El altar parricida

En Revista El Escarabajo nos complacemos en compartir este material del narrador y editor salvadoreño Mauricio Orellana Suárez. Orellana es cuentista, ensayista, novelista, fundador de la editorial independiente Los Sin Pisto y ganador del Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo en 2011. La colección de la que forma parte este cuento le hizo acreedor del título Gran Maestre de Cuento otorgado por el Ministerio de Cultura de El Salvador en 2022

Mauricio Orellana Suárez / Escritor y editor salvadoreño

Despierto de un salto, abrumado por una sofocante sensación de querer encontrar alguna cosa. Agitado, trato de recordar, pero hay algo que se está disolviendo casi delante de la pantalla de mi memoria, como arena de mar que antes formó un objeto, una entidad, y que vuelve a ser solo playa. Casi es una pared de oscuridades que no puedo sobrepasar ni saltar. Algo se perdió en esa mar del otro lado, sin posibilidad de rescatarlo o de reconstruirlo, para tratar de entender qué es lo que resulta tan agobiante de todo eso. Sé que dejé existiendo a alguien ahí, y ahora no está. Persiste solo esa sensación de querer encontrar algo. Pienso que quizá ese sueño, o algo dentro de ese sueño. Pero pensándolo mejor, es algo más: lo otro no existe ya, y ahí no puede haber asidero de nada, así que debe ser algo más. Algo que olvidé, quizá ayer. O algo que debo hacer. ¿Qué debo hacer? ¿Qué día es? Tardo un poco. Es viernes, y por supuesto, debo ir a trabajar. Tengo turno a las doce en Telus. Eso me da un par de horas antes de salir.

Por la hora, ya no hay nadie más en casa. Mi madre y mi hermana salen de acá a las seis. Mi madre va hasta San Tecla, a cuidar a una ricachona enferma.

(—No le digás así. Que si no fuera por ella…

—¿Si no fuera por su enfermedad? ¡Qué buena es la enfermedad con nosotros!

—¡No te zampo una trompada porque…).

…A cuidar a una señora que se encuentra delicada de salud. Y mi hermana al instituto, acá cerca. La gata no está, porque se nos murió hace unos días, recuerdo. Estaba bien la noche anterior. Comió bien, jugué un rato con ella. Amaneció echadita donde siempre dormía; pero rígida, como si fuese un peluche. La enterramos casi de inmediato, en el patiecito de atrás. Mi hermana le puso unas flores encima y lloró. Era una gata abandonada. Siete meses pasó con nosotros.

(—El corazón de la casa

—¿Creés que fue feliz?

—Lo fue).

…Por lo que no es a ella a la que quiero encontrar.

Me levanto, escojo la ropa y la tiendo sobre la cama. Antes de bañarme, bajaré a desayunoalmorzar: hacer el brunch, le llaman los ricachones.

(—no les digás así, que si no fuera por ellos…).

—¿Por su enfermedad de riqueza? Sin ellos estaríamos muy bien, gracias).

… Y luego de comer, me ducho, me visto, y a coger el microbús: justo como ayer, recuerdo. Pero lo que recuerdo es que ayer me dejó el microbús. O lo dejé ir, mejor dicho. Me quedé parado y lo dejé ir. Era el único en la parada a esa hora. El cobrador del micro me apuró varias veces. Se emputó.

(—¿¡Para qué hacés parada, bicho pendejo?!).

…Y se fue.

Recuerdo que me dio mucha risa haberlo dejado pasar.

¿Pero qué digo? Si ayer fui a trabajar. Salí, caminé a la parada, llegó el micro y me subí. Fue un día cansado. ¿O eso fue antier?

Qué importa. Debo ir a desayunoalmorzar. Es lo malo de entrar a las doce. Hacés el turno de corrido y no queda tiempo de comer algo sino hasta el break. Y luego a seguir hasta salir a las ocho treinta, por suerte ya cuando el tráfico está bajo. Los compañeros también dicen brunch. Pero eso es porque somos bilingües: decimos todo lo que podemos en inglés. Pero yo no digo brunch, me encabrona esa palabrita. Los oigo decirla y me parecen tan cringe.

Me asomo al patio y veo que han cambiado las flores sobre la tumbita de la gata. Pobre Malú. Me la imagino echadita bajo la tierra, envuelta en su mantita blanca. El corazón de la casa. Las flores están lindas. Yo las escogí cuando regresé ayer de la parada, se las robé a los vecinos luego de que dejara pasar el microbús. Vine, quité y boté las viejas que ya estaban podridas y se las puse a la Malú, que cuando se fue, ni se enteró quizás que había muerto. Sí, están más lindas que las anteriores.

