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La rampa

Publicamos, en exclusiva para El Escarabajo, este cuento de Flor Aragón, narradora y docente, con el cual fue finalista en el certamen Premio Literario Monteforte Toledo, Cuento 2024

FLOR ARAGÓN (El Salvador). Cuando era pequeña quería ser trapecista. Esas tantas vueltas de la vida me llevaron a convertirme en comunicadora, publicista, profe de redacción, de comunicaciones integradas de marketing y de storytelling. Me gusta ver el cielo desde mi ventana. 

La rampa
Flor Aragón

Lo que más le llamaba la atención era que las flores color rosa que caían de aquel árbol sobre la rampa de cemento formaban una especie de manto funerario. Todas las mañanas, en su camino de ida a la escuela, tenía que pasar allí, frente a la entrada principal del cementerio. Todas las mañanas, desde que había empezado la guerra, tenía que ver los pies pálidos y amoratados de los muertos que aparecían apilados cada madrugada como ejemplo silente del destino guerrillero. Por lo general eran más de cinco, él no los alcanzaba a ver, no los quería ver, pero las piernas como troncos descuajados, los chirajos de pantalón cubriéndolas, asomaban por la puerta entreabierta. Uno-dos-cuatro-siete, contaba rápidamente Simón. Uno-tres-cinco y las flores rosadas llovían también muertas sobre los muertos. Uno-dos-cuatro- hasta ocho a veces y volteaba la cara hacia el otro lado en donde estaba la farmacia, leía el rótulo sobre fondo verde, La Esperanza, y comenzaba a correr, deteniendo el bolsón viejo a un lado y apretando la bolsita con el pan que servía de refrigerio. 

Mamá Toya, la abuela que ya rozaba casi los ochenta y quien lo había criado desde que la madre había desaparecido cinco años atrás, le daba miles de indicaciones al despedirlo frente a la puerta desvencijada de la casa: que no se detuviera a ver los muertos, que se persignara al pasar, que no hablara con nadie, que no contara nada de su mamá, que si alguien le preguntaba por ella que dijera que se había ido a los estados. Que se había ido a los estados repetía Simón en la escuela cada vez que en las reuniones se aparecía la abuela, arrastrando los pasos, con una trenza de pelo ralo y canoso cayéndole sobre la espalda, cada vez que las mamás, los profesores o los compañeros le preguntaban. Que se había ido a los estados, repetía, y él mismo se lo llegaba a creer, arrodillado noche tras noche mientras decía sus oraciones, pidiendo en silencio que la mamá apareciera para llevárselo con ella, o simplemente para ahogarlo entre abrazos que ya no recordaba, o a darle un beso callado en la oscuridad como esa madrugada en que se fue, en que desapareció entre la penumbra de un día que no llegaba. Y apretaba la frente contra las manos. Y apretaba las manos una con otra sintiendo cada rincón de piel, cada hueso pequeñito convirtiéndose en una esperanza. Uno-tres-cinco-siete-diez. Amén.

Que no viera a los muertos, sino se te va a pegar a saber qué alma en pena y vas a cargar con ella toda tu vida y en tus sueños, le gritaba cuando él todavía la podía ver desde lejos, blandiendo la manta del pan como bandera, dando la vuelta con su pelo cansado, murmurando alguna letanía de esas de las llagas de Cristo. Así que él, obediente a sus recomendaciones, solo pasaba en uno-dos-cuatro, dejando atrás la alfombra de flores rosadas cubriendo a los muertos y su padrenuestro que estás en los cielos, apretando con fuerza los dientes, el bolsón y el pan con margarina. 

Pero los otros niños, que obviamente no sabían de almas en pena ni tenían todas las advertencias de una abuela sabia y octogenaria, no reparaban en el daño que le hacían a sus vidas y a sus sueños al transgredir la barda de entrada y pasar sobre las flores para contemplar palmo a palmo a los muertos de turno. Que se habían encontrado a Cristóbal tirado en la rampa, comentaban en el recreo. Cristóbal, el guerrillero aquel que habían atrapado cuando mataron al alcalde. Cristóbal, decían suavecito, el que era primo la Lupe, la bicha de las tortillas. Ese. Ese. Y todos lo habían visto alguna vez, todavía vivo. Echándose un cigarro en el patio de atrás de la iglesia. Siguiendo a la Cecy por los pasajes de la colonia, saltándose el muro del mismísimo cementerio, repartiendo fusiles. Sí, repartiendo fusiles, repetían a coro, un coro suavecito. Un coro suavecito que terminaba en carcajadas, en todas las miradas puestas sobre Simón, comiéndose su pan en silencio. Simón que nunca decía nada, que no se reía tampoco, que no se saltaba la barda con ellos, que no tuvo el valor la única vez que se atrevió a acompañarlos.  

–¡Simón el maricón! –, le gritaban desde adentro, entre risas y pedradas.

Aquel mediodía, el de su cumpleaños número once, luego de repasar sin sentido y varias veces los largos pasillos de la escuela, decidió que no quería volver a la casa. No todavía. No a la Mamá Toya con delantal blanco y arrastrando los pasos, no a sus inútiles y torpes caricias, no a la sopa de frijoles con queso rayado, no a los avesmarías y padresnuestros, no a la tosecita seca, fugaz y melancólica. Sacando sus últimos diez centavos de la bolsa del pantalón, se subió a la ruta 7 que pasaba en la esquina y se alejó lo más que pudo de los muertos, el cementerio, el manto funerario, la rampa, Simón el maricón y la abuela. 

