundamental en la consolidación de la dictadura Nacionalista y del ascenso de Hernández como hombre fuerte del proyecto de restauración conservadora de la élite local. 

El 18 de noviembre del 2012 se llevaron acabo elecciones internas en las principales fuerzas políticas de Honduras. En el Partido Nacional —el oficialista— hubo una fuerte pugna entre Juan Orlando Hernández y Ricardo Álvarez —exedil de Tegucigalpa— por hacerse de la candidatura presidencial oficialista. En el resultado oficial del Tribunal Supremo Electoral, JOH aparecía como vitorioso, sin embargo, Álvarez siguió alegando que había sido víctima de fraude y que lo que correspondía era un recuento voto por voto en cada ánfora a nivel nacional. Al final, era la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Honduras la que tendría que dirimir el asunto, cuyos magistrados —según varios analistas políticos— respondían a los intereses de grupos económicos que respaldaban la candidatura de Álvarez. Días antes, dicha Sala había emitido un fallo con el que declaraban la inconstitucionalidad de las pruebas de confianza a las que fueron sometidos los policías como parte del proceso de depuración de la institución. Dicho proceso de depuración policial era clave en la agenda de Juan Orlando Hernández y fue un revés momentáneo para él. Por lo antes expuesto, la noche del 12 de diciembre del 2012, JOH y sus diputados hicieron una jugada temeraria pero que resultaría muy efectiva, descabezar a la Sala de lo Constitucional y así allanar su camino hacia el solio Presidencial y la cooptación de la institucionalidad hondureña.

Es obvio que JOH y Bukele son distintos, que «las historias» de nuestros países a pesar de ser vecinos son diferentes y con amplias circunstancias particulares para cada nación. En Honduras, el narcotráfico se apropió de un proyecto político encaminado restaurar el viejo orden represivo y conservador y así desarticular cualquier amenaza que pudo representar el Frente de Resistencia Popular o cualquier proyecto alternativo que oliera a izquierda. En El Salvador, Bukele surgió de un partido de izquierda e implosiona el sistema bipardista combinando una imagen fresca, un discurso lacónico y sencillo —pero disruptivo— e innovando con estrategias comunicacionales efectivas. Sin embargo, ambos comparten algo: ese talante autoritario que se centra en la idea que la gente necesita que les digan qué hacer, de que somos o muy ignorantes o muy infantiles como para que se le encargue a la sociedad los asuntos de Estado. JOH y Bukele nos dicen el Estado soy yo, esta es mi hacienda y aquí se hace lo que yo digo. No solo evidentemente atentaron contra los principios elementales de la democracia liberal que ambos dicen defender, sino que —en el caso de Honduras— se terminó de forjar un espeluznante adefesio político, patético aspirante a tiranillo tropical como lo es JOH. La concentración de poder en la figura de Juan Orlando Hernández derivó en sistemáticas violaciones a los derechos humanos, a la carta magna y en un envilecimiento de la esfera pública y del debate político interno.

El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente decía Lord Acton. No se puede comparar la casi nula popularidad de Hernández o la negativa percepción de la sociedad hondureña de su gestión pública con la de Nayib Bukele, empero, el rompimiento de condiciones mínimas civilizatorias para la dinámica de una sociedad deriva muchas veces en el envilecimiento de los cimientos de dicha sociedad. Parece que Bukele se enfila en esa línea de deformación.  

Uno de los grandes triunfos culturales del capitalismo tardío y la posmodernidad occidental fue mutilar la idea de lo colectivo y lo público en favor del individuo como sujeto histórico; por ende, el sistema nos ha vendido la idea de que necesitamos a «hombres o mujeres fuertes» que dirijan los Estados. Lo que Zygmunt Bauman esbozó brillantemente en su librazo Vida de consumo, es hoy más latente que nunca: los ejércitos de pasivos consumidores necesitan un tipo «fuerte» que les guíe, un super individuo que asuma por todos, las funciones de lo colectivo, mientras el consumidor individualizado y despolitizado espera el nuevo estreno en Netflix.

Este asunto se acentúa más en nuestras sociedades centroamericanas, con bajos niveles de escolaridad, pobreza generalizada y precaria presencia del Estado en materia de salud y educación. Los altos niveles de aceptación popular de Nayib son incuestionables, ahora, ¿tiene derecho alguien que goza de buen respaldo de la gente y con el control de gran parte de la institucionalidad, a concentrar todo el ejercicio del poder en su figura? ¿Son los Bukelistas los «buenos» y los que lo adversan los «malos»? La sola dicotomía es ridícula e infantil y esperemos que buena parte del pueblo salvadoreño que hoy aplaude la destitución de los magistrados, no se arrepienta en los próximos años cuando su caudillo impoluto se haya deformado en una patética versión de lo que hoy atisba a proyectar.

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