En El Escarabajo presentamos en exclusiva una crónica de Marta Sandoval, de su libro ¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar un conejo?, reseñado por Vania Vargas en esta columna
Crónica de Marta Sandoval *
——
En la Sierra de las Minas nunca se firmó la paz. Allí un grupo de 82 guerrilleros sigue sin ser desmovilizado, viviendo en los campamentos creados en los años sesenta. Aunque ya tienen claro que es época de paz, no dudan en volver a pelear si hace falta. Heridos, olvidados y empobrecidos, pasan los días recordando los tiempos –para ellos gloriosos– en que empuñaron un fusil.
Un ruido seco sobresaltó a Rosario. Dormía en un catre de lona cuando el sonido rebotó contra un árbol cercano. Con los ojos todavía medio cerrados buscó bajo la cama. Las uñas largas de sus dedos rozaron la tierra seca, tropezaron con una piedra hasta dar con el metal frío y pesado.
Al sujetar el arma una descarga de energía se coló por todo su cuerpo. Se asomó con cuidado.
El coro de grillos se detuvo un instante, como si quisieran darle unos segundos de silencio para que advirtiera los pasos del enemigo. No escuchó nada. Se alejó más del campamento y alcanzó a ver una grieta que atravesaba en vertical el tronco de un árbol. Rosario pensó en un cuchillo rasgando la piel de un brazo y se estremeció. El cielo se iluminó sobre ella y unos instantes después un sonido igual al que le sacó del sueño azotó sus oídos. Era un trueno. Ningún ataque. Los extraños días de paz seguían su curso.
Rosario volvió a la cama con una duda aguijoneándole los nervios: ¿será verdad que se firmó la paz?, cada día había más señales de que aquel chisme que les llegó a lo alto de la sierra tenía fundamentos. Sus demás compañeros, los 82 guerrilleros agazapados en la selva, se debatían entre la incertidumbre y el miedo. Aquellos días de silencio bien podían ser una treta del enemigo, la estrategia del perro que se hace el dormido hasta que el gato le roza la cola en el lomo. El Ejército podría estar haciéndose el dormido.
«Es verdad, estamos en paz», decían algunos de los combatientes. Entre ellos Mateo Tzul, que el 29 de diciembre de 1997 bajó a la capital, se coló entre los miles de pobladores que se extendían por todo el Parque Central. Había fiesta y música y la gente gritaba paz por todas partes.
«Fui vestido de civil», recuerda Mateo, tratando de hilvanar las palabras en un español oxidado, «yo creía que era una trampa para agarrarnos y por eso no le dije a nadie que yo era guerrillero».
Pero a la Sierra de las Minas no llegó la fiesta. Lo único que les visitó fue un rumor fuerte de que la guerra había acabado, pero sin instrucciones de sus superiores nada de lo que se dijera tenía sentido.
Luis Botzoc, el comandante, decidió buscar explicaciones. Llegó a la capital pocos días después de que el país entero celebrara la paz. Aún había rescoldos de la celebración y en el aire un ambiente de esperanza, que iría acabando con el paso de los días. Luis llegó a la Fundación Guillermo Toriello, la encargada de desmovilizar a los excombatientes de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Se presentó con una lista ajada de nombres q’eqchi’s: su tropa. Pero una secretaria, que él solo recuerda como compañera María, le bajó las ilusiones de un golpe: «Ya se cerró el plazo de desmovilización», le dijo, «los desmovilizados ya están cabales».
Cuando regresó Luis Botzoc no sabía qué decir a sus compañeros, cómo explicar que había llegado tarde a un evento que marcaría el futuro de su gente. «Habrá que esperar que nos vengan a buscar, no creo que se hayan olvidado de nosotros», les dijo.
Donde no llegó la paz
La paz no llegó al Polochic, a la Sierra de las Minas. Y es que llegar no es fácil. Después de Playa Dorada, Izabal, hay que recorrer un camino agujereado que conduce a las puertas de la finca Indesa. Los terrenos tapiados de palma africana se extienden por kilómetros interminables, más de dos horas en las que el paisaje está acaparado por palmeras gordas y altas, perfectamente alineadas, que forman túneles cuyo final es difícil divisar. Dos ríos transparentes atraviesan la carretera de terracería polvorienta. Serán dos horas para llegar a Sepur Zarco, la pequeña comunidad que sobrevive a las faldas de la Sierra de las Minas y luego una media hora más para subir a los campamentos donde viven los exguerrilleros.
