Prestar un libro es un acto de fe. ¿Alguna vez lo hizo y jamás se lo devolvieron? Prestarlo supone, incluso si el ejemplar no ‘regresa’, tender una especie de comunión entre las partes. Y sobre ello nos cuenta José Manuel García en esta columna sobre la maravilla de compartir la experiencia de la lectura, aun en la tragedia
José Manuel García | Productor audiovisual y narrador
«¿Vos sabes lo que es un lumen?», me preguntó el muchacho que cambiaba la llanta de mi viejo Datsun 210. «No —le dije—, no sé qué es». Desde esa pregunta a la fecha ya han pasado más de veinte años. En aquel momento la vida era más sencilla y los fines de semana eran para joder con los amigos.
Don Edmundo, dueño del changarrito donde solía arreglar las llantas del carro, nos miró con gesto de reprobación. «¡Apenas se puede creer que ninguno de los dos lo sepa! ¡Como que nunca han agarrado un libro!» —nos dijo—. Después entró al galpón, que hacía las veces de oficina, y salió con un hermoso diccionario Larousse de pasta dura. Se sentó en un rimero de llantas usadas y comenzó a leernos el significado de la palabra lumen.
Me fue difícil conciliar la imagen de don Edmundo —hombre maduro, hecho para el trabajo fuerte, curtido por el sol y sin instrucción académica— con la del que nos leía el diccionario con pasión de catedrático.
«Mire —le dije—, ¿por qué tiene este diccionario en la llantería?». La pregunta me valió para saber tres cosas: que don Edmundo solo había estudiado hasta segundo grado; que había terminado de aprender a leer bien casi a los treinta y cinco años y que gustaba de recitarle poesía a una novia a la que no terminaba de pedirle matrimonio. Pero lo que realmente llamó mi atención fue la enorme pasión que sentía por Gabriel García Márquez. El Gabo lo volvía loco. Tenía varios libros del colombiano envueltos en bolsas plásticas para evitar que se dañaran. Y cuando no entendía una palabra la buscaba en su Larousse, que había comprado en una librería de las buenas, como decía él.
Ese día salí del taller con la llanta parchada y un ejemplar de Crónica de una muerte anunciada que don Edmundo me prestó a condición de que le prestara Del amor y otros demonios, que recién había terminado de leer. Al día siguiente se lo pasé dejando y comenzamos un largo intercambio de libros.
Si bien el negocio de don Edmundo no me quedaba tan en el camino, muchas fueron las veces que me desvíe con gusto para devolverle, o para pasarle dejando, libros al negocio. Pero, cosa curiosa, aunque siempre nos devolvíamos los libros, nunca le regresé el primero que me prestó. El ejemplar de Crónica de una muerte anunciada se había «pegado a la librera», lo que se convirtió en una broma recurrente. Cada vez que pasaba por allí, le pitaba dos veces y lo veía por el retrovisor devolviéndome el saludo mientras me gritaba «¡¿Y mi libro?!».
Una tarde de diciembre pasé por la calle de don Edmundo. Cosa extraña: había un alto tráfico inusual. A vuelta de rueda, me di cuenta de que un camión de volteo cargado de grava había perdido los frenos y se había ido a estrellar contra un paredón de tierra. Era a un desastre. Había piedras tiradas por toda la calle, el camión destartalado todavía echaba humo y el viento movía las hojas rotas de un viejo ejemplar de Doce cuentos peregrinos que estaba sobre un promontorio de grava. Era el libro que ese día don Edmundo leía sentado bajo la sombra del paredón.
Hace poco pase por esa calle. Y podría jurar por todas las putas tristes del Gabo que alguien me gritó «¡¿Y mi libro?!». Me dolió no ver a nadie por el retrovisor.