Pero lo pienso bien y yo no pude ponerlas, yo ayer tomé ese microbús y me fui a trabajar. Debió ser antier. Y debió ser mi hermana. Pero sé que no, porque lo recuerdo muy bien. Recuerdo cuando las vi. Recuerdo el sol calentando, recuerdo cuando las corté, cuando entré, cuando boté las otras y les puse estas que están más lindas. Solo que no pudo ser ayer.

Ahora me vuelve esa sensación de querer encontrar algo. ¿Qué es? Me fastidia. Seguro es algo que debo llevar al trabajo. ¿Galletas para el break? No lo creo, es algo más. 

Pero lo mejor es ponerme a hacer el desayuno.

Me hago unos huevos y caliento frijoles, como ayer. También pongo a tostar un par de tortillas. Por eso esto no es un brunch, porque no hay mucho donde escoger. Se supone que debería comer frutas, panquecitos y pan francés, se supone que debería de haber alguna mermelada y mantequilla para untar. Lo que yo hago es un desayuno tardío, triste y silvestre, ¿por qué le habría de decir brunch?

Ayer comí lo mismo pero no comí lo mismo. En realidad, después de poner las flores sobre la tumbita de la Malú, después de dejar pasar el microbús, me dio hueva hacerme el desayuno y me fui caminando a la panadería de por acá. Me pedí un desayuno típico completo, con platanitos y crema, pan francés y un trozo de baguette, mermelada y mantequilla, además del café con refill que ya llevaba incluido el desayuno. Estoy ahorrando para unos comics pero no me importó gastarme eso. Lo disfruté mucho. Tampoco me importó mucho recordar que en aquel instante debería estar movilizándome hacia el trabajo. En realidad ya estaba harto de hacer lo mismo siempre, y un día fuera no iba a contar. Lo que sí debí haber hecho es avisar que no llegaría. Pero tampoco me importó. Hoy, este día, vería qué hacer, qué excusa inventar. De hecho, debo pensarlo ya, mientras desayuno.

Pero ahora recuerdo que ayer sí fui a trabajar. Recuerdo perfectamente bien estar sentado en el escritorio, con los audífonos puestos, como siempre, hablándoles a los clientes que querían buy, buy, buy. Y me da risa. Sin embargo, el desayuno de ayer es tan real que casi puedo llamarlo propiamente un brunch. Y sí que estuve ahí, en la cafetería de acá cerca. Dejo el tenedor y la comida. 

Me pongo a recordar.

En efecto, sí estuve. A menos que esté recordando un día que nunca pasó o que me esté volviendo loco, sí estuve ahí: dejé pasar el microbús, me vine a ponerle las flores a la Malú y salí rumbo a la cafetería. La prueba son las flores, ahí están. Y sí fui yo, porque lo recuerdo. ¡¿Qué demonios?! Me levanto, me voy al cuarto a buscar mi agenda, la de Telus, la cojo, busco la fecha de ayer. Ahí están las anotaciones que por lo general hago a diario; por lo tanto, sí estuve en Telus a la hora que debía estar. Lo recuerdo muy bien. Tan bien como recuerdo que no estuve ahí, si no en la cafetería, y que luego salí y que tomé los dos buses que tomo para ir donde Lee. Ella estaba ahí porque no tiene trabajo. No estaban ni su padre ni su hermano, ¡¿qué demonios!? No me dijo hola. Me dijo: maje, qué hacés, ¿no tenés turno?

(—Sí, pero no fui.

—¡Qué loco!).

…Y nos fuimos a hablar y a escuchar su música al cuarto, como siempre lo hacemos: El Chojín, Lechowski, Canserbero, Kodak Black, Bad Bunny. Lo recuerdo muy bien, como cualquiera puede recordar lo que hizo hoy por la mañana al levantarse, o ayer, o hace un mes: sabés que sos vos, sabés que estuviste ahí y lo reconocés y lo diferenciás perfectamente de una fantasía, de un imaginar haber estado. No, no, descartado: sí estuve ahí con Lee, en su cuarto, oyendo música y hablando, y en cierto momento le dije sabés qué, ese proyecto que tenés, lo del periódico ese con el que soñás, yo jalo. Se puso contenta. Maje, ¿en serio? El grupo estaba medio armado, sabía a quiénes acudir: amigos con padres de plata, influyentes, y no iba a tirar su vida en un call center. Sirve pero no para siempre.

