Revista El Escarabajo se complace en presentar este relato inédito del escritor salvadoreño Felipe A. García; una historia que dialoga con la masacre estudiantil perpetrada por cuerpos de seguridad el 30 de julio de 1975 en San Salvador, y que retrata una profunda cicatriz dentro de la memoria colectiva nacional. García es uno de los jóvenes novelistas con una obra que promete mucho luego de Hard-rock (2018), Diario mortuorio (2018) y El infierno heredado (2022), manuscrito finalista en el Premio Nacional de Novela Hugo Lindo 2021
Felipe A. García / Escritor
I
La 25 Avenida Norte es una calle donde es fácil perderse. Y no lo digo porque sea una calle llena de recovecos, porque no lo es. Es una calle recta, de doble sentido, donde no hace falta ningún cruce para abandonarla. El problema es que, quien quiera transitarla de noche y a pie, se expone a que la energía que la habita, le nuble y desoriente el camino y ya no pueda salir de ella.
Durante el día no hay nada que asuste. Es una de las vías más populosas de la capital. El único peligro es que alguien te asalte y te quite el teléfono. Las probabilidades de que te maten a plena luz del día son muy pocas. Por lo menos ahora. Pero antes, en tiempos de la guerra, no había horario para volarle los sesos a cualquiera.
Por la noche el ambiente es diferente. Cuando el tráfico de las ocho termina, la calle queda desierta. Se siente el vacío y el silencio. Salvo por una gasolinera, no hay comercio nocturno alrededor. Es una zona de hospitales y laboratorios clínicos, por lo que la calma es fundamental para la recuperación de los enfermos. También está la universidad nacional, pero a esas horas de la noche, está cerrada.
No era una calle que yo transitara con frecuencia. De hecho, no lo hago. Yo me muevo más por la zona de Tecla o por Antiguo. Pero aquella noche me tocó conducir por ahí porque llevé a una compañera de clases a su casa. Después de dejarla, puse el GPS para que me indicara la mejor ruta para devolverme a mi hogar.
Apenas entré a la calle, pude ver la luz de la gasolinera. No le di importancia porque no la necesitaba. Pero cuando avancé cuatro o cinco cuadras, el carro se me descompuso. Quedé varado en aquella avenida. Busqué en mi teléfono el número de la aseguradora, pero por alguna extraña razón perdí la señal del móvil. No se me ocurrió otra solución que caminar hacia la gasolinera para pedir ayuda.
Aseguré bien las puertas y ventanas del carro, además de revisar que no dejaba nada de valor en su interior. Temí que al regresar, encontraría el coche desmantelado, con las ventanas rotas y sin llantas.
Caminé con el celular en mano para revisarlo cada tramo que avanzaba, confiado en que recuperaría la señal y conseguiría pedir ayuda, pero no ocurrió así. Fue hasta que vi a la primera persona que, fui consciente, del riego de andar con un objeto de tanto valor, como lo es un teléfono, en la mano.
Lo primero que pensé es que el sujeto era un drogadicto. Era única explicación que le encontraba al verlo caminar en medio de la carretera, sin temor de ser arrollado por los carros. Caminaba tambaleándose. Tenía la ropa sucia y rasgada. El rostro con moretones y raspones. Intenté hacer el menor contacto visual con él, pues temía que, si se percataba de mi presencia, intentaría acercarse a mí. Pero el hombre pasó a mi lado y siguió su camino.
Era irreal lo desierta que se percibía la avenida. Con suerte habré contado uno o dos carros pasar desde que empecé a caminar. Uno de esos coches pasó con tal rapidez que me hizo preocuparme por el supuesto drogadicto que paseaba en medio de la carretera. Si aquel conductor temerario lograba interceptar al drogadicto en su camino, no habría forma de que pudiera esquivarlo a esa velocidad.
Volví a sacar el teléfono para revisar la señal, pero seguía sin servicio. Cuando lo regresé a mi pantalón, apareció el segundo hombre. A diferencia del supuesto drogadicto, este me inspiró temor.
