El cuerpo de Susana

Compartimos el cuento El cuerpo de Susana de la narradora salvadoreña Laura Vadillo, que forma parte de su primer libro de cuentos “Estrellas que nacen en cunas de polvo” (Ojo de Cuervo, 2024), material que parte de una voz sólida y depurada, donde se cuestiona la corporalidad, así como los deseos y obsesiones de la sociedad contemporánea

Laura Vadillo / Lectora y narradora

A Susana no le gustaba su cuerpo. 
No era solo el disgusto por su rostro y figura, esos que nunca llegarían a verse tan hermosos como los de las chicas de las pantallas y de los posters que cubrían la ciudad, asaltando sus ojos sin parar. También era que nunca se sentía cómoda con la apariencia que su cabello crespo adoptaba por las mañanas, sobre todo en la época de lluvia, cuando la humedad lo hacía esponjarse y crecer como si cada hebra tuviera vida propia e intentara escapar de su cabeza; ni con la incomodidad que le provocaba ver su pálida cicatriz en X, de cuando se cayó de la bicicleta a los once y una piedra puntiaguda se le incrustó en la rodilla izquierda; o cuando al sentarse sentía en el abdomen las llantitas de grasa que se le formaban bajo la ropa, por más que comiera brócoli y huevos con espinaca una vez a la semana. 

A Susana no le gustaba su cuerpo en general. No le gustaba la sensación de tener un cuerpo. 

Los cuerpos se enferman. Hacía solo un mes salió de una terrible faringitis aguda que la dejó en cama durante dos semanas, todo a causa de mojarse un poquito con una llovizna mientras esperaba el microbús. Dos semanas desperdiciadas entre sábanas calientes y pastillas amargas, sin poder siquiera disfrutar de sus comidas favoritas. Y aunque tenía la bendición —como decía su abuela— de haber nacido con dos brazos, dos piernas, dos ojos y todo un cuerpo completamente funcional, había momentos en los que un resfriado o un alimento mal elaborado eran capaces de derrumbarla y hacerla preguntarse cómo en la antigüedad la humanidad había sido capaz de sobrevivir sin ibuprofeno y pepto-bismol

Los cuerpos envejecen. Susana era joven, muy joven según sus padres, demasiado joven para preocuparse por la vejez; pero aun así le tronaba la cadera cuando se agachaba con premura, le dolía la espalda después de esperar parada mucho tiempo y, ¿eran acaso futuras arrugas esas suaves líneas, como dobleces de origami, en la comisura de su boca y en su frente? Y no importaba si aquello no era más que la consecuencia de su falta de ejercicio constante, mala postura al pasar horas frente al celular o el déficit de una skincare adecuada. El punto era que incluso a su temprana edad, Susana notaba los rastros que el paso de los años marcaban en su cuerpo y el cómo los retazos de una niña se iban diluyendo para dejar en su lugar la imagen de una mujer. 

Los cuerpos son sucios. A Susana no le gustaba pensar en eso. Claro, había aprobado la clase de biología, sabía cómo todo aquello funcionaba. Por eso se aseguraba de ducharse y perfumarse bien todos los días, pues odiaba sudar y apestar; y no mencionemos el hecho de saber que, cada vez que disfrutaba de comer un delicioso platillo y lo consideraba uno de los mejores placeres de la vida, a las horas su organismo, se aseguraría de… Bueno, ya captaron la idea. 

—No entiendo por qué te preocupas, si todas esas son cosas normales —decía su hermana, cuando salía el tema a colación—. Todos nos enfermamos, todos vamos a envejecer, todos comemos y luego des-comemos… Es la naturaleza. Hasta los animales lo hacen. 

—Sí, pero, ¿y si hubiera un modo de evitarlo? ¿Y si los humanos llegaran a evolucionar o…?

—Por favor, Sus, ¿volverte inmortal? ¿Joven para siempre? Ya hemos visto suficientes películas para saber que eso nunca funciona. 

—No es eso —trataba de explicarse Susana, sacudiendo la cabeza—. Hablo de tener un mejor cuerpo, uno que no…

—¿Uno que no se enferme, que no envejezca, que no cague? —terminó su hermana, cansada de la misma plática—. Solo siendo un robot lograrías eso. Hasta la persona más bella del mundo se vuelve vieja, y seguro más de algún día le toca andar sudorosa, apestosa y con diarrea. 