Qué buen regalo de cumpleaños, pensó, mientras topaba la cara a la ventana y veía pasar todas las miserias del mercado con sus láminas viejas y desgastadas, toda su podredumbre y olores ácidos. Si tuviera un colón más se bajaría en el centro a buscar ese lugar en donde venden el sorbete con forma de payaso que su mamá lo había llevado a comprar para otro cumpleaños. Quizás el cumpleaños siete. Quizás el último que había pasado con él. Ese cumpleaños en el que le había comprado una camisa a rayas con el lagartito verde, se la había comprado en un  baratillo. Le asentó el pelo con vaselina, le hizo el camino a un lado, salieron agarrados de la mano. Lo llevó al cine y ella lloró suavecito, para que él no se diera cuenta, cuando mataron a la mamá de Bambi. Ella lloró, secándose las lágrimas y los mocos con el puño azul de la blusa. Lo miró, sonriendo, pero con los ojos tristes todavía brillando en la oscuridad. Le agarró la mano y se la apretó fuerte. Después fueron por el sorbete. Un sorbete servido en plato de vidrio y con cuchara. Dos bolas de vainilla sobre una base de piña. Una cereza haciéndolas de nariz. Un barquillo rosado haciéndolas del cucurucho del payaso. La mamá hoy sí reía, se reía de verdad con dientes pequeños y afilados, con manos como pájaros que le limpiaban la boca después de cada cucharada, después de cada ilusión dulce y helada, después de cada feliz cumpleaños, bichito. 

Pegado a la ventana, con la mano abierta tocando el vidrio, tenía once años. Y la ciudad pasaba como de mentiras allá afuera. Pasaba rápido. Pasaba como una película que nadie quiere ver. Se podía bajar en cualquier parte y perderse. Nunca había ido solo al centro, nunca había ido solo a ninguna parte, las pocas veces que salía era con la abuela, de vez en cuando a alguna visita por aquí y por allá, a ver a alguna viejita como ella, de esas que siempre huelen a ropero y a gaveta, a cajones cerrados, a tiempo que no existe. Qué ganas de bajarse del bus y perderse en cualquier esquina sin nombre, en esa, esa con parque y columpios. Podría tener otro nombre y otra historia. Un papá y dos hermanos y una mamá que lo fuera a traer a la salida de la escuela. Una mamá para decir mi-mamá-me-mima y un papá que le agarrara fuerte la mano al pasar frente al cementerio. En las tardes, seguro irían a jugar a ese parque. A mecerse en los columpios. A reírse porque sí. No tendría que contar uno-tres-cinco-siete. Y seguro tendría un nombre como Juancito o Paco. De seguro un nombre que no rimara con maricón. 

Casi anochecía cuando regresó a la casa. Los dos pinos de la entrada se movían suave, con una brisa inusual para esos días de marzo. El cielo, enrojecido por el sol, era un gran espacio ausente de nubes. La puerta estaba abierta, la casa en penumbra y silencio. Tiró el bolsón sobre la mesita de madera con las sillas que hacían de comedor y de sala. No sintió el olor a frijoles, ni vio las velas encendidas frente al Sagrado Corazón de Jesús. Se dirigió a la pila a lavarse las manos anticipando los sermones de la Mamá Toya, todos los gracias a Dios me tenés a mí, si no qué fuera de vos, si a tu tata ni lo conocimos, si tu nana te dejó ahí tirado para irse detrás de a saber qué peludo guerrillero, y mirá vos te vas sin decirme adónde, y yo aquí encandilada, esperándote con tu sopita. Pero los sermones no llegaron. Ni los pies arrastrando los pasos. Se dirigió al cuartito que compartían y la vio allí, dormida, tal vez soñando, con el brazo izquierdo doblado a un lado y la mejilla reposando sobre la mano, como almohadita –pensó-, mientras se daba la vuelta para dejarla descansar. Al llegar a la puerta volteó, es que tenía un color bien raro, pálido y transparente. Se quedó parado junto a la cama, uno-tres-cinco minutos, esperando a ver si el pecho se movía, seis-ocho-diez y más. No se movía. Se acercó y le dijo abuela, le tomó la mano como almohadita y estaba fría. Los labios blancos y entreabiertos.

Al fin el reloj dio las cinco de la mañana. Salió a la calle todavía iluminada por el alumbrado eléctrico. Bordeó la calle plagada de basura y perros callejeros. Saltó la barda del cementerio, cayendo suavemente sobre la rampa. Los muertos ya estaban allí, uno-dos-tres-cuatro-cinco, pálidos y transparentes, con morados por todas partes, algunos solo en calzoncillos, otro, desnudo, con heridas abiertas como las calamidades del mundo, con las caras de ojos abiertos, con la soledad de un adiós sin remedio.

Caminó sobre el cemento y entre los muertos, recogiendo todas las flores que pudo, guardándolas adentro de una bolsa blanca para llevarlas a casa y a la abuela. Antes de salir los miró otra vez, eran cinco, con heridas de bala donde sea, con sangre, golpes y sin alma.

FLOR ARAGÓN (El Salvador). Cuando era pequeña quería ser trapecista. Esas tantas vueltas de la vida me llevaron a convertirme en comunicadora, publicista, profe de redacción, de comunicaciones integradas de marketing y de storytelling. Me gusta ver el cielo desde mi ventana. 

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