Era yo o el café refill hablando con Lee sin parar, volábamos soñando con ese rap, íbamos a cambiar el mundo como siempre habíamos soñado. ¡Maje, lanzarnos!

(—Hoy o nunca)

…Y fue ayer.

Quedamos en entrarle con todo desde el lunes de la próxima semana. Reunir al grupo el domingo, ahí mismo en su casa. Un proyecto hermoso, como hermosas son las nuevas flores de la Malú, esas que les puse ayer. Se nos pasaron las horas hablando con Lee. Recuerdo que eran casi las cuatro y para evitar el tráfico me despedí a la carrera, salí y tomé el primero de los dos buses que tomo para volver a casa desde donde Lee. El segundo no. Tomé otro hacia el centro comercial. Es que no podía quitarme de la cabeza aquel libro que había visto anunciado en las redes mientras hablaba con Lee. Era un librito local que de alguna manera se las habían arreglado para ponerlo en venta en la librería de la universidad, la que queda en ese centro comercial. Tendrían a lo sumo tres ejemplares y no quería quedarme sin el mío.

¿Es eso lo que quiero encontrar hoy?

Lo pedí a la encargada. La prolongación de la memoria. Lee fue quien me dijo que podría estar en esa librería.

(—Sí, muy bueno, maje. Gran alucín: va de un muchacho de call center que tiene recuerdos de un día que nunca vivió.

—Sí, quizás).

…Desconocía la trama, y me sorprendió cuando Lee me la dijo. Algo debía haber en ese libro que me llamaba tanto la atención.

La encargada lo buscó en el sistema, por autor, por título, por editorial. No…, no…, no. Se nos ha agotado. ¿Y en la otra sucursal?, indagué. En Campus puede ser que sí; pero ya no llega, dijo. Hice cálculos. Eran casi las cinco. Y entonces supe que debería esperar hasta el lunes.

Me sentí decepcionado y en vez de regresar a casa de inmediato, me metí a deambular por los estantes de la librería como me gusta hacer cada vez que las visito: perderme entre los estantes hasta que un libro desconocido me llame porque quiere tener algo conmigo: una especie de cruissing literario. En ese momento solo sabía que quería un libro. Cualquiera; pero ahora que lo pienso, también entiendo que es distinto ese querer, de la sensación de querer encontrar algo con que he amanecido hoy, esa que me sigue abrumando desde que desperté de un brinco en la mañana. Tomé uno que me llamó mucho la atención: El club de los parricidas, de Ambrose Bierce. Debió ser porque yo también he tenido que matar a mi padre. Quiero decir, desterrarlo de la mente, que es otra especie de asesinato, porque a él yo nunca lo conocí. Tuve que hacer parricidio con el concepto mismo de padre, como una especie de ejercicio mental abstracto de sanación. Porque el perdón lo involucraría a él, y él nunca ha existido en mi vida. Sanación es mejor, porque es conmigo, y no lo involucra a él. Tenía buen precio. Lo pagué y me fui dispuesto a leerlo cuanto antes.

Comencé a hojearlo en el bus, pero me mareé. Lo sostuve y lo apreté en mis manos. En ese instante lo sentí como una suerte de amuleto. Era como si el libro me protegiera de nunca haber tenido un padre. Quizás ni siquiera lo leería. Le haría mejor un altar, con candelas e incienso, y un día le prendería fuego.

Recuerdo que saqué el celular: tenía trece llamadas perdidas de mi supervisor, y un cúmulo enorme de mensajes de WhatsApp, la mayoría de él y de mis compañeros de trabajo. Había uno de Lee, que es el que abrí y leí: Maje, gracias por creer. Ya convoqué al Consejo. Nos vemos el domingo. Traé para apuntes, pero sobre todo traé ideas.

Todo eso ocurrió ayer. Sé que ocurrió. Y sé también que estuve en la oficina. ¡Necesito ese otro libro!, no es lo que quería encontrar al despertar, pero lo necesito.

Llamo a Lee para corroborar la historia. En efecto, pasé por su casa ayer, en horas de oficina. Le cuento que ya no está disponible La prolongación de la memoria y que tendré que esperar hasta el lunes para buscarlo en la librería del Campus. Entonces me dice que un amigo lo tiene, que espere, le llamará y luego veremos.

