Compartimos el cuento «El burócrata» del escritor salvadoreño Antonio Teshcal. Este texto forma parte del libro Empleados públicos (Editorial Equizzero), título ganador del XII Certamen Literario Ipso facto 2022 en la rama de narrativa
Antonio Teshcal | Poeta y narrador
Cuando Juan ya imaginaba en qué gastaría el dinero amasado con las apuestas del chingolingo, lo último que se le cruzó por la mente fue acabar en donde estaba. Precisamente, cuando las cosas empezaron a ponerse buenas, se le vino a la mente su mujer como la contemplación persistente de una pintura de Eva. Pensó en que su idea de que hiciera el juego, y se fuera a probar suerte a la feria, había sido lo mejor de lo que lo había convencido. Al principio la idea le pareció mala, luego pasó lo de siempre: lo pensó tanto (o lo dejó de pensar) que acabó haciéndole caso a su mujer.
Ella era más terca que una mula, y había que verla cuando le daba por rebuznar… queja tras queja. Ahora que estaba en donde nunca se imaginó, las quejas y el hartazgo, se le presentaban en mente como la contemplación de una pintura de El Bosco. Ahora apreciaba su vida de manera distinta, algo había cambiado de alguna forma y definitivamente.
Revisando el diario de quejas, Juan recordó cómo estas iniciaron por su trabajo. Ella le recriminaba que ser reparador de radios era “pura babosada”, porque algunos días había trabajo y muchos no. Eso implicaba que comían frijoles, arroz, queso y huevos como menú permanente, y que en cuanto a salidas a comer para lo único que alcanzaba era para pupusas, y muy de vez en cuando. Además, respecto a otros gastos, como ropa, zapatos, lociones, y demás, todo quedaba descartado hasta lo extremadamente indispensable.
Juan, cada vez que la oía quejarse, le decía que debían estar contentos de que techo no les faltaría, gracias a que su padre, viudo y jubilado del servicio nacional de trenes, le había heredado su casa al fallecer. «Además estamos sanos, mujer, mirá que Dios sabe cómo lleva las cosas, que no nos enferma porque sabe que no tenemos para medicinas», le decía. Ella respondía que estaba contenta de poder morir macilenta por sus raquíticas dietas, o de la pena de no poder vivir como “la gente decente”, como ella calificaba a los demás. Y cada vez que traía a cuenta su pésimo trabajo, también le reprochaba no haber estudiado, más aún porque fuera por voluntad propia. Siendo hijo único, su padre estaba dispuesto a correr cualquier gasto por su hijo.
Con el tiempo las quejas tomaron cada vez mayor fuerza, sobre todo cuando ella consiguió trabajo como ordenanza en el Seguro Social. Juan, ingenuamente pensó que la situación mejoraría, pero para él empeoró. Ahora ella tenía muchas más personas con quien compararse y compararlo. Su mujer le decía: «Mirá el doctor ha sacado carro nuevo», «mirá el licenciado de radiología está ampliando su casa», «mirá el licenciado de recursos humanos y su mujer se va de vacaciones a un hotel a la orilla de la playa», «mirá el de farmacia…» De tanto oírlos mentar, Juan ya se podía de memoria a todo el personal y en lo que gastaban su dinero. Pero lo incomodó más cuando le dijo que ni siquiera había llegado a ser como su padre, que al menos consiguió trabajo en el gobierno, y que mejor ella lo había logrado (y casi por accidente, pero eso Juan no se atrevía a decírselo). Le restregó tanto que conseguir trabajo como empleado público era lo mejor, y casi lo único bueno que podía hacer, que, una media noche –luego de que ella dejó que le hiciera el amor, y después de cruzar algunas palabras en las que le volvió a decir por ésima vez: «siquiera consiguieras trabajo en una oficina de gobierno»– llegó a la determinación inexorable de buscarlo hasta encontrarlo. Y con esa determinación también llegó a la conclusión de que, así como estaban los tiempos, la única manera de conseguirlo era metiéndose al partido.
