El narrador nicaragüense Luis Báez nos comparte esta inquietante historia que forma parte de su libro Historia nacional de lo abyecto (2021), relato que nos habla de un país y de una historia tan reciente como insepulta
Luis Báez / Narrador
Hace casi una hora que el Yaris de Sergio enfiló hacia Carretera a Masaya, y el tráfico y el infierno de Managua se desvaneció lentamente a nuestras espaldas. Ahora que viramos para iniciar el descenso hacia la laguna de Apoyo, Sergio prende un porro.
Acaba de oscurecer y hay un apagón en la comarca que bordea el cráter de la laguna. Salvo las sombras reptantes que los candiles y las veladoras proyectan sobre las persianas de algunas casas, nada aquí parece moverse, salvo por algunas figuras espectrales que emergen de tanto en tanto ante los focos del Yaris y, casi en el acto, desaparecen en la oscuridad: un señor y sus hijos arreando una carreta de bueyes, un borracho tendido en un cauce, una pareja besándose contra el poste de un cerco. Mientras bajamos por la pendiente que conduce a los hostales.
Sergio le sube a la música —Bitches Brew— y enciende otro porro. De pronto, tras una curva muy cerrada distinguimos el aullido cavernario de varios monos congos que, desde lo alto de las ramas de un inmenso árbol de zapote, parecen saltar y danzar para la luna. Detenemos el vehículo y apagamos las luces.
Nos bajamos lentamente, con curiosidad. Al lado del camino, al pie del árbol, distinguimos las siluetas de dos tipos y una tipa, probablemente europeos o gringos que, con sus enormes mochilas en las espaldas, sus ropas deportivas y sus tenis sucios, susurran y señalan las copas de los árboles.
“Bonitos, ¿verdad?”, dice Sergio a los turistas mientras se acerca con la calidez latinoamericana que su experiencia en atención al cliente en call centers ha contribuido a afinar. “Ich No espagnol hablo…” responde con esfuerzo uno de los turistas con una sonrisa franca que procura reparar cualquier ofensa que su total desconocimiento de nuestro idioma pudiese provocar. Es un tipo alto, muy blanco y de barba oscura. Lleva una bandana de colores amarrada en la frente. “¿Hablás mota?”, dice Sergio con una sonrisa más franca todavía, mientras ofrece el porro al turista quien, por lo demás, amplia mucho más su sonrisa y, con una especie de exhalación contenida, deja caer su diestra amistosamente sobre el hombro de Sergio, mientras con la siniestra toma el porro: “si, si, hombra, hablo marihuana”. Entonces llama al resto de su manada.
Su nombre es Verner y es suizo, según nos dice ahora que recurrimos a nuestro maldito inglés de call-center como lengua neutral. Nos presenta a Franz, un austriaco delgado y taciturno que toma el porro sin saludarnos. Verner explica a manera de disculpa que Franz “es así”. Le digo que no tiene que explicar nada, y les invito a perder cuidado hacia herir cualquier probable susceptibilidad tercermundista, y reímos. La muchacha que los acompaña, por otro lado, sí es bastante más amistosa. Se llama Ellie y es del norte de Irlanda. Nos saluda de beso en la mejilla. Huele a sudor acumulado y a cerveza, aunque es un olor no del todo desagradable.
Ofrecemos llevarlos hasta la laguna y les recomendamos hospedarse en el hostal que administra Helena, mi amiga, precisamente hacia donde nos dirigimos. La idea les parece maravillosa, pues pensaban tantear su suerte en busca de hospedaje para la noche, y suben al Yaris. Verner dice que nunca pensó escuchar a Miles en aquel lugar. Yo sonrío y estoy a punto de responder algo cuando fulmina mi oído con una trompeta que parece sacar de la nada, como si la hubiese amasado de la pura oscuridad, y sigue la nota que Miles sostenía. Veo que Ellie sonríe en el retrovisor lateral. “Sos músico… qué bueno”, dice Sergio a Verner cuando baja la trompeta. Franz mira todo el tiempo por la ventanilla en estricto silencio.