Susana soltó un suspiro de resignación. Siempre era la misma respuesta, el apabullante sentimiento de derrota al saber que nunca escaparía de su cuerpo. 

Había días en los que se sentía enjaulada, encerrada en un saco de vísceras con alto nivel de mantenimiento, destinada a fallar y desgastarse hasta el día en que ya no pudiera más y se averiara, pudriéndose y siendo desechada como la cáscara de un plátano. Pero Susana no quería esperar hasta la inminente venida de su muerte para confirmar si en realidad era posible sobrepasar los límites de la materia. Ser algo más que solo un cuerpo humano. 

En ocasiones, cuando la carga de la existencia física pesaba mucho, se veía a sí misma llorando, encerrada en el pequeño cuarto de baño, odiando la impresión de las lágrimas al secarse sobre sus mejillas, tan calientes, tan palpables; percibiendo con cada sollozo la presencia de su corazón palpitante; sus pulmones expandiéndose y encogiéndose, los fluidos bajando y constipando su nariz. 

Si pudiera vivir sin depender de un cuerpo, ¿no sería eso maravilloso?

Su solución se manifestó una mañana de esas en las que la niebla cubría las viviendas como un manto fantasmal y el rocío lanzaba destellos desde toda superficie a la intemperie. Susana había salido de casa con un portazo y cargando una enorme bolsa de plástico negra. Había olvidado sacar la basura la noche anterior, por lo que su madre la levantó muy de madrugada para que la recogiera y la dejara en la esquina de la colonia antes de que el camión recolector pasara. “Esta bolsa de basura es como yo”, se decía, balanceando su oloroso cargamento al ritmo de cada uno de sus pasos. “Cuando deje de servir y me arruine, me desecharán, quemarán o enterrarán, y el mundo continuará sin Susana. Y yo me pudriré, dentro de alguna caja, hasta que mis órganos se vuelvan líquidos y mis ojos un festín para los gusanos”. 

En la vecindad había un pequeño parque, un cementerio de juegos oxidados y mesas de piedra despintadas, frecuentado por algunas parejas indiscretas o por jóvenes fumadores. Ahí había un árbol, un cedro blanco de tronco ancho y nudoso con más años que los edificios con los que compartía hábitat. Entre sus raíces, como protegido por un nido de descoloridas serpientes, había un agujero. 

A Susana aquella vista le daba miedo. El árbol se inclinaba hacia adelante, encorvado, con las ramas queriendo abrazar el aire y ocultando del sol la cuna de tierra que se abría paso entre sus pies. El agujero, posible fruto de la erosión y el tiempo, era amplio, tanto que la chica encajaría a la perfección si se recostara como un feto dentro de él. Su padre solía advertirle que no se acercara a aquel lugar, que podía ser peligroso. “Un animal podría morderme o picarme; o podría caerme, lastimarme y ya no sabría cómo salir por mi cuenta”, pensaba ella. “Incluso si abajo no hubiera más que lodo, odiaría la sensación de mi piel ensuciándose”. Así que se mantenía alejada. 

Sin embargo, mientras regresaba a casa, sus ojos se dirigieron involuntariamente al infame hueco del árbol y se encontraron con algo diferente. Y es que, en esta ocasión, el hueco no estaba vacío. 

Adentro había una luz, una partícula flotante no más grande que un maní. Su aspecto recordaba a la de una motita de algodón luminiscente, como una pequeña hada de caricatura. Susana no se consideraba osada, pero una infantil curiosidad la impulsó a acercarse, dando pequeños pasos entre las sinuosas raíces. 

—¿Un hada? —preguntó en voz alta, como esperando a que por arte de magia una respuesta llegara a sus oídos. 

Y en efecto hubo una respuesta, pero no una que pudiera escuchar. Aun así, la comprendió a la perfección. 

No.

La criatura, si es que podía llamársele así, brilló con intensidad, indignada.

—¿Qué eres? —dijo Susana, arrojándose al suelo para observar mejor a su diminuto interlocutor y olvidando el barro bajo sus rodillas y palmas.

No lo sé. No tengo alas, no puedo ser un hada. No tengo pelo, colmillos o escamas como un animal. Tampoco corteza, hojas o pétalos como las plantas.

Aunque la pequeña cosa brillante no era más que eso, una pequeña cosa brillante, Susana creyó distinguir cierta melancolía en sus palabras.

—¿Por qué estás triste? —añadió. 

El resplandor de la criatura pareció volverse más débil. 