Caminando en la misma acera que yo, pero en dirección contraria, un sujeto se acercaba. Usaba gorra y tenía medio rostro cubierto por una pañoleta negra. Solo podía ver sus ojos, pero me fue difícil descifrar si él tenía su mirada puesta en mí. Caminaba con mayor rapidez que el supuesto drogadicto. Avanzaba hacia mí quién sabe con qué intenciones. Sostenía una piedra en su mano derecha. Entre más se me cercaba, comprendí que miraba a través de mí, como si yo fuera un fantasma. A escasos pasos de alcanzarme, el sujeto levantó la mano que sostenía la piedra y la arrojó. Mi reacción inmediata fue la de cubrirme la cabeza con las manos para evitar el golpe. La roca impactó contra la misma acera, a lo lejos. Abrí los ojos y busqué con la mirada al sujeto. El hombre ya se había alejado. Seguía caminando en la misma dirección del supuesto drogadicto.
Cerré los ojos y respiré profundo. Sentí frustración ante la impotencia de poder comunicarme con alguien y pedir ayuda. Por primera vez, en lo que llevaba de esa noche, tuve ganas de putear a alguien, pero me contuve para no llamar la atención de cualquier otra persona sospechosa que pudiera estar vagando en esos momentos.
Sabía que ya faltaban pocos kilómetros para llegar a la gasolinera. Eso me motivó a apresurar el paso. Sentí unas gotas caer sobre mi cabeza y hombro. No le presté importancia porque asumí que solo era agua. Cuando puse atención al camino pavimentado por el que me movía, volví a bajar la velocidad. Bajo la luz de los postes de energía, vi unas gotas oscurecer la acera. No eran de agua. Era una sustancia más espesa. Miré hacia la carretera y vi que esta se estaba salpicando de aquella sustancia densa y oscura. Observé al cielo, pero no había nubes ni estrellas. Solo un manto negro que contenía todo a mi alrededor, aislándome de cualquier ruido. Antes de que explotara aquella tortura sonora, reinó el silencio. Traté de ignorar mi entorno y seguí caminando, pero las gotas seguían marcando mi camino. Entre más avanzaba, más me convencía que aquellas salpicaduras que caían al suelo eran de sangre.
Entonces apareció la tercera persona. El hombre caminaba encorvado, cojeando, tocándose el costado derecho con las manos. Estaba herido. Pensé que, a diferencia mía, el pobre cristiano no había corrido con tanta suerte y a él sí lo habían asaltado. Cuando me alcanzó, se dejó caer a mi lado derecho. No sabía cómo ayudarlo. No tenía conocimientos en primeros auxilios. Lo único que se me ocurrió fue aplicarle presión en la herida para evitar que la sangre siguiera saliendo.
—¿Qué le pasó? ¿Quiere que llame a alguien? —pregunté sin pensar, aun sabiendo que no tenía señal en el teléfono.
El hombre no respondió. Apenas me vio a los ojos y luego perdió el conocimiento, golpeando su cabeza contra el suelo. Lo que siguió después fue algo que todavía no puedo explicar. Fue una proyección, no sé si consecuencia de algún ataque de ansiedad o qué, de un miedo que jamás me imaginé vivir.
Sentí que la carretera empezó a vibrar bajo mis pies, pero no se trataba de un movimiento telúrico. La vibración era similar al temblor del suelo cuando pasa un vehículo de carga pesada sobre él. Luego se escuchó la lluvia de detonaciones. Explosiones que parecían retumbar en el cielo, aunque este seguía despejado, sin nubes ni estrellas, solo negrura. Me agaché al lado del hombre caído y me cubrí la cabeza con las manos. No sabía qué estaba ocurriendo. Ignoraba si en alguna calle más adelante estaban reventado morteros, o si me encontraba en medio de un campo de batalla.
El aire dejó de ser respirable. Se volvió irritante. Me cubrí la nariz con la camisa para evitar inhalar lo que sea que fluía en esa atmósfera. Sentí que los ojos me ardían y quería llorar. Tuve el deseo echarme agua en el rostro para apaciguar aquel ardor que me quemaba el rostro y me impedía abrir los ojos. Apenas podía separar los párpados, pero por todas las lágrimas que se me acumularon, todo estaba borroso.
