El acto de los wayob

El escritor guatemalteco Martín Díaz Valdés nos comparte, en exclusiva para El Escarabajo, un fragmento de su novela “El acto de los wayob”, novela con la que ganó el Premio Centroamericano de Novela Monteforte Toledo 2023

Martín Díaz Valdés / Escritor, artista visual y titiritero guatemalteco.

¡Quelenquén, quelenquén! Las láminas se azotaban unas contra otras en la época del viento fuerte, que por momentos aliviaba el calor. Luego los zopilotes comenzarían a formar sus coronas fúnebres en las alturas, rozando con las puntas de sus alas las nubes de oscuridad creciente, y se sabría que la lluvia estaba encima.

Con sus caras relucientes de sudor, se apearon, revólver oculto y machete al cinturón, los agentes de la Secreta. Nadie entraba a la finca sin tener dos o tres pares de ojos encima: encaramados en los árboles de chicle, muchachos de manos gruesas y callosas se las llevaban a la boca poniéndolas en forma de cantarito y soplaban, emitiendo el trino de un ave que jamás existió, dando la alarma. Al escucharlos, el patrón sabía que debía subir las escaleras, poner un mantel decente y mandar a preparar refresco y café con gotas de un aditivo secreto, de receta propia. Su ayudante, el Chepe, debía dejarle a mano una muda fresca, cerrar la trampa y quedarse cuidando. Se cambiaba, ensayaba una pose natural en la hamaca del porche posterior y se ponía a fumar para espantar a los mosquitos. A veces tomaba un libro en inglés que pretendía leer y dejaba caer hasta la punta de la nariz los lentes de utilería esperando oír el anuncio. «Don Ernesto, buscan», decía con entonación particular una voz femenina. Entonces, sabiéndose observado por encima del hombro, volteaba teatralmente hacia la ventana donde, esperando de pie, las siluetas recortaban el fulgor solar que se colaba al interior de la casa.

Al entrar les ofrecía un asiento cómodo, café y limonada que aún no terminaba de entibiarse. Los agentes variaban a cada tantos meses, pero había logrado cierta amenidad con algunos que volvían a aparecer después de cierto tiempo sin ser vistos, haciéndole grandes fiestas al reconocer sus caras.

–Hacía cuánto que no nos visitaba el agente –les decía a los conocidos–. Da confianza volver a ver a alguno de ustedes luego de tanto…

Sabía que desperdiciaba el tiempo memorizando los nombres falsos que daban cuando andaban en funciones, por lo que se limitaba a un apretón fuerte de manos mien   tras examinaba los estragos del desvelo en quienes, presumía, habrían sido ascendidos o, ya de plano, conservados en su puesto debido a su lealtad. Algunos agentes se encogían, como si les avergonzara haber sido reconocidos frente a sus compañeros. A los demás los llamaba «rotativos», porque desconocía por completo los términos y mecanismos burocráticos de su organización, suponiendo que la Policía Secreta los tuviera.

Le bastó una mirada superficial para saber que esta vez se trataba de muchachos inexpertos, de los que no solían durar en el servicio, dos «rotativos». Pero también intuyó que aunque fueran jóvenes no se dejarían intimidar. Sabía que quedaría muy bien con el café, por lo que les hizo traer un par de grandes tazas. Sin más formalidades ni ceremonias entraron en materia: iban buscando a dos peonas del cañaveral de los Herrera. Arqueó las cejas y, sin dejar de fumar, dejó caer un «ajá» indiferente. Se contrajo de hombros e iba a sacudir el cigarro en el cenicero, ofreciendo poner a los mozos y peones a buscarlas cuando, sorpresivamente, fue interrumpido por uno de aquellos chicos. Le habló en un tono que halló grosero, cosa que ninguno antes se había permitido.

–Si no aparecen pronto vamos a tener que traer a los perros.

¡Quelenquén! Azotó la lámina suelta sobre sus cabezas.

–¡Eleuteria! –gritó el patrón–. Vea que alguien arregle esa lámina –y luego suspiró, aún encendido por la humillación de ser condicionado por aquellos dos chicos, intentando disimular la vergüenza y la cólera.

Les hizo servir más café. Negrísimo. Lodoso.