He recorrido el mundo, presenciado mil veces la danza eterna del sol y la luna a través del firmamento, aprendido las canciones y poemas más hermosos jamás descritos y atestiguado la caída y el surgimiento de incontables civilizaciones. No tengo atadura alguna y, aun así, me invade la tristeza al no poder sentir el calor del verano o el frío del invierno. No puedo cambiar como las estaciones ni crecer como las flores. No puedo dejar huellas en la arena ni producir ondas en el agua. El tiempo me ignora y tanto la vida como la muerte se me escapan. Porque no soy nada. Porque no tengo un cuerpo.

Susana guardó silencio, atónita, a la vez que algo comenzaba a anudarse dentro de su tórax. ¿Por qué de repente se sentía tan… densa? ¿Por qué de pronto volvía a ser consciente de los sistemas, de los órganos trabajando, de la claustrofobia a su piel? Con torpeza tartamudeó una disculpa, se levantó con prisa y se marchó de regreso a su hogar. 

Durante los días venideros no dejó de pensar en el misterioso encuentro ni en las palabras cicatrizadas en su cerebro, esas que revolvían sus entrañas y agitaban su respiración cada vez que las evocaba. “Porque no tengo un cuerpo”. Había intentado volver al agujero bajo el cedro, reencontrarse con ese ente brillante y sin voz; pero la oscuridad acumulada entre las raíces del árbol le indicaba que de nuevo aquel recinto estaba vacío.  

Perdió el apetito y el sueño, e incluso cuando por las noches su estómago lanzaba salvajes rugidos, sus músculos se quejaban y sus ojos suplicaban a sus párpados cerrarse para exigir el debido descanso, Susana continuó soñando despierta con cuerpos desechables y diminutas estrellas que nacían en cunas de polvo. 

El fin de semana siguiente, Susana se aseguró de levantarse muy temprano, mientras su familia aún dormía. Se puso zapatos y un suéter ligero, y salió de la casa. El silencio de la solitaria mañana caía apaciblemente, interrumpido por las pocas aves madrugadoras sobre los cables. Al llegar al parque, el corazón intranquilo de la niña se sosegó al distinguir a la ya esperada figurita brillante flotando a pocos centímetros de la base del árbol.

—Hagamos un trato —dijo Susana, asomándose al agujero.

¿Un trato? ¿Qué querría alguien como tú de algo como yo?

La pregunta apareció en su mente y ella no tardó en responder. 

Así fue como en las mañanas siguientes, Susana regresaba al hueco entre las raíces del cedro y le obsequiaba al pequeño ser de luz, un trozo de sí misma. De esa manera, ella no tendría que preocuparse por el uso de un cuerpo, y el pequeño ser luminoso ya no se entristecería por la falta de uno propio. 

Lo primero que ofreció fue su nariz. Susana notó que ya no percibía el olor de la basura cuando la llevaba a la esquina todos los viernes. Dejó de percibir la peste de las gracias olvidadas por el perro de los vecinos en el patio de enfrente, les dijo un adiós permanente a los mocos y, por primera vez, se dio cuenta de que andar en bus no significaría ahogar su olfato en el hedor de la gasolina mal quemada y el sudor agrio de los pasajeros. 

Después ofreció su estómago y descubrió que ahora ya no se sentía llena incluso si comía tres platos enteros de frijoles con crema o cinco rebanadas más de pizza con extra queso. 

Ofreció su cabello y sus uñas, sus dedos y sus orejas. Ofreció su páncreas y sus intestinos, sus riñones y sus músculos. Y así siguió entregando y entregando, revelando de a poco las nuevas maravillas que podía experimentar sin un cuerpo:

Sin piel, se deshizo de los problemas de acné y las molestas picaduras de los mosquitos.

Sin pulmones, pudo comenzar a pasar horas bajo el agua de la piscina sin ninguna molestia.

Sin vientre, se despidió del martirio femenino de cada mes.

Sin lengua, ya no tendría que preocuparse por quemarse con la sopa o el café recién servido.

Sin pies, dejó de cansarse al caminar, incluso si lo hacía sobre grava o asfalto caliente. 

Sin venas y arterias, no volvería a sangrar cuando se lastimara. 

Hubo un día en que quiso ofrecer sus huesos; pero el pequeño ser luminoso, que ya no era más una mota de luz, sino más bien algo parecido a un gusanito brillante que se enroscaba entre las raíces del árbol, los rechazó.