No puedo asegurar cuántas personas aparecieron por la carretera. Ni siquiera sé si las imaginé. Solo tuve la sensación de estar a punto de ser embestido por una multitud que corría escapando de algo. A los estallidos en el cielo se le sumaron gritos, murmullos, respiraciones pesadas y sollozos cargados de miedo. Incluso escuché gritos de odio que resultaban igual de atronadores que las detonaciones. Las siluetas pasaban corriendo a mi alrededor. “¿Qué pasa?, ¿qué está pasando?”, comencé a gritar, pero no obtuve respuesta.
Intenté ponerme de pie, pero las piernas me hormigueaban y, en cuanto intentaba levantarme, caía de rodillas. Me frotaba los ojos tratando de limpiármelos, pero seguía observando la escena borrosa por aquella acuosidad de las lágrimas. Fue entonces cuando sentí unas manos tocarme el hombro derecho y la espalda.
—Amigo, ¿está bien? ¿necesita ayuda? —me preguntó un hombre. Su voz era gritada para hacerse escuchar entre todo ese alboroto.
—¿Qué pasa? —volví a preguntar mientras me ayudaban a pararme.
—Venga, busquemos ayuda —dijo sin responderme la pregunta.
Parecía que tenía buenas intenciones, pero mi naturaleza desconfiada siguió dominándome. Me sacudí sus manos del hombro, para evitar su contacto, y volví a preguntarle qué estaba pasando. Pero ya no sentí su presencia. El hombre había desaparecido.
Volví a sentir el temblor del suelo, pero esta vez era la advertencia de que algo se aproximaba. Algo que no era humano: el monstruo del que huían todas las personas a mi alrededor. Se trataba de una criatura mecánica, de gran tamaño. Lo sé porque podía escuchar aquel motor vibrante que lo movía, además de oler su gasolina. La criatura mecánica se detuvo frente a mí y, al hacerlo, exhaló un suspiro que me recordó al escape de aire de los buses. Yo estaba a punto de echarme a correr a ciegas, siguiendo la corriente de almas que me embestían, cuando se escuchó una última detonación que acabó con aquel episodio psicótico que creo que viví.
El aire volvió a ser puro. Sentí alivio cuando entró oxígeno a mis pulmones. Mis ojos ya no ardían, volví a ver con normalidad. Me percaté que me encontraba en medio de la carretera. Así como la corriente del mar, aquella estampida de siluetas me arrastraron al centro de la avenida. Un coche pasó esquivándome, mientas el conductor me puteaba y me pitaba “la vieja” con el claxon.
Con las piernas temblándome, fui a sentarme a la acera. Ya no tenía miedo de que me pasara algo, ¿qué cosa peor podría pasarme después de aquel susto que pasé? Cuando por fin salí de aquella impresión, saqué el teléfono y descubrí que de nuevo tenía señal. Marqué a la aseguradora y pedí que me socorrieran enviando una grúa. Vi que un taxi se acercaba y le hice de señas para que parara y me llevara al coche. No me atreví a seguir el camino rumbo a la gasolinera. Ya en el carro, me encerré a esperar la asistencia. En ese momento, no me interesaba entender qué había pasado.
Conozco la historia de mi país. Sé que esa calle fue escenario de uno de los capítulos más sangrientos en la década de los setenta, donde cientos de estudiantes universitarios fueron embestidos por militares para evitar que realizaran una protesta. La primera vez que asocié mi experiencia con aquel capítulo de nuestra historia, fue un “Día del trabajo” en que me tocó observar por televisión la cobertura de la marcha de sindicatos a lo largo del Boulevard de Los Héroes. La cámara logró captar a un hombre que, protegiéndose del sol, llevaba un sombrero, lentes oscuros y una pañoleta cubriéndole medio rostro. Me recordó al mismo ser que, aquella noche, pasó al lado mío lanzando piedras.