A pesar del calor, a tres metros bajo sus pies temblaban las dos mujeres que se había escapado del chicote del caporal en la finca vecina, madre e hija. Habían agarrado sus bultos para atravesar el río y una porción de selva sin reclamar que dividía ambas propiedades, ganar la carretera, pagar a quien fuera y como fuera con tal de llegar al primer poblado, lejos del caporal con sus chiflidos, con sus fuetazos y su caballo blanco, esa bestia a la que le gustaba encabritar para interrumpir el paso de las peonas, aterrorizadas, antes de prometerles pasar a sus ranchitos para robárselas, para sabroséarselas a grandes gestos de lengüetadas mientras las veía fijamente a los pechos, los cuales ellas tenían que arrebatarle de la vista porque si no…, si ya solo de tener sus ojos enfrente se sentían desnudadas. «Te voy a pasar haciendo el daño», les gritaba desde lejos. Los hombres alrededor solo bajaban la vista, impotentes. Parecía tener un olfato diabólico, pues cada vez que una muchacha empezaba a menstruar, se materializaba, como salido del aire, detrás de ella, haciendo caer el chicotazo en las nalgas, que la dejaba suspendida en un grito mudo. Su proceder era siempre el mismo, por lo que, en cuanto comenzó a aplicarlo con la chica, ella concertó con su madre la fuga. Se rehusaron a esperar a que apareciera un día en la puerta del rancho, medio borracho y con el revólver a la vista, haciendo salir a todos de un chiflido o un tiro al aire y antes de desabrocharse el pantalón. No soportarían verlo hacer que el caballo brincoteara como niño a la mañana siguiente, como hacía también cada vez que pasaba junto a una panza abultada por obra suya. Hartas, huyeron, apelando en sus mentes a algún pariente suelto en las fincas circundantes y al poco dinero con que pensaban pagar el transporte.

A pesar del plan, las agarraron. No sabían que los falsos pájaros vigías de la finca vecina tenían un canto especial para cuando encontraban a quienes se fugaban de las propiedades circundantes.

Ambas mujeres escuchaban la conversación como si las voces estuvieran debajo del agua.

–Le aseguro que en mi propiedad no están –dijo el finquero, invitándolos a sentarse en un sofá de madera torpemente forrada–. Y si llegaran a estar, se las hago llegar yo mismo a don…

Olvidaba con facilidad los nombres hispanos, a pesar de que, a fuerza de llevar tantos años en aquel país subtropical, su acento y modismos eran propios de un mestizo nativo.

Uno de los agentes comenzó a pasear la vista por la casa con cierta insolencia, sorbiendo de su segunda taza, mientras el otro describía a las fugitivas que cuidaba el Chepe en el sótano, concluyendo con la pregunta –¿Y ninguno de sus peones las vio?, ¿ni los jornaleros?

–No trato con indios, para eso están los caporales. Déjeme preguntar –atajó, con ensayado dominio de sí.

El que examinaba la habitación se puso de pie para revisar más de cerca un escaparate en el que brillaban guijarros de jade del tamaño de puños.

–¿Y estos? –dijo, mientras el otro daba sorbos ruidosos a su taza.

–Aparecen de cuando en cuando en la propiedad, algunos ya estaban así y otros vienen prendidos a ídolos de barro.

El policía pegó la cara al vidrio como si quisiera tratar de leer los glifos grabados en las superficies de piedra verde. Bajo su bota tronó la argolla metálica de la trampilla que conectaba al sótano. ¡Quelenquén! Luego sonaron unos pasos sobre sus cabezas, un peón se equilibraba junto a la diagonal de las agujas góticas de metal que adornaban el techo de la casa patronal, buscando en dónde hacía falta clavar.

–Lo que sí oí es que los Chumil andan en un cerro de por acá. Nos harían un gran favor a todos agarrándolos –remató el patrón.

Estaba claro que el hombre intentaba conducir la atención de sus visitantes hacia el techo, luego al café, luego al cerro, como si buscara un buen cebo para la curiosidad del agente que se había parado y tenía el objeto de su búsqueda justo bajo sus pies.

–Esa familita que tantos problemas me ha traído’mbre…

Desesperado, sacó de una cartera un par de billetes y extendió uno a cada uno, casi suplicante.

–Esto es por adelantado –les dijo a los agentes–, por si de una vez pueden hacernos favor de que no volvamos a ver a los Chumil.

Los jóvenes pensaron en rechazar la oferta, aquello prácticamente confirmaba que ambas mujeres estaban en la propiedad y que él sabía dónde. Iban a resistirse, pero el aditivo del café hizo efecto y sus corazones empezaron a latir aceleradamente. El amo de la finca se dio cuenta porque bastó ponerse de pie y una dura mirada de sus ojos celestes para que los coyotes transmutaran en perros. Una angustia irracional se había apoderado de ellos, así que fueron, obedientes, a traer su dinero de la mano de don Ernesto.