Así lo había logrado Germán, un medio amigo de su niñez. Gracias a que se metió al partido logró empleo como pasa papeles en la alcaldía municipal. Sin embargo, el proceso para conseguirlo no fue sencillo. Primero tuvo que ir a las reuniones de adoctrinamiento, o cualquier reunión que mandara el partido, aunque no hubiera una agenda que cumplir, también asistir a cuanta protesta surgía y sin importar que no estuviera en el sindicato protestante, o que no afectara realmente por lo que se protestaba; más aún, no era necesario tener un motivo claro de por qué protestar, el asunto era mostrarse descontento. Después de todo eso el panorama empezó a verse prometedor. Se acercó el periodo electoral y empezó a trabajar en las campañas proselitistas, y luego en el día de las votaciones. Y aunque el candidato no ganó, sí llegó a colarse como miembro del concejo municipal plural, y desde ahí empezó a meter a sus parientes, y por supuesto a la gente del partido que había “sudado la camiseta”. Así fue como Germán logró colarse como empleado público.
Siguiendo ese ejemplo tan vívido, Juan procedió igual, considerando que tenía menos de un año antes de las nuevas elecciones. Con infranqueable decisión se metió tanto en el partido y su dinámica, que después de varias semanas ya era capaz de hablar mucho sin decir nada. Luego de ideologizarse hasta la más profunda apariencia, y tomar hecho en cada una de las actividades del partido, su empeño empezó a dar destellos. Pronto lo delegaron como fuerza de choque en las protestas, luego lo metieron en la logística de las mismas. Después empezó a ser mandadero de dirigentes locales del partido y, cuando empezó el proselitismo, lo nombraron jefe de cuadrillas de pinta y pega, y organizador de mítines. Amasó tanta confianza que hasta manejaba la caja chica de la que se costeaban los refrigerios, cigarros, y el licor que se consumía en los eventos y relajos. El futuro le pintaba tan bien a Juan que hasta Germán empezó a sentir celos de su zalamería, y de su impecable verborrea de líder o diputado de carrera.
Luego de las elecciones, en la que fue nombrado supervisor en un centro de votaciones, llegó el momento de la merecida siega, y ahora con ribete, porque el concejal esta vez había ganado las elecciones. Ahora que ese pequeño caudillo llegaba a la silla edilicia la cosa se advertía que sería radical. Así, mientras al amigo de Juan lo encaramaron en la jefatura de un departamento de la alcaldía, a él lo nombraron como asistente administrativo en la misma oficina. Por fin lo consiguió. Juan era, ni más ni menos, que un auténtico burócrata en su salsa.
Tomó posición del cargo, e ingenuo de la cosa pública, se puso a indagar archivos para estudiar la manera de llevar la oficina eficientemente, acción que fue vista con burla por los demás correligionarios, pues era bien sabido que –de acuerdo a su ideología– para eso no era necesario ninguna preparación, bastaba con cumplir el horario y nada más. Se trataba de no permitir que otros tuvieran el espacio en su poder.
Como la oficina tenía que ver con asuntos culturales, a Juan no le pareció coherente que Germán –que hasta antes de ingresar al partido había sido zapatero remendón– ahora suplantara a un doctor en filología, curador de obras de arte, políglota, y ex catedrático de una universidad extranjera. Tal académico fue destituido porque se negó a seguir las órdenes del partido en voz del nuevo alcalde, que dictó, entre otros cambios: cesar inmediatamente las clases de idiomas porque las consideraba innecesarias, los cursos de pintura porque se hacía con material profesional y le parecía un despilfarro, y los seminarios de historia porque los juzgó como pérdida de tiempo. En vez de eso se debían implementar: talleres de bisutería, cuya maestra sería la líder de la juventud del partido; de elaboración de piñatas, impartidos por la madrina del alcalde; y debates de adoctrinamiento del partido a cargo del compañero “chinto molotov”, miembro emérito de la vieja guardia.