II
Tres años después de aquel incidente, cuando ya casi no pensaba en lo ocurrido en aquella calle, conocí a Efraín en la universidad. Ambos estudiábamos Comunicaciones. A diferencia de mis demás compañeros de carrera, Efra no estudiaba Comunicaciones para convertirse en presentador de televisión. Él tenía otra aspiración, pero lamentablemente en el país no existe formación académica para convertirse en cineasta.
Los dos coincidimos cuando llevamos la materia de Producción Audiovisual. Nos tocó hacer equipo y, durante el ciclo, entablamos buena amistad gracias a que compartíamos ese gusto por el cine, especialmente el de terror. Efra había producido tres cortos. Todos del tipo experimental, mezclando imágenes sugerentes y extrañas con sonidos perturbadores, mientras él declamaba frases casi poéticas. Eran trabajos de nulo presupuesto, pero de los que él se sentía muy orgulloso.
Una tarde, mientras editábamos un video en su casa, me mostró uno de sus cortometrajes. Si tuviera que describir la película, eran tomas de la ciudad por la noche. Tomas de calles, parques, cementerios y hasta monumentos que, por el día no tenían ninguna pinta terrorífica, pero por la noche parecían altares diabólicos. Entre todas esas imágenes reconocí la calle de la 25 Avenida Norte. Era una toma grabada en movimiento, desde el interior de un auto. Aunque la oscuridad —intensificada por un efecto de edición que Efra utilizó— le daba un aspecto lúgubre, no representaba ni un poco el terror que experimenté en ella. El video concluyó con una dramatización de Efra caminando en medio de una carretera, a punto de ser atropellado. Luego aparecía el título del corto.
—Sin pajas, no me voy a enojar, ¿qué te pareció? —preguntó ansioso por mi opinión.
—Me gustó —respondí sin saber qué decir. No soy muy bueno para emitir críticas—. Está interesante.
—Me caga esa palabra. Cuando la gente no sabe qué putas decir, dice que está “interesante”.
—No, perdón. Sí me gustó, en serio.
Efra se decepcionó. Me dio la espalda un momento, mientras quitaba el video de la pantalla. Yo me apresuré a decir algo más, algo que me hiciera sonar como un experto en tecnicismos cinematográficos, pero en ese momento me costaba hacerlo. Comencé a preguntarle cómo había grabado ciertas tomas de la ciudad, y a partir de eso empecé a hablarle de la fotografía, lo que calmó su deseo por recibir una opinión.
Por la noche nos fuimos a tomar unas birrias. Hablamos de la universidad, de compañeros que nos caían mal y hasta de lo mal que impartían la clase de Producción Audiovisual. Fue ahí cuando Efra empezó a presumirme los talleres de cine que había tomado y cómo, en uno de esos talleres, grabó el corto que me mostró por la tarde.
—¿Alguna vez te han asustado? —me animé a preguntarle.
—No, por desgracia no. ¿Y a vos?—me rebotó la pregunta.
Respiré profundo y, sin quitar la vista de la mesa, respondí:
—Hace unos años me pasó algo extraño. Fue… fue precisamente en la calle, por la 25 norte, ahí donde pasaste grabando tu corto.
Efra guardó silencio. Inclinó su cuerpo más hacia mí en espera del resto de la historia.
Empecé a juguetear con la botella de cerveza. Hablé con un tono más bajo y hasta agudo por la vergüenza. Lo primero que le pedí es que no me tomara por loco. Que aunque pudo haber sido un ataque psicótico —lo había leído en internet— yo estaba convencido de que se había tratado de una experiencia sobrenatural. Efra se mostró compresivo y aceptó escuchar mi relato sin prejuicios.
—Cabrón —me dijo cuando terminé de narrarle lo ocurrido—, no sé si me estás dando paja o no, pero mientras me estabas contando, no podía dejar de pensar en un corto. Maje—continuó—, tenemos que hacer un corto con eso.
En el momento no supe si sentirme bien por su entusiasmo en grabar mi anécdota, o si en realidad me estaba insinuando que no me creía mi historia, pues esta solo era creíble como película. Lo único que me tranquilizó fue que, después de contarle, no me tachó de loco.
