Un hombre decide buscar a los culpables de la muerte de su esposa. En la travesía no distingue si lo transcurrido es real o es parte de su delirio. En el cuento, tres perspectivas relatan lo ocurrido
Francisca Alfaro | Educadora y poeta
Sofía
Lo he visto levantarse tantas veces de madrugada. Lo he seguido hasta el final de la calle, ahí donde está el almendro que sembró su padre cuando él tenía cinco años. Supe de su sonambulismo desde que éramos novios, mas nunca imaginé que llegaría a extremos de tomar objetos, una maleta y salir con sigilo hasta el árbol que está en la entrada de la casa. Intentó colgar a Sultán un domingo. Escuché el llanto de mi querido perro. Le dijo que no lo iba a perdonar por haberle mordido. Sultán es mi perro desde que tenía siete años. Sé que poco tiempo estará conmigo pues ya es viejo. El año pasado debido a su ceguera no se fijó que yo bajaba las escaleras y sin querer se enredó entre mis piernas. Pasé varios días en el hospital después que perdiera un embarazo gemelar. La verdad es que yo no quería ser madre todavía. Él se enojó hasta el delirio pues tenía una extraña obsesión por ser padre. Le dije que solo tenemos 22 años, que nos falta mucho por preparar antes de recibir a un hijo o dos. Yo me recuperé muy rápido. Otro día Sultán nos alertó de la intromisión de tres hombres en el patio trasero de la casa. Ladraba y cuando Él salió para verlos ellos intentaban quitar el balcón metálico para entrar por la ventana. Corrió hacia donde yo estaba con una escoba para atacar a quien fuera y me dijo que llamara a la policía. Llamé y quedaron en venir. Los hombres se alertaron por la luz de la sala y Sultán, que es un pastor alemán, los terminó de desanimar. Se devolvieron por el muro de piedra que colinda con los sembradíos de mis vecinos. La policía llegó e inspeccionó el lugar y tomó nota del relato. Yo estuve en casa de mis padres el siguiente día. Él dijo que haría la cita con una colega para que nos recibiera y poder iniciar terapia por lo ocurrido con los gemelos. Pasaron los meses y no supimos más de la investigación. Sultán estaba enfermo. Él escribe mucho en su diario. Un día revisó el mío y comenzó a preguntar insistentemente si yo lo amaba. Decía que yo no le he amado. Que yo estoy arrepentida de haberme casado con él. La colega nos dijo que debíamos organizar nuevas experiencias. Yo comencé a meditar y pintar. Me encantan los tonos verdes, negros, azules y café. Era como navegar. Pinto ríos, selvas, cocodrilos y pájaros exóticos. Estoy aburrida de su depresión y sus celos. Dice que seguramente me veo a escondidas con alguien cuando él sale. Por eso odia a Sultán.
Héctor
La noche intempestiva sacudía los árboles. El auto avanzaba por aquella carretera, como si un impulso infernal lo atrajera hacia algún faro. La oscuridad lo llenaba casi todo. Ella me acompañaba. Cerraba sus ojos momentáneamente. Un ruido de llantas que perdían la dirección y ruidos de torrentes sobre laderas acompañaban la fría velada.
—¿Crees que despierte?
—No. Sería imposible.
El carro seguía su curso kilómetro tras kilómetro. Me dijo que le atormentaban las sombras que parecían moverse y desaparecían con algún batir de hojas de un árbol ebrio de lluvia.
Una canción por fin logró escucharse en aquel tropel de ruidos sordos.
Because nothing lasts forever, And we both know hearts can change, And it’s hard to hold a candle, In the cold November rain…
En un abrir y cerrar de ojos un animal acaba de chocarnos.
—¿Eso fue un venado, o qué fue?
Detuve el auto. Ella fue la primera en bajar.
—No veo nada, dijo. Giró levemente y volvió la mirada hacia mí. Yo permanecía estupefacto.
Detrás de ella, erguido se encontraba un hombre con la cara de un perro. Yo observaba. Sofía volvió sobre su espalda y lo miró cara a cara. Era igual de grande que ella. Vestía una ropa extraña, como la que llevan los pacientes de un hospital mental. Su cuerpo era delgado, casi esquelético, marcado por quemaduras en los brazos. Su ropa parecía no haber sido removida en meses. Miraba a Sofía con asombro, con la mirada de un perro adolorido. Su cabeza era muy grande, cubierta de un pelaje negro. Todo el rostro era exactamente el de un perro. La espalda se mostraba recta. No hubo respuesta por parte de Sofía. Bajé del auto. Me acerqué a ella. En ese momento el perro humano comenzó a moverse en dirección a la parte trasera del automóvil. Ambos observábamos sin movernos. Cuando estaba en la parte trasera se subió sobre el auto y comenzó a aullar fuertemente. Tras un minuto de aquella situación, un aullido lejano se dejó escuchar.
—Deberíamos subir al auto y marcharnos lo más rápido, dije, lo más suave que pude.
El hombre perro bajó del auto dando saltitos. Se colocó nuevamente frente a nosotros. Esta vez nos gruñía, dejando entrever sus colmillos y una espesa baba que salía de su hocico.