Llegamos al hostal. Es un lugar muy agradable, todo hecho con madera y bambú y decorado con muebles y afiches viejos. Todo está iluminado por un sinnúmero de veladoras de colores. Apoyada sobre una mesa de la terraza, Helena apunta algo en un cuaderno a la luz de un candil. Su sonrisa surge de las sombras como la del gato de Cheshire: “¿qué me dice Ernestito?”, es su saludo. Le respondo con un abrazo. “¡Qué nota, loca! ¿Cómo te trata la laguna? Mirá: él es Sergio, mi amigo con el que te dije que venía. Y te trajimos unos clientes. Ellos son Verner, Ellie y Franz; hablan inglés”. “Tuani, pasen, hombre, ya estoy terminando el arqueo… Pero están en su casa; ya los atiendo”. Entonces nos acomodamos en un balcón bastante amplio, bajo el cual las aguas negras de la laguna van y vienen en suaves tumbos y retumbos apenas platinados por la luz de la luna.
Verner se quita la mochila que, puesta en el suelo, le llega hasta la cintura. Después se tira en una hamaca y se queda viendo el cielo con la trompeta balanceándose sobre su regazo. Ellie y Franz se sientan en unos bancos dispuestos alrededor de una mesa de madera larga y oscura como un ataúd. Ellie saca una botella de vino de su mochila. “Tendrán algo para abrirlo”, pregunta en un mejor español que el de sus amigos. Tomo la botella y la traigo a la cocina. “¿Podemos usar estas copas?”, pregunto a Helena. “Sí, agarrá lo que querrás, prix”. Vuelvo con seis copas y sirvo el vino, que es rosado, pero que viene en una botella muy oscura. Pregunto qué tipo de vino es. “Weißherbst”, responde Franz, casi susurrando, y por primera vez escuchamos su voz, “mein Weißherbst, Ellie…”, reprocha sin sacar el rostro de las sombras que lo enmascaran.
El vino dura nada: dos canciones que Sergio y yo le acompañamos a Verner con dos guitarras viejas que encontramos en el lobby. Ahora prendemos un porro y escuchamos las peripecias de Verner y Ellie en su viaje en bus desde San Juan del Sur hasta Masaya, donde conocieron a Franz. Sergio y yo convenimos que lo menos que podemos hacer es aportar el resto del alcohol. Entonces dirigimos nuestros pasos hacia la venta.
Ya de vuelta, descubrimos que un señor algo entrado en años se ha sumado a la tertulia. Habla en un inglés incorrecto pero fluido. Yo me siento a su derecha y trato de seguir el flujo de sus palabras. Entiendo que cuenta un cuento de camino mientras Franz y Verner lo escuchan como en trance. De pronto el señor me extiende la mano y, pausando su relato por un segundo, se presenta en español: “Me llamo Miguel Fermín Estébez. Para servirle en lo que se pueda, amigo”, dice como si pronunciara una sola palabra y de inmediato reanudó su relato. Parece versar sobre una muchacha y sobre cómo después de bailar con un desconocido alto y apuesto (bajo una hilera de bujías ambarinas, en un chinamo de Nindirí) había perdido la razón para siempre porque, al ver los pies del desconocido, descubrió unas pezuñas de bestia y cuando lo vio a los ojos vio algo terrible e imposible de expresar en palabras.
“L’abject”, susurra Ellie para sí misma en un francés con entonación gaélica.
“There are some things that happens, but that one cannot explain” dice con solemnidad mientras se acerca a las veladores y se vuelve hacia el perfil ensombrecido de Franz, “I had this uncle, for instance…” y así, sin más, empieza su siguiente historia.
En ese momento, Sergio regresa de la cocina con una cerveza en una mano y una pipa de vidrio en la otra. Le pregunto si está cargada y asiente mientras me la pasa. Bárbaro, pienso. Buen trip este viejo y sus cuentos de caminos en su inglés catarinense, pienso. Buen trip la Helena de invitarnos y no cobrarnos por el hospedaje, y buen trip el apagón y la luna y el cielo despejado por completo, de no ser por esa nube larga que más que desplazarse parece dilatarse infinitamente.
