//

Elisa Díaz Castelo (México)

Poesía de Elisa Díaz Castelo
  • Del libro Principia (Premio de Poesía «Alonso Vidal», 2017)

Credo

Creo en los aviones, en las hormigas rojas,
en la azotea de los vecinos y en su ropa interior
que los domingos se mece, empapada,
de un hilo. Creo en los tinacos corpulentos,
negros, en el sol que los cala y en el agua
que no veo pero imagino, quieta, oscura,
calentándose.
Creo en lo que miro
en la ventana, en el vidrio
aunque sea transparente.
Creo que respiro porque en él pulsa
un puño de vapor. Creo
en la termodinámica, en los hombres
que se quedan a dormir y amanecen
tibios como piedras que han tomado el sol
toda la noche. Creo en los condones.
Creo en la geografía móvil de las sábanas
y en la piel que ocultan. Creo en los huesos
sólo porque a Santi se le rompió el húmero
y lo miré en su arrebato blanco, astillado
por el aire y la vista como un pez
fuera del agua. Creo en el dolor
ajeno. Creo en lo que no puedo
compartir. Creo en lo que no puedo
imaginar ni entiendo. En la distancia
entre la Tierra y el Sol o la edad del universo.
Creo en lo que no puedo ver:
creo en los exnovios,
en los microbios y en las microondas.
Creo firmemente
en los elementos de la tabla periódica,
con sus nombres de santos,
Cadmio, Estroncio, Galio,
en su peso y en el número exacto de sus electrones.
Creo en las estrellas porque insisten en constelarse
aunque quizá estén muertas.
Creo en el azar todopoderoso, en las cosas
que pasan por ninguna razón, a santo y seña.
Creo en la aspiradora descompuesta,
en las grietas de la pared, en la entropía
que lenta nos acaba. Creo
en la vida aprisionada de la célula,
en sus membranas, núcleos y organelos.
Creo porque la he visto en diagramas,
planeta deforme partido en dos
con sus pequeñas vísceras expuestas.
Creo en las arrugas y en los antioxidantes.
Creo en la muerte a regañadientes,
sólo porque no vuelven los perdidos,
sólo porque se me han adelantado.
Creo en lo invisible, en lo diminuto,
en lo lejano. Creo en lo que me han dicho
aunque no sepa conocerlo. Creo
en las cuatro dimensiones, ¿o eran cinco?
Creí fervientemente en el átomo indivisible;
ahora creo que puede
romperse y creo en electrones y protones,
en neutrones imparciales y hasta en quarks.
Creo, porque hay pruebas
(que nunca llegaré a entender),
en cosas tan improbables e ilógicas
como la existencia de Dios.

Apocalipsis

No creo en el Apocalipsis, pero ya casi no veo pájaros. Se habrán hecho ceniza. No creo en el Apocalipsis, pero la Tierra terminará de mala manera: crecerá el Sol moribundo hasta alcanzarla. Hipertrofiado, más luminoso que nunca, devorará uno a uno los planetas. Quizá se adelantó y está pasando. Hace tanto calor que se evaporan los edificios, las paredes terminan hechas aire. Se volatilizan las palabras, duran poco las sílabas. Vivimos el mal gris, la media muerte. Mi abuela con la suya hizo lo mismo, la regaló a la flama y se volvió cenizas. Duró poco su corazón, su sangre roja. Se evaporaron sus ojos. Lo que toca el fuego pronto se convierte.  

De pequeña me gustaba atravesar la flama de una vela con el dedo. No me dolía. Mi abuela me encontró y ordenó que la apagara. Pero al final le dio su cuerpo. Al final todos quedarán hechos polvo. Se expandirá el Sol embravecido, nos lamerá con sus mil lenguas. Cuando llegue a la Tierra, nosotros estaremos muertos. Pero no importa. Nuestro planeta no podrá huir: su órbita es demasiado constante. Estará atado a su cercanía. Así acabó mi abuela a mis espaldas: en un cuarto de acero y luego era de polvo. Caeremos en el cuerpo furioso del Sol, se acabarán los miércoles, seremos sólo una forma de consumirnos. Como siempre. Me asomo por la ventana, el Sol se desdibuja. Vivo el color rojo. Entonces no habrá colores, sólo luz.