Río Imposible, Tres Arroyos, Las Pacayas, campamentos fundados por César Montes y Turcios Lima hace al menos 40 años, son ahora las comunidades de los rebeldes que nunca se legalizaron. Para llegar desde la capital, se necesitan por lo menos seis horas. Siempre y cuando el camino no esté tapado por viejos carretones de metal que recolectan los frutos de la palma africana. Los hombres, morenos de sol, clavan con fuerza una lanza de metal en el centro de esa especie de piñas gigantes que produce la palmera. Después, con un gesto que les desencaja el rostro, levantan la carga y la lanzan al carretón. Habrá que tener paciencia para continuar la ruta.
Y luego se les encontrará, con sus camisas rojas que exhiben la imagen de Turcios Lima y sus miles de historias de guerra contadas en q’eqchi’. De los 82, menos de la mitad habla español y menos de diez saben leer y escribir.
Nueve años esperando a Godot
En un claro de la montaña un matorral de pacaya impedía el paso. El sitio estaba lo suficientemente lejos de la carretera, era cultivable, y un río pasaba cerca. César Montes y su pelotón quitaron la maleza y levantaron un campamento que nombraron «Las Pacayas». Ahora, 40 años más tarde Las Pacayas es una aldea que alberga a los combatientes que se quedaron esperando instrucciones. Instrucciones que no llegaron nunca. «No creo que se hayan olvidado de nosotros», les dijo Luis Botzoc, y desde entonces no se habló del tema. Esperar, como los personajes de Beckett esperaban a Godot.
Así que tuvieron que improvisar, seguir la vida, la inercia de aquel sitio selvático salpicado de monjas blancas. Rosario se enamoró de uno de sus compañeros y tuvieron diez hijos. Es una de las tantas y numerosas familias que se crearon entre los rebeldes. Así empezó la comunidad.
«Yo entré en la guerrilla para salvar mi vida», cuenta Rosario, una mujer chaparrita, de un cabello negro intenso y un rostro salpicado de pecas, «mis papás me dejaron con ellos cuando tenía 12 años», dice mostrando sus dientes alineados, uno de ellos adornado por una diminuta estrella dorada, otro enmarcado con tres líneas de oro. Rosario vivía en Sepur Zarco, cuando llegó el Ejército y quemó su casa. Dentro quedó su hermanito menor, ahogado por el humo. La madre gritaba, corría, intentaba sacar al niño, pero lo único que consiguió fue un cuerpo calcinado. Los padres decidieron entonces emigrar a Petén, huir de la muerte, pero no podían llevar a la niña. Así que la entregaron a los guerrilleros y les pidieron que hicieran de ella una mujer de bien, que le enseñaran a defenderse. Cuando a Rosario le dieron un arma su cuerpo famélico apenas podía levantarla. Y allí creció.
Su rostro no se conmueve, ni sus ojos se humedecen cuando recuerda a sus padres; sus facciones duras y su semblante serio la hacen ver como una mujer fuerte, quizá demasiado.
Pero cambian de golpe cuando se acerca un niño descalzo a ovillarse entre sus piernas.
Cesario protegido del sol por una gorra de un equipo español de fútbol, se apresura a conseguir leña y vigilar las siembras que les sirven de alimento. «Aquí se da muy bien el ayote», cuenta, «también el frijol y el maíz», las compañeras están reunidas en la cocina preparando un caldo de gallina que será el almuerzo. Dos muchachas jóvenes vuelven con recipientes plásticos cargados de maíz.
Rosario tiene la frente mapeada por finas líneas de sudor que revientan en gotas gordas. El sol es intenso, se sopla el pecho con la playera roja y el rostro de Turcios Lima se estira. «Si hay que volver a pelear, peleamos», dice y los demás mueven la cabeza en señal de acuerdo. Están listos. Lo han hecho antes. Y aunque algunos están viejos y heridos, sus hijos jóvenes y fuertes han aprendido todo lo que se necesita para la guerra.
Doce años después de que se firmara la paz, los 82 guerrilleros siguen viviendo juntos, en los mismos campamentos que fueran antes el blanco del Ejército. Semi clandestinos, alejados, empobrecidos y heridos. Nunca nadie llegó por ellos. Nunca nadie les pidió que entregaran las armas. La música de Alux Nahual gritando alto al fuego no logró subir a la sierra.