La segunda historia de don Miguel versa sobre su tío, quien desde niño había trabajado como peón en una finca de café propiedad de allegados a Somoza, ubicada entre San Marcos y Masatepe, a unos 20 kilómetros al oeste de la Laguna de Apoyo. Hacia el final de la década del setenta, cuando la Insurrección había estallado, la finca se convirtió en zona de paso y abastecimiento para unidades de la Guardia Nacional. Para esos tiempos, su tío, a quien llamaremos Pencho, tendría veintipocos años. Desde siempre, o al menos desde que Pencho tenía memoria, las tareas de la finca habían permanecido relativamente inalteradas, hasta una noche de mayo del 79, cuando el primer destacamento de la Guardia apareció entre la bruma del cafetal y Pencho recibió orientaciones un tanto inusuales del capataz. Esa noche Pencho aguardó en el punto señalado, aterido y soñoliento, junto a un pelibuey que llevaba amarrado por el pescuezo, hasta que la pequeña caravana de jeeps de la G.N. apareció. Iban de paso y acamparían hasta el amanecer. Esa noche, por órdenes del capataz, Pencho también mató y destazó (con sus propias manos y ante las pláticas, los ojos chispeantes y las risas de los guardias que ponían el fuego y levantaban el campamento) al pelibuey para el abastecimiento de los guardias.
Ahora don Miguel muestra evidente fascinación al referir el trance que provoca matar y desollar a una bestia con tus propias manos, a la luz de la luna, y sentir la sangre y las vísceras tibias lamerte la piel ante las miradas sádicas de los guardias, equidistantes al hambre y la lujuria, que parpadeaban como luciérnagas en la oscuridad —el símil y los adjetivos son de don Miguel, quien además asegura ser poeta.
“Pero no quiero perder el hilo”, dice volviéndose hacia el rostro evidentemente perturbado de Ellie, quien, por cierto, lleva puesta una camisola de PeTA, “porque de eso no se trata la historia, sino de cómo mi tío Pencho tuvo el encuentro que lo cambió para siempre”.
Desde esa noche el trabajo de Pencho tuvo menos que ver con el café, los cortes y el olor a pulpa, y más con pequeñas tareas de apoyo a las unidades de la Guardia que en cualquier momento podían aparecerse por la finca. Tareas que el capataz le orientaba discretamente, aparte del resto, y que alguna gente dice que fueron la causa de su maldición. Muchas veces esas tareas consistían en cosas sencillas, como lavar los jeeps y los uniformes de los Guardias o lustrar y pulir botas y hebillas. Otras veces preparar comida o conducirlos por las veredas de la finca y sus alrededores. Por lo general sólo eso: cosas irrelevantes y más bien cotidianas. Hasta una noche de inicios de julio cuando, en lugar de los jeeps habituales, apareció un solo camión que tenía toda la parte trasera cubierta por una lona verde.
Esta vez a Pencho no le dieron instrucciones muy específicas. Solo le orientaron hacer todo lo que los oficiales que venían a bordo del camión le orientaran. Llegó al lugar indicado alrededor de la medianoche y se puso a ver el cielo mientras, con las manos embutidas en los bolsillos, silbaba una canción de Peñaranda. No se veía luna ni estrellas, sólo nubes grises que pasaban a toda velocidad y, de pronto, dos pequeños discos de luz amarillenta que surgieron en la lejanía, zigzagueando ampliamente detrás de la breña. Cuando el camión se detuvo junto a Pencho, los focos desaparecieron entre una polvareda densa. Escuchó varias botas caer pesadamente sobre la tierra. Una mano cogió a Pencho por el hombro y lo condujo hasta la parte trasera del camión donde una voz le ordenó abordar. Conteniendo un suspiro y sin atinar a decir palabra, obedeció.
Entonces el camión reanudó la marcha.