El resto de la noche, Efra empezó a explicarme cómo visualizaba la historia. Me dijo que podía solicitar un permiso a la alcaldía para grabar, además de la protección del CAM (Cuerpo de Agentes Metropolitanos), para cuidarnos toda la noche. Hablaba con tal seguridad que pensé que ya tenía la experiencia para este tipo de grabaciones, aunque la realidad era que jamás había hecho algo igual.
Los días siguientes se la pasó mandándome mensajes para pedirme más detalles de mi anécdota. Decía que estaba escribiendo un guion y, aunque iba a exagerar muchos detalles, además de inventarse otras situaciones, quería tratar de ser fiel a mi historia. Efra estaba emocionado. No dejaba de repetir que, si todo salía como esperaba, ese corto tendría la calidad suficiente para inscribirlo en festivales de cine a nivel internacional. Ya hasta había hablado con un par de amistades para que sirvieran de actores.
—¿Pero cómo vas a reunir tanta gente? —le pregunté intrigado. A pesar de haber leído el borrador del guion, en mi cabeza conservaba aquella sensación de ser embestido por una multitud de personas.
—No va a ser necesario —me dijo con un aire pretensioso, pero sin caer en la soberbia—. El lenguaje del cine es audiovisual. Mi reto como cineasta es contar tu historia con imágenes sugerentes y sonidos. Quiero que el terror sea psicológico.
Su entusiasmo era contagioso. Me alegraba tanto por él y esperaba, de corazón, que lograra filmar el corto con mi anécdota. Pero, a pesar de mis buenos deseos, no tenía intenciones de regresar a esa calle por la noche.
III
Hacer cine no es fácil. Menos en El Salvador, donde el arte y la cultura son vistos como pasatiempos. Aunque tenía un guion listo y contaba con la ayuda de algunos amigos de él, ex compañeros de talleres cinematográficos, la alcaldía le negó el permiso y la seguridad para grabar en la calle. Y, aunque sus amigos ya se habían comprometido a ayudarlo, cuando les negaron el permiso, se bajaron del proyecto. Sabían los riesgos que corrían por intentar grabar de noche en esa avenida. Miedo a ser asaltados por un pandillero o, en un descuido, a ser atropellados.
Me pidió que saliéramos a tomarnos unas cervezas. Quedamos de vernos en el mismo lugar donde le conté mi anécdota. Era un chupadero donde todas las boquitas de comida costaban un dólar. Ahí, mientras nos comíamos cada quien una orden de chicharrón frito, Efra se quejó:
—¿Sabés qué es lo peor?
Negué con la cabeza.
—Que yo creo que me batearon el permiso por la historia.
—¿Cómo así? ¿Se las contaste?
—Es que me hicieron llenar unas solicitudes, en donde me preguntaban el motivo del permiso. Ahí ven si es para un evento cultural, deportivo o qué. Puse lo del corto y después me llamaron para que les explicara de qué trataba. Me dijeron que querían esa información para saber que no era para grabar nada en contra de los valores o la imagen del gobierno. Después de eso… me negaron el permiso.
—Entonces, ¿creés que fue por la historia?
Efra sacó un eructo de su pecho al mismo tiempo que asentía con la cabeza.
—Estoy seguro que cuando vieron que era una historia con cierta referencia a la matanza del 75, se ahuevaron los culeros. Aquí no les gusta que recordemos el pasado. Pero se van a joder…
Dijo con un tono amenazante.
—Se van a joder porque que grabo ese corto, lo grabo. A mí no me van a censurar estos hijos de puta.
Nos habremos tomados unas tres cervezas más. Ya se hacía tarde y no teníamos más dinero para otra ronda. Esa noche yo manejaba y quedé en darle raid a su casa. Mientras conducía, Efra me pidió un favor.
—Maje, ¿creés que podemos ir a donde te pasó eso?
Primero me quedé callado, pensando que era una broma. Pero luego me percaté de que hablaba en serio.