Apogeo de sombra

Y el tema del último planeta,
            desterrado
al frío de la noche
            en algún sitio de octubre.
El hilo del que pendía
cortado sin arrepentimiento.
Se borró de cuadernos y sistemas,
lo desaprendimos con esmero,
como ha de suceder con tantas cosas.
Cuando me lo dijo, estábamos en la oficina.
   La lluvia suavizaba su voz
en esta ciudad de estrellas apagadas.
Los planetas, sabía teóricamente, son estables:
sus luces son constantes y finísimas.
Me gustaban por eso.
   Pero, después, saber con qué facilidad
se puede prescindir. Los objetos, los nombres,
ceden sus amarras fantasmas sin agobio.
Un pájaro se resguardó de la lluvia
en la oficina.
La pequeña bestia cantaba,
 revoloteando su voz tan tibia.
Dijimos
que lo liberaríamos,
pero lo olvidamos.
   El lunes ahí estaba,
helado,
un puño de alas oscuras.
Después de ese día,
no hablamos más.
En algún sitio de mi cuerpo,
 se engendró una nueva oscuridad,
un hemisferio de pérdida bajo la piel.
Qué confusión,
 permanecer y cesar,
caminar las mismas calles
y volverse invisible.
Miraba, desde el otro lado, la ventana.
   Recorría mi trayecto errático de sombra,
los días que compartimos:
aulas iluminadas, distantes
ecos de otra luz.
   Encendía sus palabras entre mis labios,
esquirlas abrasadas,
 parpadeantes.

  • Del libro El reino de lo no lineal (Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, 2020)

III

El mundo es un establo de muertos. Una flota de ataúdes bajo tierra. En las noches, remontan sus pasados, recuerdan de sus vidas caducas número y entrecalles. Nuestros muertos entran a casa sin premura, con llaves propias. Prenden cada hornilla de la estufa. Abren la puerta del refrigerador, se le sientan enfrente y, bañados por su luz fría, discuten con él en su idioma de gerundios mecánicos. Se cepillan los dientes con nuestros cepillos. Juegan a probarse nuestra ropa, se burlan de nuestros calcetines disparejos. Yo también, recién entrada y sin tocarlos, vi que tenían hambre, yo también, y sin tocarlos, quise gritar sus nombres, vi que habían dejado sus uñas de alejados centímetros en sus ataúdes y quise decirles yo también y quise yo, recién entrada, afilar mi rostro con la luz de sus voces. Yo, siendo quien soy, quien habla y desde dónde. Pero no hicieron caso. Respondieron apenas a mi cuerpo, como si fuera el recuerdo de sus vivos atravesándolos con un escalofrío invertebrado. Sentada en las orillas, los vi con bocas abiertas realizar el simulacro del llanto sin lágrimas. En realidad no están tristes; no les alcanza el cuerpo para tanto. La oscuridad les pesa como tierra mojada. Domesticados como mascotas insomnes, miran los semáforos de las calles vacías y tratan de recordar el nombre de los colores. Yo, recién entrada, quise olvidar para quedar tan trun ca como ellos, pero en mis labios rojo, verde, amarillo, como quien come flores. Los desintegra el olvido de los vivos: cada facción olvidada se borra de sus rostros, se oscurece. Yo quise tomarlos de las manos, pero ellos se negaron a entrelazar sus dedos con los míos y supe que tampoco ahí pertenecía. Quise reconocer su celo, pero ellos nunca. Supe entonces que ni siquiera ahí, que yo tampoco, yo, recién entrada. Al salir de vuelta a la vida me pregunto: ¿se cansan los muertos de tanto aguantar la respiración? El suyo es un mundo submarino y sus movimientos son leves como de medusas que apenas creen en su cuerpo y se miran a través de sí mismas.