En el ínterin, también llamo a un compañero de Telus.

(—Claro que sí, qué pregunta, ca. Hasta me regalaste una galleta en el break).

…Sabía que existía ese fenómeno de la bilocación, pero me resultaba un completo absurdo. Literal. No es científicamente posible, ni racional. Y no voy a pasarme al bando de los que creen esas idioteces: terraplanistas, reptilianos, viajeros del tiempo. ¡Nunca! Pero testigos sí había. Yo mismo recordaba ambos mismos días de ayer con lujo de detalles. Debía existir una explicación lógica y yo estaba determinado a encontrarla.

En ese momento cayó la llamada de Lee. Maje, sí lo tiene. El domingo estará en su casa. Dice que pasés por él, podés pasar antes de venir a la reu, te queda en el camino, apuntá la dirección. La reu es a las once así que eso te dará tiempo.

Me pongo a leer el otro libro, el de los parricidas, antes de salir al trabajo. Pienso en Cronos, devorando a sus hijos. En edipo, matando al padre. Pienso en violencia intrafamiliar. A veces doy gracias de no tener padre porque así matarlo es más sencillo: es simbólico. Vaciás de significado el concepto y ya. Hecho. Ya me veo haciéndole el altar a este libro, robando más flores a los vecinos y velas a mi madre. Incienso ya tengo, de sándalo, loto y pachulí, solo esos uso. Pero lo que hago en lugar de eso, es ir a quitar unas cuantas flores a la tumbita de la Malú.

(—Prestaditas, preciosa. Después te pongo otras más nuevecitas).

…Las coloco en un vaso con un poco de agua. En el cuarto de mi madre busco en las gavetas y sustraigo dos veladoras blancas. Voy a mi cuarto. Despejo parte del escritorio, coloco y ordeno todo, y en pocos minutos ya tengo listo el altar parricida. Pongo el libro centrado, recostado en la pared, y enciendo las veladoras y el incienso.

Reviso el celular. No hay llamadas ni mensajes. A como están las cosas, quizá hasta ya me fui a trabajar hoy al call center y no me he dado ni cuenta. Quizás mañana, cuando despierte, me vuelvan los recuerdos de otro ayer en la oficina, junto a la rabiosa necesidad de querer encontrar algo que nunca perdí.

* * *

Hoy domingo me he levantado más tarde. El viernes sí fui a trabajar y ayer me la pasé haciendo apuntes para Lee. Iniciar un periódico es un gran sueño. Pero creo en ella y sé que lo hará. No de la noche a la mañana, por supuesto, pero sí con el tiempo y la ayuda de todos nosotros, su grupo. Cinco, diez años, quizá. No interesa cuánto.

Son las diez. Meto todo en la mochila. Antes de ir a la reunión, debo pasar donde este amigo de Lee a recoger el libro. Casi estoy seguro de que ese libro me dará pistas de lo que me sucede con esto de los recuerdos de días pasados, duplicados en paralelo en mi memoria. A lo sumo me estaré volviendo loco. Lo cual no sería raro, conociéndome. Me rio. Ya veré.

Tomo el bus que va casi vacío. El conductor apesta a guaro. Lo sé porque me le acerqué al pagar. El domingo no hay cobrador en esa ruta: se lo ahorran. Me siento a la derecha, un poco adelante, lo suficiente para no sentir el fuerte olor del conductor. Lo bueno de los buses vacíos es que vas a tus anchas. Pongo la mochila sobre mis piernas y me pongo a repasar algunas ideas que pudieran servirle a Lee, cuando tengamos la reunión con lo que ella ya llama su Consejo.

También este día amanecí con la sensación de querer encontrar ese algo. Al no saber qué, se parte de un vacío, de una falta que hay en uno, intensificada por un incierta precognición del encuentro con ese algo. Tampoco sé qué me falta. Digo, no es dinero, porque ese nos falta a todos. Ni trabajo, que lo tengo. Es una mierda pero lo tengo. Mi padre no sería, porque no te hace falta lo que nunca has tenido, solo tal vez lo que has perdido y yo a él nunca lo perdí porque nunca estuvo. Pienso en mi nuevo altar del parricidio. Desde que lo puse me siento más liviano. Un altar, si no te sana, no sirve.