Pencho intuyó varios bultos que trepidaban demasiado cerca de él pero la oscurana interior era como una membrana que los volvía extrañamente lejanos. Finalmente, el vehículo se detuvo casi al borde de un barranco
El guardia que conducía se bajó y alumbró azarosamente con una linterna la lona del camión, hasta que el haz penetró hasta el interior. Pencho pudo verlos nítidamente: rostros largos y escoriados, apenas humanos, tensados por el miedo y el dolor. También rostros temblorosos, erosionados por sombras que parecían entresacar el hueso de la piel. Piel que, de no estar donde uno sabe que va un rostro, se pensaría que no es piel, sino una pasta insustancial embadurnada con odio sobre la calavera. Durante los instantes que el haz recorrió el interior, aparecían y desaparecían, súbitos y fugaces, como las primeras estrellas que aparecen tras el ocaso, más rostros descarnados. Eran exactamente treinta, aunque Pencho no los contó. Treinta rostros que pertenecían a personas desnudas, amordazadas y apretujadas como bestias. Rostros de niños, mujeres, hombres, ancianos, con el horror como única comunión posible.
La linterna se apagó.
La misma voz de antes ordenó bajar a todos. Algunos prisioneros intentaron, breve e inútilmente, oponer resistencia. Pero poco pudieron contra las culatas que les desencajaban las quijadas y los hombros, o contra las botas que quebraban los dedos. Al final, todos los cuerpos fueron lanzados y arrodillados sobre el camino de tierra Pencho, quien permanecía trémulo pero impávido en el interior del camión, sólo escuchaba, sin atreverse a ver nada.
Dos guardias se le acercaron armados con palas y piochas y le pidieron que los condujera hasta un punto del barranco donde fuese seguro cavar una fosa lo suficientemente grande como para echar a toda esa gente. Sólo entonces, Pencho tuvo valor para ver, aunque apenas de reojo, a los cuerpos que lloraban, gritaban y maldecían sobre el camino. Pencho asintió y, como en trance, descendió hasta lo más profundo de aquel barranco, avanzando por un lodazal que se dilataba al pie de varios chilamates hasta unas grandes piedras cubiertas de lama. “Aquí”, dijo Pencho. Uno de los guardias prendió su candil. La luz escasa y oscilante reveló un paisaje de raíces húmedas y fango engusanado que, a juicio de don Miguel, no dejaba de tener algo de poético.
Empezaron a cavar.
Al cabo de veinte minutos la fosa estaba lista. En este punto, los guardias se mostraban cansados aunque complacidos por por haber concluido el trabajo y, sobre todo, ansiosos por regresar con el resto.
—Será que todavía agarremos algo —decía una voz en la oscuridad.
—Seguro —respondía otra—. Son bastantes…
Cuando por fin regresaron, enlodados y cansados, los otros guardias habían separado a los presos en dos grupos: los hombres, que eran doce, maniatados y de rodillas, temblaban de horror o de rabia con las frentes apoyadas en los bordes del camión. Ante los focos prendidos, como dispuestos para un espectáculo espeluznante, las once mujeres y los siete niños restantes se arrastraban o eran vapuleados por todo lo ancho del camino. A algunos, los guardias les continuaban propinando puñetazos, patadas y culatazos. Algunas mujeres, ya casi inconscientes por la golpiza, eran penetradas con palos, puntas de rifle o por los penes enrojecidos y lustrosos de los guardias. A otras les arrancaban pezones a mordiscos o se los cortaban con una bayoneta destinada a ese único fin. Finalmente cayeron, una a una, muertas o inconscientes. A los niños más pequeños, niños de brazo que no pasarían del año, año y medio, los tiraban al aire para clavarlos con sus bayonetas antes de que cayeran al piso. A otros, simplemente, les partían las caras a culatazos o los dejaban morir desangrados. A un niño de unos ochos años lo obligaron a introducirle la punta de un rifle a su hermanita de seis, bajo amenaza de violar hasta la muerte a la madre de ambos si se rehusaba. Cuando el niño por fin hizo lo que le ordenaban, los guardias ensortijaron sonrisas viscerales que crujió como virutas de hierba ardiendo, mientras de la boca desencajada de la madre se escapaba un grito sin forma ni fondo que tajó la noche profundamente. Al niño le pegaron un tiro en la nuca y a la madre de todos modos la violaron hasta dejarla inconsciente. Luego la mataron.
Por un largo rato, los guardias se dedicaron a violar y torturar todo lo que se movía y, por si acaso, hasta a lo que ya no. Cuando por fin se dieron por satisfechos, cuando ya no había ninguna mujer o niño en pie, y cuando ya se vieron sin energías para proseguir su saturnal sangrienta, bañaron con gasolina a los hombres que tenían maniatados y arrodillados y les prendieron fuego. Después echaron los cadáveres en sacos y los empezaron a bajar como zompopos por la quebrada.