VI

Me morí una noche empedrada de insomnio.
Llovía. En las ventanas sonaban
los huesos diminutos de las gotas. La noche
en su rellano, amasada
como un pan de centeno y no es posible
huir ni defenderse: estamos dormidos
y las suculentas encienden sus átomos de hambre púrpura
en la sala de estar. Ahí, tan hondo, llega la muerte,
su espesor y sus casualidades: era justo
la noche de nuestro aniversario,
mi esposa a mi lado lo celebraba
con la lírica obtusa de sus ronquidos y llega la muerte
a despertarme con su gesto de amante insólita,
a propiciar su trío de irremediable celo, con su voz
que graniza sus graznidos. No hace falta ofrecerle
ni un vaso de leche. Mi esposa dormía como una muerta.
Y ella, la otra, trenzaba sus casualidades,
removía con la lengua
los dientes en su boca, su piel era una yegua hosca,
su corazón, muñón espabilado, golpeaba en su pecho.
Morir es obsceno.
El cuerpo solitario se sucede.
Y olvidé todo aquello que me hacía:
el año en que nací, la vergüenza de soñarme sin pantalones,
la forma de mis uñas, la vajilla de porcelana blanca
que mi madre enterró bajo la higuera
como los huesos de un ancestro.
Quiero decir que sé lo que es morir:
una sequía que rompe la tierra con su puño.
Es lo opuesto a morder una manzana.
La muerte es mi nombre desdentado.
Es similar a tronarse los nudillos.
Digo lo que es morir pero mis palabras
no dejan que el silencio las secunde.

X

Ayer por fi n dejé de suicidarme.
Heiner Müller


Quise morir. Es cierto. Estaba exhausta
de tanto despertar a contracuerpo y en mi piel
siempre la mitad de la noche.
No había lugar en mi vida
para nada que no fuera la muerte.
Todo era demasiado y me dolía
el más mínimo acorde, el color rojo.
Quise morir, aunque mi cuerpo
no quisiera, quise, a pesar de la sangre
que insiste en recorrerme, a pesar
del crecimiento de mis uñas
y considerando, incluso, que el cuerpo
respira por sí solo cada noche.
Mi nombre hacía agua, sabía a tierra.
Y hay en la vida ese qué será de mampostería
y mamparas, de escenario vacío
que culmina en su ausencia.
Me dolía la saliva de mis niños,
sus noches de cuatro horas,
su procenio. Su llanto que rompe anaranjado
como soles que sangran y coagulan.
Son las veinticuatro horas abiertas,
sus corredores encendidos,
es la moneda inestable del afecto,
el reciclaje de la ternura.
Es saber que estamos regresando
hacia ningún lugar y no volvemos
a encontrarnos con los que ya se han ido.

ELISA DÍAZ CASTELO (Ciudad de México, 1986). Ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, 2020, por El reino de lo no lineal; del Premio Nacional de Poesía «Alonso Vidal» (2017), por Principia; y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria (2019), por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York (2013-2015). Ganó primer lugar en el premio Poetry International (2016); el segundo lugar del premio Literal Latté (2015); y quedó entre los semifinalistas del premio Tupelo Quarterly (2016). Poemas suyos aparecen en Letras Libres, Nexos, Hispamérica, La Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Este País, y Periódico de Poesía, entre otros periódicos y revistas. Su obra ha sido incluida en la  antología de poetas jóvenes españoles y mexicanos Fuego de dos fraguas; en la antología Voces Nuevas (2017), de la Editorial Torremozas; y en la antología Liberoamérica (España). Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA (2015-2016, 2018-2019) y de la Fundación Para las Letras Mexicanas (2016-2017, 2017-2018). En 2018 fue seleccionada como una de las dos poetas jóvenes de América Latina invitadas al Festival Internacional de Poesía que se celebra en Trois Rivières.

Volver a La poesía derramada: poetas contemporáneos de Hispanoamérica.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.