—Vos comé mierda, pendejo. Yo ahí no regreso a esta hora.
—Man, por favor. Necesito ir.
—Pues andá vos solo.
—No, man. En serio. Necesito que pasemos por ahí, si querés no te bajés del carro, para que me digás dónde pasó cada cosa. Necesito ver la calle. Necesito verla para saber qué cambios puedo hacer para grabar el corto por mis propios medios.
Guardé silencio. Esperaba que con ignorarlo bastara para que no me insistiera en llevarlo. Pero no se dio por vencido.
—Maje, por favor. No te vuelvo a pedir nunca más algo, pero necesito que vayamos.
—¿Pero no nos bajamos del carro?
—Te lo prometo.
Puse el GPS y lo llevé a la 25 Avenida Norte. Cuando pasamos la universidad, el lugar de donde salió la marcha de estudiantes en la década de los 70, nos incorporamos a la calle, pasando primero por aquella gasolinera que se convertiría en mi punto de destino aquella noche. Le fui contando poco a poco dónde recordaba que había ocurrido cada cosa, desde donde escuché la lluvia de explosiones hasta el lugar donde vi al primer hombre, el supuesto drogadicto que caminaba en medio de la carretera. Todo lo contaba mientras conducía con poca velocidad, para que Efra grabara la calle y mi narración. No voy a ocultar que mientras manejaba, sentí pavor solo de imaginarme que el carro se me volvía a quedar varado.
Cuando llegamos al punto en el que mi carro se quedó, Efra me pidió estacionarme.
—Necesito bajar, man. Por favor, pará un rato.
—Estás loco, cerote. Te dije que no me iba a bajar.
—Sí, yo sé, maje. Y no tenés que bajarte. Quedate aquí en el carro. Yo solo voy a grabar una toma y me regreso. Diez minutos te pido, man. Solo diez.
Volví a negarme. No deseaba quedarme ni un momento ahí. Solo de pensar en la posibilidad de volver a escuchar los estallidos o de ver a gente caminar a lo largo de la carretera se me erizaba la piel. Pero el nivel de convencimiento de Efra—o lo muy manipulable que soy— volvieron a ponerme en aquella difícil situación.
—Hagamos esto: yo me bajo y camino un rato, unos diez minutos. Vos, si querés, te quedás aquí en el carro o seguís manejando hasta encontrar un retorno o un lugar donde te sintás seguro. Y pasado esos diez minutos, nos llamamos y nos vemos en un punto de la calle. No tenés que acompañarme.
Antes de acceder, tomé mi teléfono y revisé la señal. Todo parecía normal. Luego miré la hora. Eran las 11:21 de la noche.
—¡Diez minutos! —dije.
Efra se bajó del carro. Estaba tan excitado que azotó la puerta cuando la cerró. Lo vi alejarse desde el retrovisor. Estaba grabando la calle con su teléfono celular.
Yo encendí el carro y seguí, guiado por el GPS, conduciendo a lo largo de calle. Más adelante encontraría un redondel donde podía hacer el retorno. Antes de llegar a este, encontré una farmacia de 24 horas. A falta de un McDonalds o cualquier franquicia de comida donde pasar el rato, fue el mejor lugar que encontré para estacionarme mientras esperaba la llamada de Efra.
No soy idiota. Sabía que se tardaría más tiempo. Yo lo único que esperaba era que no se extendiera de los veinte o treinta minutos.
Bajé del carro y entré a la farmacia. Fui directo a un pequeño freezer cerca de la caja, y tomé una botella de Coca-Cola y una paleta de chocolate. La pagué y me la fui a comer al carro.
Pasaron quince minutos y no había señales de Efra. Decidí marcarle para preguntarle dónde estaba, pero después de que el teléfono me marcara tres tonos, recibí el mensaje de que el número al que me comunicaba estaba fuera de servicio.
