El frío, el hambre, la zozobra, los barrios tristes de la ciudad arropan a los desamparados. Un abrazo de la violencia, un beso de la locura, completan el cuadro que nos pinta en este cuento Ilich Rauda
En el barrio de aquel viejo suburbio, ese era su sobrenombre, ahí donde reinaba el hampa su nombre legal era desconocido. Era un ser de la incertidumbre, del desarraigo de la ciudad a uno de sus tantos hijos. Lo único que le pertenecía tanto como su locura era ese apodo y una cajita vacía de fósforos que atesoraba por las noches. Vivía al pie de un cerro plagado de casas hechas con los materiales más diversos, entre sus paredes algunas incluían elementos macabros.
El desconocimiento del nombre que correspondía al deseo original de sus padres, era por la ausencia forzada de ellos y de otras personas cercanas que lo conocieron desde muy temprana edad. Ese hecho lo había marcado: su locura estaba atada a esa orfandad. Muchas personas de este y otros barrios contaban al respecto historias de padres o de familias desaparecidas tan parecidas entre sí, que al final se mezclaban como una sola historia por sus semejanzas. Con ellas podía escribirse una novela o una monografía del terror.
A esos niños que deambulaban por las calles: medio locos, arropados en la violencia y en las drogas: en otros barrios tristes, igual de asediados por la miseria humana corresponde un país donde desaparecieron igual número de padres y madres por los motivos más inverosímiles y reiterados en la historia de la ideología, del poder y las armas.
Le decían el Comegatos —más que por cualquier leyenda negra de ingestiones felinas— sobre todo: por pobre, por morenito oscuro, por harapiento, por bajito, por loco, por solitario, por hablar en jerigonzas. Su comunicación básica y clara era pedir únicamente comida: ¡Mama Chenga, papa Chenga! eran sus frases de sobrevivencia, para pedir tortillas, y cuando se las daban, de inmediato apuñaba los dedos como culito de pollo y los llevaba al centro de la tortilla, probando si había suerte y se la acompañaban con un pedazo de queso o algún trozo de pollo, o lo que sobrara a quién se hubiese apiadado de él, su mama o su papa para aplacar el hambre.
También le decían así, por vivir arrimado en la esquina de un pequeño cuartucho donde vivía con una viejita tan alcohólica como las arrugas profundas que le adornaban la piel a sus sesenta y un años. Ella sobrevivía de juntar latas, cartón y plástico, o cualquier objeto que le proporcionara unos centavos para el vicio. Se había compadecido de él y le había dado un rincón donde dormir. En las noches aquel muchacho era como un gato en la oscuridad del cuchitril: sacaba su cajita —vacía de fósforos— donde guardaba un par de grillos que le arrullaban el sueño y le espantaban las pesadillas duras y enmarañadas como su pelo.
A cambio de ese espacio, él le ayudaba de recadero de papelitos mal escritos: para compras menudas y buscando latas cuando la locura le daba chance. La mala gente de aquel barrio aseguraba que tenía posada segura porque le hacía favores sexuales a la «niña Pasa». La que era su casa, si hubiera podido reclamarla, tenía el costo de su vida; se la habían quitado hacía varios años: los muchachos que escondían cuerpos bajo los pisos, o huesos entre los bloques de las paredes de las casas que tenían dispuestas para tal fin, bajo amenazas de silencio o muerte.
Su día pasaba entre los recados y mandados a la tienda; el resto era caminar sin ningún devenir, guardar latas en un pequeño morral, y luego discursar largo y tendido con su sombra entre los montes o predios baldíos que había en la zona. Algunos decían que de vez en cuando se le entendían un par de nombres y que lloraba, pero quizá eran simples habladurías de gente sin oficio ni beneficio.
Una tarde hubo trifulca, una balacera en el barrio. Los muchachos que vivían después de la línea del tren llegaron a disputar territorio armas en mano. De ese suceso resultaron varios cuerpos tendidos: jóvenes que apenas habían alcanzado la pubertad, mucho llanto, pero sobre todo reciclaje de odios consumados. Sucedió también que después de los disparos intercambiados el Comegatos no apareció por ningún lado ese día. La niña Pasa estuvo preguntado una semana entera sin que nadie supiera de él, de su paradero, o lo que pudo sucederle. A la octava noche de incertidumbre, sabiendo que con la soledad solo podía el vicio, pues ya lo tenía demostrado con la ausencia de sus verdaderos hijos: perdidos entre la violencia de las balas, el hambre y la sed del desierto, o del desprecio más gacho de los que tocaron las nieves del norte, para alojar el frío en su corazón tropical y enfermar de olvido comiendo la flor del dólar. Deambuló bebiendo entre las calles, amaneciendo bajo los pasos a desnivel envuelta entre cartones y hojas de periódicos. Se ocultaba tras esa recaída drástica, impropia para su edad y experticia: la búsqueda del no hijo; teniendo por sabueso al alcohol. Perderse para encontrar a un perdido, esperanza de despertar viendo su rostro de niño loco, o escuchando una jerigonza, quizá la palabra nana Pasa, a la que se le había reducido el cariño rezumado de abandonos.
El viaje solo duró cinco días, hasta donde alcanzó el dinero y el aguardiente. A su regreso sin esperanzas se sumó la puerta del cuartucho con el candado de diez pesos reventado: la miseria es puerca dicen. El interior lucía bajo el desorden de quién buscaba lo que no se le había perdido. Bajo el efecto más postrero del alcohol, durmió por última vez sin colcha, que era lo único de valor que tenía, y ya no despertó después de esa noche de invierno en la ciudad. El Comegatos nunca apareció, su final fue igual de incierto que su verdadero nombre, se volvió otra historia del barrio sobre la cual cada quién contaba o intercambiaba su parecer:
Quizás, después del susto de las balas, buscando esconderse bajo el puente se lo llevó el río que estaba bien crecido esa noche, no sería el primero.
A lo mejor se lo llevaron los muchachos de la otra colonia por verlos directo a los ojos de asesinos.
Debe seguir escondido en el cerro, yo ya lo había encontrado alguna vez por ahí vagando, y el sonido de las balas que no paran, no lo deja regresar.
Tal vez ha de estar en otro barrio esperando que lo encuentre la finada niña Pasa que en paz descanse.
Lo más seguro es que se encontró otra nana que lo alimenta, no era baboso; o se juntó con alguna loquita que lo apapacha todas las noches.
Quizás…, Ojalá…, dios lo haya protegido de otra cosa…
Un cuento que tiene mucho de real.