Pero lo que sorprendió más a Juan, fue enterarse de que suplantaba a un profesor normalista, de los buenos, fundador de una prestigiosa revista de cultura, un hombre que se había codeado con escritores y diplomáticos en tiempos que ambos eran figuras intelectuales más que decorativas. Al pobre viejo lo despidieron porque se negó a afiliarse al partido como prueba de lealtad al nuevo orden, por decir que nunca necesitó tal cosa porque siempre había trabajado bien, y gente de todas las corrientes de pensamiento lo reconocían. Tal afirmación fue tomada como grave disidencia al poder, semejante insulto selló su sentencia de despido. El pobre, con males ya latentes, propios de su edad, se puso muy enfermo luego de verse cesado de su carrera cultural.
Ahora la oficina, de ser centro cultural local, pasó a convertirse en una gran esquina, donde la plantilla laboral pasaba hablando de fútbol y telenovelas, con debates propios de tortillerías, billares y cantinas, y gente fumando donde antes se respiraba olor a libros y pinturas. Lo formal eran las mujeres ofreciendo sus ventas de cosméticos por catálogo, un señor que llevaba quesadillas por encargo, y el cuchubal que se inició desde la primera paga.
Como la oficina abría a las ocho, a esa hora llegaban a desayunar para empezar a atender a las nueve y media. Cerraban entre las once y once y media para el almuerzo y reabrían hasta las dos de la tarde. A las dos y media se rifaba quien iba por el pan dulce para tomar café en el receso de las tres. Y como la jornada era hasta las cuatro, a las tres y media dejaban de atender para hacer maletas y las mujeres re-maquillarse. Luego hacían cola en el marcador desde cinco a las cuatro, porque eso sí, eran muy cumplidos con la marcada de entrada y salida, por aquello de alguna auditoría.
Una noche de copas con la dirigencia, Juan le manifestó a Germán su malestar por tanta holgura en la oficina, estaba tan borracho que hasta le externó sentirse culpable por suplantar a un hombre del que todos se expresaban con admiración. Germán, igual de borracho, le dijo que esos eran los beneficios del partido, que no renegara porque se lo habían ganado. Le dijo con sorna y reproche que si trabajar le gustaba mejor se hubiera dedicado a ladrón, porque aunque la gente no lo creyera, eso requería trabajo duro y fino. «Sé de lo que te hablo, hay clientes que hay que presionarlos», le murmuró y se echó a reír.
Las cosas en la oficina continuaron con su displicente dinámica, mientras que en la casa de Juan las cosas inicialmente mejoraron. Cesaron las quejas ya que ahora tenían ciertas libertades económicas, como cenar fuera o comprar comida preparada, ir de vez en cuando a bailar, además de pasear en algún turicentro al menos una vez al mes. Pero, por extraña ironía de la vida, la mujer de Juan se juntó con compañeras de trabajo que poco a poco la arrastraron a “las cosas de Dios”, como ella decía. Entonces la mujer, que Juan conoció en el baile de las fiestas patronales, diez años atrás, entre cumbias y cervezas frías (los recuerdos más dulces de su vida), se convirtió en fiel devota cada vez más reacia a no salir más que a la iglesia, a convivios y vigilias, además adepta a los ayunos y excluir categóricamente de la dieta los chicharrones y el lomo de cerdo que a Juan tanto le gustaba, porque tampoco le permitía comer aunque no fuera creyente.
Durante ese periodo de unción, las reprimendas de su mujer eran por comer carne de tunco a escondidas y siempre descubierto (cosa que Juan creía más un poder demoníaco), sus cervecitas los fines de semana y sus salidas al billar después de las reuniones del partido. «Esas son cosas de mundo», le decía como si se refiriera a los peores pecados. Y mientras Juan continuaba apenado por su escasa labor en la oficina, ahora prefería que su mujer fuera la de días atrás, porque al menos podía disfrutar de un plato de chorizos de cuche amarrados con tuza, acompañados de su cervecita fría frente a la televisión, que ahora solo pasaba en el canal religioso donde un hombre gritaba como si tuviera un gargajo atravesado.