Insistí dos veces más sin éxito. Le envié mensajes de texto, pero tampoco le llegaban. Prendí el carro y fui a hacer el retorno para buscarlo en la calle donde lo dejé. Tenía la esperanza de encontrarlo sentado en la cuneta de la calle, quizás igual de horrorizado que yo la noche en que sufrí aquella experiencia. Manejé con las luces altas y con poca velocidad para tratar de ubicarlo. Terminé el recorrido y no lo encontré. Tuve que tomar otro retorno para reanudar la búsqueda, pero tampoco tuve éxito. Le marqué a su teléfono y este siguió fuera de servicio toda la noche.
IV
Su familia puso la denuncia de su desaparición. Fui interrogado por las autoridades porque sus padres sabían que aquella noche en que desapareció, Efra salió conmigo. Yo no me atreví a contar lo de mi anécdota ni de sus intenciones por grabar un corto, porque temí que la historia me hiciera ver como un sospechoso o algo así. Pero sí les di pistas de dónde buscar. Les inventé que esa noche habíamos tomado demasiado. Y cuando íbamos de regreso, Efra estaba molesto conmigo porque decía que le estaba negando el alcohol. Él quería seguir tomando, pero yo no lo dejaba. Además ya no teníamos dinero. Efra empezó a exigirme detener el carro, quería bajarse. Inventé que forcejó la manilla del vehículo y tuve que detenerme. Él se bajó, azotó la puerta y se fue.
La policía investigó la zona. Revisaron cámaras de seguridad y lograron comprobar que mi carro se estacionó donde dije, además de que él se bajaba del vehículo. Después de eso solo lo vieron caminar a lo largo de la calle, distraído viendo a través de su celular. A medio camino se paró en medio de la carretera. Luego se regresó corriendo, buscando mi carro. Después de esa imagen ya no fue captado por las cámaras.
Imagino que no siguieron viendo la grabación, pues nadie se percató de mis retornos para buscarlo. Lo único que sé es que mandaron oficiales a patrullar la zona, buscando más pistas de lo que pudo haberle pasado.
Encontraron su teléfono. De eso me enteré mucho después. Lo revisaron y trataron de acceder a sus fotos y videos para ver si averiguaban algo más de su desaparición. Después de acceder a su memoria reprodujeron todos los videos que grabó esa noche, incluido aquel que filmó desde el interior de mi carro, mientras yo le contaba lo que me ocurrió.
Un año después de su desaparición, me encontré a su madre. Ella me reconoció y me saludó con mucho cariño. De ella salió contarme del hallazgo del teléfono. Cuando le pregunté qué encontraron grabado en esos videos, ella me respondió con un nudo en su garganta:
—Nada. Estaban en negro. Quizás se le activó la cámara mientras tenía el teléfono en su pantalón, porque no se veía ni escuchaba nada.
Si me preguntan qué pasó, imagino: Efra caminando por la 25 Avenida Norte, con el teléfono en las manos, grabando la calle. Luego las apariciones. El supuesto drogadicto, el tira piedras y el herido. Luego las detonaciones y el aire irritante. Efra sintiendo miedo. Y en eso escucha la voz de aquel hombre que me dijo:
—Amigo, ¿estás bien? ¿Necesitás ayuda? —mientras tomaba a Efra del hombro. Efra le dice que sí, que lo ayude a salir de ahí. El hombre lo toma del brazo y se lo lleva con él corriendo, huyendo del horror. Efra lo sigue confiado y luego desaparece con él.

Felipe A. García. (San Salvador, 1991). Licenciado en Comunicación Social y máster en Escritura Creativa. Estudió diplomados en “Literatura Latinoamericana Contemporánea”, “Literatura de Terror” y “Guion cinematográfico». Ha publicado las novelas Hard Rock (Los Sin Pisto, 2018), Diario mortuorio (Los Sin Pisto, 2018) y El infierno heredado (Los Sin Pisto, 2022; Finalista del Premio Nacional de Novela “Hugo Lindo” 2021). Dos veces ganador del Premio del Jurado, en la categoría “Pro-Guion”, del Festival de Cortos ESCINE, en los años 2022 y 2024. Dirige el proyecto en línea Revista Café irlandés. Es comediante de Stand Up del grupo ComediaES.