Cuando hubieron tirado el último de los cuerpos a la fosa que Pencho había ayudado a abrir, los guardias partieron en el camión y le ordenaron taparla.
Casi amanecía cuando echó la última palada.
Salió del barranco y regresó trastabillando por el camino. Miró las huellas del camión. Anduvo sorteando los parches de tierra oscurecida por la sangre. Contempló, sin interpretar, algunos trozos de carne y piezas dentales desparramados sobre el polvo. Entonces, con sus últimas fuerzas, se alejó del lugar.
Se tumbó en medio de un chagüital y lloró hasta caer en una suerte de duermevela. Entre el sueño y la vigilia surgían escenas de la matanza. Los sonidos circundantes colapsaban en una sola masa ininteligible entre la cual empezó a distinguirse una voz, la voz de una mujer, que lo llamaba.
—¡Ts, ts, ts! muchacho….
Era una voz débil, quejumbrosa. Pencho pensó, felizmente, que por fin estaba soñando. Pero la voz insistió desde la vigilia:
—Muchacho… venga a ver.
Pencho abrió los ojos tanto como sus párpados se lo permitieron y buscó por todos lados pero no halló a nadie, sólo un par de vacas echadas del otro lado del cerco y, en la lejanía, una franja morada que se diluía en el alba. Cuando la voz insistió, un repeluzno le trepó por la espalda.
Entonces se levantó de un brinco. Frente a él, recostada contra un tallo de chagüite, descubrió la figura de una muchacha que le hablaba. Cuando se acercó, la muchacha se llevó el índice descarnado hasta los labios como rogando silencio. Luego lo ensortijó para indicarle que se acercara un poco. Iba envuelta en una tela gris muy raída y cargaba en brazos a una criatura que se movía sin hacer el menor ruido envuelta en un trapo sucio. La expresión y el rostro de la muchacha eran indefinibles e imposibles de memorizar, en parte porque la maraña de sombras que se desplegaba por casi toda su cara la volvía inescrutable, y en parte porque el cansancio y el vértigo que indignaban a Pencho le dificultaban hasta el más básico esfuerzo mental.
—Ayúdeme —insistió, mientras ponía a la criatura en el suelo y se acercaba cojeando—, ayúdeme, que yo se lo puedo pagar muy bien —entonces dejó caer al suelo la tela que la cubría
Pencho buscó los ojos de la mujer, pero cuando la tuvo de frente sólo halló unas cuencas profundas y vacías. Sintió un aliento rancio que le recorría el rostro y un cuerpo frío que se enraizaba en su cuerpo. Cogieron, sin más, en el mero descampado, no por mucho rato, no con muchas ganas, pero sí poseídos por una especie de ardor hipnótico. Cuando por fin el esperma de Pencho se escurrió entre las piernas de la muchacha y cayó sobre la tierra negra del chagüital, ésta, lenta y ceremoniosamente, se puso de pie y le entregó el niño a Pencho. Susurrando, le pidió que lo llevara hasta un claro cerca de los lindes de la finca. Pencho, embobado y sudando fiebre, tomó el bulto entre sus brazos y, sin más, empezó a caminar.
Corrió durante un largo rato, pero era como si el tiempo corriera en dirección opuesta. Como si, de la nada, la luna hubiese aparecido otra vez en el cenit, y como si volviera a salir de la quebrada, lleno de lodo y de sangre, y como si otra vez se dirigiera a los chagüitales del potrero a hacer el amor con un montón de carne podrida, hasta que, otra vez, era totalmente de día y el bulto que llevaba en brazos se volvía más y más pesado, o sus brazos más y más débiles.