En 2004, Luis Botzoc y su compañera Manuela decidieron partir. Fueron a El Estor y allí Luis, con su enorme simpatía y su vocación de líder, logró hacerse con el puesto de vicealcalde. El año siguiente César Montes visitó la zona y se encontró con Botzoc.
—Yo soy de los que nunca se desmovilizaron. Le contó Luis a Montes, como de paso, sin prestarle mayor atención.
—¿Qué? ¿nunca se desmovilizaron? César Montes arrugó el semblante y abrió los ojos lo más que pudo. Tuvo que escuchar dos veces la misma frase para cerciorarse que estaba oyendo bien. Ochenta y dos guerrilleros seguían en la montaña, esperando instrucciones nueve años después de que se firmara la paz. No esperó para ir a buscarlos y los encontró, formados en pelotones y dispuestos a pelear si era necesario.
«Dejaron a 82 guerrilleros zampados en la montaña. Ya se había acabado la guerra y ellos seguían allí con armas, porque nadie nunca se las fue a pedir», dice Montes indignado. Y como ellos no tuvieron firma de la paz, ni ceremonia, ni nada, César Montes decidió dárselas. Los llevó a todos a la capital, para la mayoría era la primera vez que veían el Palacio Nacional. Cada uno colocó una rosa en el Monumento a la Paz. Desde ese día decidieron llamarse la Guerrilla de la Paz y nombrar a César Montes su comandante. Y volvieron a la montaña. Siguen viviendo fuera de la ley, no solo porque nunca entregaron armas, sino también porque habitan un área protegida por el Conap.
La guerrilla que no existe
En septiembre de 2005, la Fundación Toriello emitió un comunicado: «No hay margen posible para que contingentes de excombatientes de la URNG no fueran localizados, identificados e incluidos en el proceso de incorporación. Por lo tanto, carece de todo fundamento la información y propaganda de que, nueve años después de la Firma de la Paz, aparezcan guerrilleros organizados en estructuras militares y con armamento. Consideramos que esta información es toda una manipulación interesada, muy irresponsable y con intenciones protagónicas de su promotor».
Hoy, después de haber realizado una investigación, reconocen que no carecía de fundamento aquella información. Sí son guerrilleros, y sí se quedaron fuera de la paz. «Unos compañeros de Cobán dieron información sobre un grupo de combatientes que fue a la Sierra de las Minas a reclutar gente, a formar un grupo allí. También hemos hablado con pobladores del lugar que confirmaron que existió un grupo guerrillero en esa zona. Pero no tenemos más información que esa», confiesa Jorge Macías, encargado de la desmovilización en la Fundación Toriello. «Si no los tomamos en cuenta fue porque no sabíamos que existían», dice, «no fue por negarlos o esconderlos, es que no los conocíamos», agrega.
«La pena que le dio a la URNG fue que los fueran a acusar de haber escondido armas y tener una guerrilla sin desmovilizar», relata Montes. «Y además tenían miedo de que les quitaran recursos económicos. La Fundación Toriello por no perder dinero que les daban a ellos de cooperación internacional los negaron. ¡Habrase visto mezquindad más grande!», exclama colérico Montes. Macías insiste en que no fue ninguna mezquindad, simplemente un fallo de información.
La URNG desmovilizó a 2 mil 959 guerrilleros y entregó 1,824 armas, es decir ni siquiera una por combatiente. Lo que generó sospecha. «Ellos dejaron armas escondidas, eso es definitivo», dice el general Quilo Ayuso, el entonces presidente de la Asociación de veteranos militares de Guatemala (Avemilgua). Que un grupo de hombres armados siguiera en la montaña, no solo era un escándalo para las fuerzas rebeldes, hacía también tambalear los Acuerdos de Paz.
Pero los excombatientes de la Guerrilla de la Paz aseguran que ya no tienen las armas. ¿Qué pasó con el armamento? Macías, exguerrillero, sobrino de César Montes, guarda silencio unos minutos, después baja la mirada y dice: «No lo sé. Dónde están esas armas es algo que no sé».
Los excombatientes aseguran que cuando los días de paz se fueron haciendo tan comunes y los ataques de esporádicos pasaron a inexistentes, decidieron armar un buzón para guardarlas.
Construyeron un tapesco con paja, y con cuatro horcones levantaron una especie de montaña que se camuflaba con la hierba silvestre. Dentro quedaron apelmazados todos los fusiles y municiones. Pero pasó el tiempo y el huracán Mitch arrebató el buzón y le llevó las armas quién sabe quién. No las volvieron a ver. Cuando Montes llegó al lugar donde estaba el armamento, no encontró más que un fusil cuya cacha había sido devorada por el comején y un revólver con un carrusel oxidado. Nada servía.