Es un día tranquilo. Trato de pensar en el mecanismo de la memoria, en los recuerdos, en cómo se construyen. Trato de imaginarme esos impulsos eléctricos gestionando su paso por las neuronas, marcándolas, como quemando un disco duro, enrumbando trayectos interconectados, y en medio de todo ello, como un usuario fantasma, la ocurrencia de una voluntad restituyendo esos trayectos ya trazados, que la entidad fantasmal, el fantasma dentro de la máquina, recorre a sus anchas, como decidiendo en qué asiento sentarse en un día domingo en un bus de ciudad: la mente que recuerda, diferenciando los recuerdos de lo que la misma mente solo piensa y fantasea. Una maravilla.

Llegamos al gran monumento que en domingo es pista de patinetas. En la parada se sube una pareja. Adultos jóvenes, sin hijos y con sueños, seguramente. Se ven alegres. Pienso que los demás, esos con quienes no se interactúa, en cierta forma, son como un sueño para los otros, como ocurrencias imprecisas en los telones de fondo de sus vidas. La señora pasa y me sonríe un poco. Se sientan algo más atrás. Pienso en sus cabezas, en sus cerebros y neuronas llenas de ramificaciones, activándose como arbolitos de navidad con luces led intermitentes cada vez que recuerdan algo. Yo sería también una especie de personaje de un sueño para sus conciencias, otra especie de fantasma, y todavía más mañana, en la telaraña de sus recuerdos de este día y de este instante. ¿Qué nos hace felices, como ellos? Y si lo que quiero encontrar es…

En el Emecú se suben un par de majes que interrumpen de golpe mis pensamientos, como desenchufando el arbolito de luces led intermitentes. Uno de ellos me mira. Veo una actitud. Hay un mecanismo de alarma que a veces se enciende en mí, sin proponérmelo. Algo me dice que lo mejor es no hacer contacto visual con ellos. Evitar. Agacho un poco la cabeza y me concentro en la mochila que llevo encima de las piernas. Uno de ellos está a mi lado. Ahí se queda, parado. Me toca el hombro empujando levemente con la punta de sus dedos. No tengo más remedio que volverlo a ver.

—¡De dónde putas sos, cerote!

No respondo.

—¡Te están hablando, pendejo, qué hacés en esta ruta! –dice el otro.

—¡¿Para dónde vas y qué llevás en esa mierda!?

El de cerca me intenta arrebatar la mochila. Yo logro halarla. Sin terminar de creer lo que me está sucediendo me aferro a la mochila y comienzo a sentir unos golpes en la cabeza. Me siento como si fuese un muñeco, un saco de golpear. Todo es muy irreal y confuso. Patadas y más golpes. Como puedo, halo y me arrincono en el asiento de la par, contra la ventana, y desde ahí escucho: ¡Soltá! ¡Soltá! A punto estoy de hacerlo cuando, como despertando abruptamente de un sueño, abro bien los ojos, veo un arma empuñada dirigida hacia mí. Justo al rostro. Después baja, como en cámara lenta, a la altura del pecho. Escucho la detonación y siento un golpe. Calor en el centro del pecho. Más detonaciones, más golpes. Impactos. Es justo como despertar a algo. De pronto, por una fracción de segundo, tengo muy claro lo del despertar. Lo que quiero encontrar es tiempo. ¡Tiempo! Ese que se va detrás de un muro de oscuridades tras las detonaciones, disuelto como arena perdida en la playa, una arena agrupada que antes formó una historia de alguien que se va dispersando, un montículo soplado por el viento. Veo flores. Están lindas. Son las mismas flores que le puse el jueves a la Malú después de dejar pasar el microbús, las mismas del altar parricida en el que puse el libro para sentirme más liviano. No sé quién ni por qué, pero de pronto lo único que espero y que quiero es que me pongan unas igual de lindas a mí.

Mauricio Orellana Suárez (1965) Ganador de Juegos Florales Salvadoreños en novela, cuento, cuento infantil, testimonio y ensayo. Gran Maestre en la rama de Cuento. Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo por la obra Heterocity. Ha publicado las novelas Heterocity, Ciudad de Alado, La dama de los velos, Te recuerdo que moriremos algún día, Kazalcán y los últimos hijos del Sol Oculto, Las mareas, Cerdo duplicado y Dron; también los libros de cuentos La Teta mala, Todas las cosas tristes de este mundo y Sonrisa artificial
Fundador y director de la editorial independiente Los Sin Pisto.

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