La vida de Juan empezó a ser más desgraciada, y justo cuando cumplía trece meses de ser burócrata, renunció empujado por la culpa que sintió al saber que el profesor normalista al que sustituía había muerto. Se enteró de que un amigo le dijo al moribundo: «… y hombre más inútil al que pusieron en tu lugar, es un insulto a tu legado». Pero la repuesta del profesor fue la que hizo a Juan llorar de vergüenza, en la noche del día que se enteró (mientras estaba solo porque su mujer andaba por una vigilia): «no digas eso, que ese Juancito es buen muchacho, se ve que es decente y hará lo mejor que pueda». Juan siempre había huido a cualquier acercamiento fortuito con él, pues presentía no poder soportar sus ojos proverbiales.
Luego, cuando se quedó sin empleo, nuevamente la vida jugó en su contra las cartas de la ironía. La mujer se desencantó de la vida religiosa, y volvió a su estado anterior con todo y quejas. Ahora lo culpaba de tonto por haber renunciado a su empleo de burócrata.
Así pasó escuchando quejas hasta que un día, cuando las fiestas patronales se acercaban, su mujer le dio la idea de hacer el chingolingo. Juan, derrotado una vez más por su cotidianidad, se puso a trabajar en el juego hasta que le dio forma. Se fue a la alcaldía a tramitar el permiso respectivo, y se fue con el artefacto al sitio de la feria.
Antes de media hora empezaron a llegar los mirones. Eso fue buen augurio porque luego se llenó de clientes y la suerte empezó a pintarle. Era bien entrada la noche cuando ya tenía un buen fajo de billetes en la bolsa, y las apuestas seguían corriendo. Fue entonces que pensó en su mujer y se sintió triunfal. Hasta ya planeaba el encuentro amoroso con su mujer, estaba seguro de que esa madrugada se le entregaría sin hacerle ningún reproche. Pero fue precisamente en ese instante de felicidad mental que aparecieron los agentes municipales, y sin darle mayor explicación, que acusarlo de infringir la ley, lo tomaron y lo llevaron a las bartolinas con todo y chingolingo. Allá, de nada le valió alegar que tenía licencia. El dinero le fue decomisado, y él puesto junto con una horda de borrachos y vagabundos de temporada.
A pocos minutos vio llegar a Germán, su medio amigo y jefe de la oficina. Juan creyó que se salvaría del malentendido. Germán se acercó y Juan le contó tras rejas todo lo sucedido y le pidió ayuda. Su medio amigo se sonrió con reticencia, le llamó “traidor” con desprecio religioso, le dio la espalda, y mientras se marchaba le gritó: «¡Esto te pasa por pendejo, a ver si con esta dejas de hacerte el persignado y avivás!».
Luego de eso, fue que Juan apreció su vida de manera distinta. Algo había cambiado de alguna forma y definitivamente. Y mientras esperaba salir llegó a una determinación que su mujer tendría que aceptar, si no…
Antonio Teshcal (Quezaltepeque, El Salvador, 1984). Se licenció como médico veterinario zootecnista en la Universidad de El Salvador. Se desempeñó como laboratorista en el área de microbiología durante algunos años. Es Profesor Universitario de química en su alma mater, ingresando mediante concurso por oposición. Ganador del primer lugar, en la rama de narrativa, del Certamen de Creación Artística Arte Ibídem (2004); Premio Único de Poesía en los XVIII Juegos Florales de Santa Ana (2009); primer mención de honor en el Primer Certamen de Poesía Ítalo López Vallecillos (2016); ganador del III Certamen de Literatura Infantil Maura Echeverría (2019), en el género de narrativa; y ganador del XII Certamen Literario Ipso Facto (2022), en el género de narrativa. Muestra de su obra poética y narrativa, artículos de opinión y reseñas, han aparecido en medios impresos y digitales, dentro y fuera del país. Ha publicado en poesía: Péndulo (2021), Invierno (2022), Sangre (2022), y Memorial bajo el cerezo (2022). En narrativa ha publicado: Empleados públicos (2009); y ha sido incluido en los libros de texto de primaria Crecer leyendo (2023), la antología Cuentos indispensables vol. 2 (2023), y la obra de poesía y prosa El Rey gaditano (2024).