–Bien –dijo este, ya más tranquilo–. Vayan, vayan, nosotros aquí vamos a estar pendientes.

Eleuteria les quitó las tazas de las manos y desapareció tras un mueble repleto de libros humedecidos. Los agentes hubieran querido refunfuñar, mostrar algún signo de disconformidad, pero las manos no dejaban de temblarles; se sentían inquietos, compelidos a quemar ansias haciendo cualquier cosa que les ordenaran y achacaron aquello a una facultad sobrenatural en la voz del hombre. Ya lo habían oído de otros compañeros.

–¿Y cómo vamos a encontrarlos? –preguntó uno de los policías.

–Andan de caza, dicen mis muchachos. Casi siempre acampan en el pie de la peña –respondió el patrón, señalando con el dedo como si su mirada pudiera penetrar el follaje circundante hasta alcanzar el lugar–. Pregúntenle a los patojos por dónde ir y si no oyen los disparos, seguro distinguen el humo. Nadie más anda cazando a tiros en esta propiedad y a esta hora… Así la demás gente también aprende a no andarse metiendo en mi terreno.

Salieron de la casa patronal con los machetes al hombro, porque les habían pedido quitarse sus armas y sombreros en la entrada. Hicieron traer sus caballos, volvieron a ponerse su equipo al cinturón y partieron en la dirección que él les indicó. Mientras cabalgaban, uno de los dos dijo casi en un suspiro, casi con tristeza:

–Él las tiene, ¿verdad?

Una vez hubieron desaparecido los policías en la senda, Ernest Mor, don Ernesto, tomó los restos del cigarro para dar una última calada, sintiendo que el humo amargo y caliente le invadía el pecho, soltándole los músculos.

At last –exclamó.

Levantó la argolla y entró por la trampa disimulada en el suelo

–Ya no se va a poder, vos Chepe –le dijo a su asistente–. Estos ya se las olieron y alguien los mandó. El hijo de puta ese se me está volteando. O alguno de sus compinches… O es por la muchacha de la otra vez –farfulló con amargura.

Ambas mujeres se estremecieron al verlo bajar

–Ya no va a haber nada –dijo, y las cadenas que las sujetaban por muñecas y tobillos tintinearon–. Todo lo que tenía planeado se fue a la fucking mierda –espetó, rechinando los dientes, fundiendo frustración con angustia mientras agarraba el cuchillo y se lo ofrecía a su caporal, quien degolló a la madre. «¿Qué más puedo hacer?», pensó, «es el cambio de temporada y los Señores exigen carne blanda en estos días».

–A ver, prestá –dijo al caporal y tomó el fierro por el mango, se lo cambió de mano y, para desahogar su frustración, apuñaló el tórax de la hija hasta romper la hoja contra un hueso–. ¡Y se me olvidó volver a cambiar de ropa!

Ernst Mor sintió ganas súbitas de llorar, nada parecía estar saliéndole bien.

–Ahí me guardás lo de los Señores en un costal. Todo lo que no se distinga que pueda ser carne de gente. Lo demás al sumidero –disfrutaba pronunciar aquella palabra para referirse al antiguo cauce del río que había «domado». Al llegar a aquél municipio, en su juventud, le había impresionado la fuerza de la corriente. Antes había visto masas de agua de tan gran caudal, pero no con aquella violencia demoledora. Con los años se hizo propietario del paso de la corriente y la desvió hacia el interior de su propiedad, dividiéndola entre regadíos y empleándola para mover un molno que funcionó por poco tiempo. Partió tanto la corriente que podía decirse que el río había desaparecido en sus terrenos. En el lugar donde antes hubo una catarata, ahí donde la fuerza del agua era más brutal y estruendosa, había quedado una masa de lodo que no se solidificaba por completo en ninguna época del año. El hedor de la humedad empozada ahuyentaba a la gente y hasta a los animales, por lo que el Chepe lo sugirió a su patrón como un lugar perfecto para hacer desaparecer los restos de sus víctimas. El finquero estuvo de acuerdo y pidió que le mostrara el lugar. Luego de una caminata breve y extenuante llegaron a una vereda. El Chepe parecía poder asirse a las paredes con los pies descalzos, pero al patrón le tambaleaban las piernas, por lo que en un punto del descenso se dio por satisfecho y, apoyándose en una rama que asomaba del desfiladero, se puso a fumar mientras su sirviente se perdía en la espesura. Eventualmente lo oyó preguntar a gritos –¿Le parece bien?