Cuando la luz ya era recia, la criatura empezó a retorcerse dentro de su trapo. Pencho se percató. De pronto, cesó su marcha y se sentó sobre un tronco comido por comejenes. Trató de pensar por un segundo, pero por su mente sólo pasaba un vaho ardiente que olía a enfermedad y putrefacción. Abrió un poco la manta y sintió a la criatura retorcerse aún más por el contacto de la brisa y de la luz matinal. Entrevió unos pequeños labios renegridos y cuarteados, y una mejilla pálida, surcada por un laberinto de venas. Entonces, como hipnotizado, abrió un poco más la manta y vio, tras unos párpados que eran como membranas traslúcidas, dos ojos inyectados de sangre. El niño empezó a respirar y jadear muy rápido. Una mueca de dolor transformó su rostro y varios chillidos graves y desesperados se escaparon de sus labios. Abrió los ojos de par en par. Eran unos ojos negrísimos y enormes, bordeados por coágulos. Parpadeaba como dolido, indignado por la luz, y trataba de clavar sus ojos en los de Pencho. Sus chillidos se volvieron insoportables. Pencho no supo qué hacer y, temblando, le pasó la mano por el rostro. Pencho sintió como que un escalofrío violento lo fulminaba. Como un relámpago, la noche pareció reconstituirse de la nada. Como si, de pronto, hubiese sido arrastrado hasta un lugar muy lejano. Solo pudo ver las uñas negras durante el segundo que les tomó salir de la manta para clavarse en su cara. Luego vio un montón de sangre bañándole el pecho y a la criatura arrastrándose hacia lo profundo del monte, como una serpiente herida, hasta desaparecer.
—Desde entonces mi tío quedó con la mitad de la cara desbaratada, si a aquello todavía se le puede llamar cara. También quedó loco, o perturbado desde esa noche. Es el loco del pueblo, y camina reviviendo todo lo de esa noche, una y otra vez. De pronto empieza a gritar o a llorar de la nada mientras asegura que lo están obligando a cargar unos muertos. Y a ese barranco, desde entonces, lo bautizaron como el barranco de los Muertos, pero ya nadie, que yo conozca por lo menos, se acuerda por qué le pusieron así…
Mientras don Miguel finaliza su cuento, la silueta de un gato gris y enorme se pasea por la baranda del balcón, recortada sobre el cielo estrellado que se duplica en la superficie de la laguna. Busco entre la oscuridad, apenas atenuada por las candelas, las caras del grupo. Franz parece fascinado por la historia. Sergio y Verner habían empezado a armar un porro que quedó truncado cuando don Miguel llegó a la parte de las torturas y las violaciones de los compas. Ellie ni se inmuta. Helena se había levantado de la mesa al final de la historia de la muchacha que bailaba con el diablo, para atender una llamada de su jefe, y ahora regresa con más cervezas mientras, entre risas, dice algo como:
—Ya los acalambró a todos este viejo con sus cuentos, ¿verdad? Qué bárbaro, si es que yo lo conozco. Don Miguel no tiene tacto, menos con los extranjeros. Es medio insensible con el choque cultural el doncito. ¿Cuál les contó? ¿La del niño de las uñitas? ¿Con todo y la parte de las violaciones de la EEBI? —entonces reparte las cervezas—. Pero bueno, fíjense que esa parte, que creo que es la peor de la historia, es la única cierta…
—Bueno, Helenita, siga diciendo que es mentira lo del Maligno, y ahí va a ver, sobre todo a usted que le gusta andar tapi a altas horas por estos senderos —dice don Miguel entre risas.
—¡Bah! Que me tenga miedo él a mí —ríe Helena—. Bueno, aquí están estas bichas, muchachos, y ya son lo último que parió la chancha. No sé si compran más, o nos pasamos al roncito.
Luis Báez, Managua, 1986. Cursó estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas Rodrigo Peñalba y de Humanidades y Filosofía en la UCA de Managua. Su primera colección de cuentos, El patio de los murciélagos (Uruk Editores) fue publicada en 2010, en Costa Rica. En 2021 publicó la colección de relatos Historia nacional de lo abyecto (anamá Ediciones) y en 2022 la novela El inmóvil movimiento del cielo (anamá Ediciones). Ha publicado relatos, poesía, ensayos y crítica literaria en antologías, revistas y medios culturales de Centro y Latinoamérica. Desde 2010 ha dirigido el Fondo Editorial Soma y varios proyectos de gestión cultural. También ha impartido talleres, asesorías y cursos de escritura creativa.