Tomé a Sofía fuertemente del brazo y la empujé hacia el auto. Tomé el cuchillo que aún guardaba en el baúl. Un cuerpo yacía en el baúl. El perro aún mostraba sus fauces. Sofía había encendido el vehículo.
Me dirigí hacia la puerta del copiloto. Llevaba conmigo un enorme cuchillo de cocina cubierto de sangre. El hombre perro comenzó a aullar de nuevo. Cuando subí al auto Sofía arrancó y en un impulso frenético atropelló a la bestia. El automóvil avanzó por la carretera, llevando el baúl abierto.
La música había cesado. Sofía gritaba y maldecía enfurecida. Intenté calmarla, le explicaba que era inevitable. Ella lloraba. Una hora de camino había transcurrido hasta que noté las luces de otro carro cerca de nosotros. Sofía aceleró la marcha y logró desviarse por una calle secundaria que nos llevó a una gasolinera.
Panóptico
Cuando llegaron era la una de la madrugada. Dos hombres hacían guardia. Héctor bajó para cerrar el baúl. Miró en el baúl, ya no estaba el cuerpo que traían antes de su encuentro con la bestia. Sintió escalofríos. Fue hacia delante para decir a Sofía. Ella tampoco estaba. Preguntó a los dependientes y ambos dijeron no haber visto a ninguna mujer. Él se sentó por un momento. Revisó muy bien el auto. No estaba el cuchillo. Se sentía atribulado. Cargó de gasolina y subió nuevamente. No sabía si esperar a que fuese de día y que Sofía apareciera o marcharse. Se quedó dormido en el auto. Cuando despertó estaba aún en la gasolinera. Ya eran las siete de la mañana. Salió para preguntar nuevamente a los dependientes si habían visto a alguna mujer merodeando cerca de su auto. El dependiente le dijo que sí. Que una mujer se había acercado a las tres de la madrugada y había dicho que necesitaba ayuda para llevar a su esposo herido y ellos la habrían auxiliado llevándola hasta el pueblo.
Por la descripción pensó que se trataba de Sofía. Tomó el auto y retornó hacia la carretera. Cuando se acercaba al pueblo empezó a sentir que las piernas se le habían dormido. También sintió que le costaba respirar. Se miró en el espejo y vio que las pupilas estaban muy amplias. Se detuvo y se percibió muy agitado. Decidió bajar del auto. El pueblo estaba a dos kilómetros. Cuando bajó del auto, en medio de los árboles más apartados del camino se podía escuchar el ruido de hombres que reían, mientras alguien se quejaba. Con precaución se acercó y vio a un grupo de cinco hombres, extrañamente vestidos. Hombres exactamente iguales a la bestia de la noche anterior. Uno de ellos sostenía de los brazos a Sofía y otro copulaba con ella. Los otros dos reían con el espectáculo. Él no pudo hacer más, sus piernas perdían movimiento. Su lengua se retorcía. Se desplomó sobre el piso.
Tres días después, los pobladores hallaron el cuerpo de un hombre desconocido. Según el informe de medicina legal habría muerto a causa de un infarto. El vehículo estaba varado en la carretera. El hallazgo fue aún más terrible, pues al revisar el auto encontraron el cuerpo de un perro, apuñalado muchas veces. Una nota sobre esa noche incluía el testimonio de los dependientes de la gasolinera quienes aseguraban también que habían visto a una mujer.
Los familiares del hombre afirmaron que tenía problemas mentales desde que su esposa Sofía había sido asesinada hacía un año atrás. Que había salido de casa con la idea de hallar a los culpables. Tenía problemas del corazón y de la mente, habría dicho su mamá.

FRANCISCA ALFARO. (El Salvador, 1984) Escritora salvadoreña. Es profesora de Lenguaje y Literatura y licenciada en Letras por la Universidad de El Salvador (UES), Diplomada en Teatro (2006), Maestra de Estudios de la Cultura Centroamericana de la misma casa de estudios. Estudiante del Doctorado en Educación de la Universidad Don Bosco. Fue miembro fundadora del Círculo de la Rosa Negra y el Colectivo Literario Delira Cigarra. Colaboró como guionista literaria del manga 15 segundos (2014). Autora del libro Crujir de pájaros (Editorial del Gabo, 2015) y Conversaciones anormales (Editorial La Chifurnia, 2017). Ganadora del segundo lugar en el Certamen Poético Universitario «Tu mundo en versos» (2008), de los Juegos Florales de Zacatecoluca 2014 con el poemario «Ficción del amor», del primer lugar del certamen Santa Tecla Activa con «Inventario de la sombra», ganadora en el Certamen «La Flauta de los Pétalos» (Centro de Estudios de Género de la UES, 2016) y ganadora en cuento en el Certamen de Literatura de la Primera Infancia «Maura Echeverría» (2017). Ha publicado en: Tzuntekwani (2016), Subterránea palabra (THC, 2015), Poeta soy (MINEDUCYT, 2019). entre otras antologías. En 2020 publicó Cartón para un monólogo con Editorial Índice Libertario. En 2022 publicó el poemario Indómito (Editorial La Chifurnia) y participó con en la antología La paz no se logra solo con el deseo. En 20224 publicó Canción de los viajeros en el contexto del Festival de poesía de los Confines. Actualmente es docente de nivel superior y consultora independiente en proyectos educativos.