Sin tierra
«¿Raá cuanquin?» grita un hombre de cabello escaso y dientes desordenados. «Raá cuanquin» repiten los demás provocando un eco que llega hasta los últimos combatientes apostados en el patio trasero de una casa. Uno a uno se van acercando, algunos se arremangan las camisas, otros se quitan los zapatos y hay quienes se las ingenian para subir hasta la cadera la manga del pantalón. Han preguntado en q’ueqchi’ quienes fueron heridos durante la guerra, y no han sido pocos los que han contestado. Un desfile de laceraciones se adivina interminable. Un hombre con el codo hundido, producto de una esquirla de granada, un pie atravesado por un disparo, una pierna que muestra en relieve una línea vertical, una oreja que esconde una cicatriz y una espalda que todavía alberga una bala, son parte de la exhibición. La guerra no dejó invicto prácticamente a ninguno de los 82 guerrilleros.
Son sus pruebas indelebles de haber participado en el conflicto, son quizá, lo único que los acredita como combatientes. Porque no tienen nada más. Son las cicatrices y los recuerdos lo único que les ha quedado. Cuando se firmó la paz, la URNG le entregó a cada uno de los desmovilizados un carné, que le devolvía un lugar en la legalidad y que además le ayudaba a acceder a programas de reinserción. Cada uno recibió Q10 mil en ayuda para un proyecto de negocio. Hubo quién inauguró una cafetería, otro una tienda y algunos sus propios negocios de carpintería. Otro grupo de 284 familias fue instalado en tres enormes fincas que compró —aunque aún no terminan de pagarlas— la Fundación Toriello.
Además, recibieron consultas médicas y odontológicas. Pero los 82 guerrilleros de la Sierra de las Minas no recibieron nada. Su vida es igual a la de antes de la guerra, con una única diferencia: están heridos y perdieron ya su juventud.
Las casas improvisadas con ramas, troncos y tablas húmedas dominan el paisaje. Para llegar a la escuela más cercana hace falta caminar cerca de una hora, y la tierra no da tantos alimentos como necesitarían. La misma pobreza que les empujó a la guerra los está devorando ahora. Lo peor de todo es que el terreno que les da de comer es ilegal. No son dueños del suelo que pisan y nunca lo serán: es una zona protegida por el Conap, uno de los sitios de mayor biodiversidad del país. ¿Pero a dónde pueden ir? César Montes busca la respuesta a través de su Fundación Turcios Lima. Ellos mismos encontraron ya el sitio de sus sueños, una finca cercana que les venden por Q9 millones. Conseguirlos, claro está, es complicado.
Mientras tanto la vida sigue. En paz. Cuando pronuncian la palabra parece que no acabaran de creerla, es como si la hubieran aprendido de memoria. «El comandante César Montes dice que la paz es firme y duradera», repiten, pero luego endurecen los gestos y juran pelear si les llaman de vuelta.
¿Quién ganó la guerra?, ante la pregunta Cesario hace un puchero que arruga su barbilla afilada y vuelve sus dos labios gruesos una sola masa. «Pues… nosotros», dice por fin, luego echa un vistazo a la casa armada con frágiles cañas y un techo de paja por el que se filtra la lluvia. La puerta endeble y delgada, deja ver una mesa de madera huérfana de sillas. Cesario parece meditar su respuesta y sus palabras empiezan a temblar cuando intentan salir de nuevo por su boca: «Noso… bueno por lo menos no estamos todos muertos».
——
* Publicada el 18 de octubre de 2009, en elPeriódico de Guatemala y, en 2019, en el libro de crónicas titulado ¿Cuántos soldados se necesitan para enterrar un conejo?, Linotipo editorial.
MARTA SANDOVAL (Guatemala, 1981). Desde niña le gustó escribir. Creció en una casa llena de libros, y, como era una pequeña un poco solitaria, aprendió a encontrar en los libros sus mejores amigos. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación, por la Universidad Rafael Landívar; máster en periodismo, por la Autónoma de Madrid y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Pontificia de Salamanca. Ha trabajado en periodismo y redacción desde 2002. Tiene seis libros publicados, entre crónicas, biografías y cuentos infantiles. Además, es profesora en la Universidad del Valle de Guatemala y en la UNIS.