Tus huesos serán lo último que tome, pues son los que te conectan a la Tierra. Sin ellos, incluso si lo deseas, no podrás regresar. 

Susana no entendió muy bien qué implicaban las palabras de su peculiar cómplice, mas optó por obedecer la advertencia.

Entregó sus ojos y descubrió que el mundo era más que luz y oscuridad, más que siluetas y colores.

Entregó sus cuerdas vocales, perdiendo el miedo a no ser comprendida.

Entregó sus nervios y todo el dolor se borró. 

Entregó su corazón, y su pecho se liberó de la culpa y el temor. 

Por cada cosa perdida, había algo nuevo ganado, algo intangible, insípido e incoloro, una forma de vida diferente. Un nuevo ser. 

Desapareció el hambre, la sed, el sueño y el malestar. Desapareció el cansancio, las pulsiones y la necesidad. 

Llegó un punto en el que Susana dejó de ser Susana. Sin su cuerpo, una parte de ella se había marchado, aquella que la vinculaba al tiempo, al presente. Aún conservaba sus recuerdos, su humor y su carácter, todo aquello que subsistía sin depender del refugio de la carne. Después de todo, lo eterno es inmutable y los humanos son criaturas condenadas al cambio. 

El último día, Susana avanzó hasta el viejo cedro. Flotaba bajo la luz tierna del amanecer. Sus pies no tocaron la húmeda tierra, su cabello no ondeó ante la brisa y los rayos que se colaban con delicadeza entre las ramas no tocaron su rostro. Ahí se encontró con el ser luminoso, una gorda oruga enredada entre las raíces, quien trabajaba tenazmente alrededor de sí un capullo de etérea y cristalina seda.

—Volviste —dijo la oruga con alegría, observando lo que antes fue una niña—. Tengo que agradecerte. Gracias a ti he podido comenzar a experimentar todo lo que conlleva tener un cuerpo: he sufrido hambre, frío y calor. He sentido dolor al estrellarme contra las duras espinas y placer al rozar los suaves pétalos. He llorado hasta que el sueño me ha vencido y he reído hasta que el aire me hizo falta. Me he estirado, aplastado y agrandado, y ahora estoy a punto de completar mi transformación.

Es justo de lo que quería hablar. 

Las palabras de Susana se expandieron en el ambiente como un murmullo del viento o el susurro de las hojas. 

Yo también estoy lista para completar mi transformación.

Y con esta declaración, Susana decidió ofrecer sus huesos. Había vivido poco más de una maravillosa década y ya no los necesitaba; pero seguían siendo jóvenes y fuertes, con espacio suficiente para grabar nuevas memorias. 

Aquí tienes. Tómalos, renace como un hijo de la Tierra y nunca lo olvides: un cuerpo es una pesada responsabilidad, es un ser vivo al que tienes que cuidar, proteger y amar durante el tiempo que compartan juntos y hasta el día en que se separen. 

De haber tenido brazos aún, Susana los habría extendido en un amigable gesto de despedida y buena suerte, y aunque ya no tenía dientes o siquiera boca, pareció que sonreía mientras se alejaba ondeando en el aire. 

Adiós. 

El nuevo ser que antes fue Susana se convirtió en algo que no podría cambiar nunca. Mientras tanto, la criatura luminosa sí cambió, renunciando a su piel intangible de luz por una blanda de carne y sangre, agua y polvo. 

Ahora sin un cuerpo, Susana sería capaz de presenciar mil veces la danza eterna del sol y la luna a través del firmamento, de aprender las canciones y poemas más hermosos jamás descritos, y de atestiguar la caída y el surgimiento de incontables civilizaciones. Mientras tanto, dentro de un capullo en el hueco de las raíces de un viejo cedro blanco, un nuevo cuerpo comenzaba a crecer, entusiasmado por el momento en el que pudiera salir del vientre de la Tierra y vivir. Porque al final, los cuerpos no son más que cascarones temporales destinados a ser abandonados por la cosa eterna que habita en nuestro interior. 

Laura Vadillo (San Salvador, 2000). Lectora y narradora. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Don Bosco. Forma parte del Club de Lectura Fantasma. Este año debutó con el libro Estrellas que nacen en cunas de polvo (Ojo de Cuervo, 2024), material que parte de una voz sólida y depurada, donde se cuestiona la corporalidad, así como los deseos y obsesiones de la sociedad contemporánea. 

Ilustración de Dany Argus.

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