–Sí, sí, es adecuado

–¿Pero lo está viendo?

–Sí, sí, desde aquí te miro –y no volvió por el lugar ni a preguntarse siquiera cómo le hacía su sirviente para hacer aquel descenso cargando al hombro buena parte de un cuerpo humano, lo único que le importaba era que el Chepe se llevaba los restos y él nunca volvía a saber nada más.

Tenía urgencia de quitarse la ropa húmeda, antes de que la sangre se pegoteara en los vellos de su pecho y piernas.

Dio una mirada al glifo en la pared, suplicando por dentro que se aplacaran los gritos que hacían eco en la caverna de su cráneo. «Help! Help me please! Oh, God, help me!», suplicaba. Sin la ceremonia, no estaba seguro de poder dormir, de que los Señores no lo visitarían para llenar sus noches de estertores y fiebres, de llantos y pasos sobre la lámina. ¡Quelenquén! Maldijo la hora en que se dejó convencer por la modernidad e hizo cambiar el tejado de barro por agujas neogóticas de lámina empalmada.

–¿Y vos sabés quiénes son los Chumil? –Preguntó el menos experimentado de los dos policías secretos.

El viento agitaba la selva alrededor de los agentes, enloqueciendo el moteado de sombra en la hojarasca.

–Trabajo –contestó el otro, devolviendo el machete a la vaina y acariciando la cacha de la pistola, viendo a un anciano que preparaba fuego y dejaba caer rodajas de zanahoria en una olla bajo la lona de su campamento. El mero hecho de que les hubiera pagado para deshacerse de él implicaba que era peligroso, por lo que dispararon sus armas en cuanto lo tuvieron a tiro. Revolvieron entre las cosas del campamento. No parecía que hubiera nadie más con el viejo, pero ambos creían haber escuchado que se refirió a «los» Chumil. Esperaron cerca, ocultos por si alguien más aparecía, pero al cabo de un rato pensaron que los peones se asomarían para investigar el ruido de las descargas, así que decidieron dar el trabajo por terminado. Volviendo a sus caballos, salieron a escape de la propiedad, haciendo resonar, entre los goterones de la lluvia que empezaba, los cascos de sus monturas sobre el puente que habían atravesado al llegar, hasta alcanzar la carretera, antes de que la gente comenzara a regar el chisme de que los Chumil, hombres sin amo, un viejo y su nieto que vivían de la caza en los montes circundantes, no volverían a cazar estas tierras.

Martín Díaz Valdés
Quetzaltenango, 1985. Escritor, artista visual y titiritero. Ha publicado los libros de poesía Hiedra (Premio “Víctor Villagrán Amaya”, Alianza Francesa de Quetzaltenango, 2009), Este mal (Catafixia Editorial, 2010) y Teúl (Editorial Cultura, 2021); el libro de cuentos Escolopendra (Editorial Cultura, 2014) y los libros para niños El prodigioso de la montaña (Loqueleo, 2015); y Los cuatro de Tevián (Loqueleo, 2016). Formó parte de los colectivos literarios Ritual y Metáfora, en los cuales colaboró para la organización del Festival Internacional de Poesía de Quetzaltenango de 2003 a 2009, y de Canícula, teatro y títeres como libretista y titiritero de 2009 a 2012, año en que fue becado por la Fundación Muñecos por el Desarrollo como fabricante, manipulador y productor de programas infantiles de muñecos animados. Ha sido invitado a lecturas de su obra y otras actividades artísticas y académicas en Chile, República Dominicana, Cuba, El Salvador, y Guatemala. En 2014 desarrolló el proyecto fotográfico en redes sociales Pienso en Árbenz con la colaboración del fotógrafo Alejandro Anzueto. En 2019 participó en La Bienal en Resistencia, como parte de DAREX, (Dueto de Arte Experimental) con la obra Anti-Historia y en 2022 presentó la exposición pictórica Tohil en Casa No’j, Quetzaltenango. En 2023 expuso, junto con Alejandro Marré, Rasgos imaginarios en Catafixia Centro, además de tener participación en otras exposiciones colectivas. A su obra El acto de los wayob le fue otorgado el Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” 2023.

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