Publicamos el cuento El taller de la Séptima, de la escritora salvadoreña Claudia Denisse Navas, que forma parte de su libro Caminata sobre fuego (Ojo de Cuervo, 2024), una historia entrañable sobre el hogar y la memoria
Claudia Denisse Navas / Psicóloga y maestra en Comunicación.
Cuento tomado de Caminata sobre el fuego
Claudia D. Navas
Editorial Ojo de Cuervo 2024
Mi padre había ubicado su primer taller de carpintería en una galera rectangular frente a la calle que entonces se conocía como la Séptima Calle Oriente. Era una pieza de mesón, un cuarto de alquiler con paredes de bahareque. La fachada estaba recubierta de pliegos de lámina francesa. Se ubicaba a media cuadra del parque Centenario. Desde muy chicos, mis hermanos y yo solíamos pasar tiempo entre el taller y el parque.
La máquina de aserrar y el torno estaban a la entrada del taller. Dos mesas largas de trabajo, pegadas a cada pared lateral, dejaban un largo pasillo medianero siempre cubierto de aserrín y colochos de madera multicolor que mi padre solo barría cuando se volvían demasiados. Si eran de cedro, los colochos eran rojizos; si de pino, amarillo pálido; crema si eran de cortés, chocolate si la madera era de níspero. A la vuelta de la escuela, mis pies se hundían en esa alfombra que me dejaba los calcetines cubiertos de pequeñas astillas y se avivaba el aroma de los zumos y resinas de estas maderas que mi papá llamaba preciosas.
Al final de una de las mesas de trabajo, sobre un yagual de mezcal, descansaba un cántaro de barro que se llenaba de agua del grifo. El agua, siempre fría, tenía el sabor a tierra del agua de los arroyos. Sobre el cántaro, un tazón de aluminio, achatado y sin brillo.
En las paredes sin pintura, los únicos adornos eran los sujetadores de herramientas pequeñas, como martillos y desarmadores. En lo alto, colgaban marcos de sierra, serruchos y enormes tomacorrientes de porcelana. Había también un calendario imperecedero color aqua, con una gran manzana junto a una botella de soda rebosante de burbujas, cubierta de gotas en su exterior.
Pero lo más interesante de aquel taller estaba atrás, al fondo de la galera, en un cuartito de entrada minúscula y disimulada. Era lo que mi papá llamaba su estudio, una pequeña estancia cúbica, fresca y oscura. Al fondo del estudio había otra puerta, muy pequeña, que conectaba el taller con el resto de la casa.
El estudio tenía sus paredes circundadas de estantes. En uno de ellos había bueyes y búhos de madera a medio tallar, cuadros con recortes de grabados y pinturas, cajitas de diferentes tamaños. Eran objetos que mi padre hacía para entretenerse cuando no le llegaba trabajo.
En otro de los estantes, había una botella de miel de abeja, rubia y espesa. Algunas tardes, mi padre nos daba bollos de pan simple a los que les abría un huequito y llenaba con esa miel. Otras veces, nos daba de comer un queso que olía a pie sudado. La afilada navaja que acompañaba el llavero de mi padre rebanaba lascas de aquel maloliente queso, caro y fino según él, y nos las envolvía en tortillas de maíz recién hechas. También había guineos y naranjas. Todo se comía acompañado con agua del cántaro. Eventualmente mi padre compraba una soda, una y sólo una, para ser compartida con mis hermanos.
Otro estante del estudio tenía libros: el Pequeño Larousse ilustrado, para nada pequeño. Las Obras escogidas de Alberto Masferrer. Un libro de poesía de Alfredo Espino. Varios cancioneros populares, diminutos, con los acordes para guitarra de alguna ranchera o bolero de moda en sus páginas centrales. Fascículos de revistas brillantes y a color, que mostraban las leyendas y el arte escultórico greco-romano. Me deleitaba con esos fascículos. Me perdía en las historias trágicas y perversas de amantes, cuyos cuerpos blandos, gruesos y rosados aparecían en poses de delicado equilibrio. Al repertorio se sumaban paquines picarescos, de aventura, de historias románticas y otros que ilustraban la vida de hombres como Luis Pasteur y Miguel Ángel Buonaurroti. La biblioteca se cerraba con algunos ejemplares de una revista infantil chilena que circuló hasta 1960, El Peneca, impresa a tinta negra en papel rústico y grueso, que contaba historias por entregas: Los viajes de Marco Polo, Ivanhoe y varios cuentos maravillosos.
Mi padre ponía esos textos a nuestro alcance, como sin intención. Mis hermanos y yo pasábamos largo rato con la nariz metida en esos impresos que habían tomado olor a barniz. Cada una de estas lecturas nos llevó a viajar, sin salir de aquella estancia a la que llegaba, suave y rítmico, el sonido del serrucho. Nos acomodábamos en un sillón reclinable de tapiz de brocado que alguna vez fue color oro y que ahora, a fuerza del polvo, era mostaza. Leíamos con la luz de una lámpara de madera torneada y pantalla ennegrecida.
El taller estaba justo frente al colegio Eucarístico. A mi padre le gustaba pasar tiempo viendo hacia la calle. Así siguió la destrucción de la hermosa fachada colonial del colegio, para dar paso a un edificio de tres niveles, despersonalizado y corriente. Hablando con los obreros, supo de la monja que se fugó con el maestro albañil que conducía la obra y con mucho del dinero destinado a la construcción.
La pieza contigua al taller era ocupada por don Alfonso, el dueño del inmueble. Allí tenía su vivienda y su espacio para la confección y venta de gorras.
Las habitaciones interiores del mesón, los baños y una enorme pileta siempre cubierta de musgo circundaban un patio que me parecía enorme. Era una superficie encementada que se volvía un encaje de sol y sombra por el reflejo de las ramas de los árboles centrales.
Mi padre trabajó en este taller por más de veinte años, desde antes de que sus hijos nacieran. Vi salir de él juegos de comedor dignos de un palacio, escenarios de programas de variedades que terminaba de montar en los canales de televisión. Llegó a tallar una moneda de dos metros de diámetro para la publicidad de un banco. Decía que él era un ebanista, no un carpintero. Se negaba a hacer muebles ordinarios. Si alguien le pedía una mesa o un planchador, lo enviaba a comprarlos al mercado, le decía que ahí encontraría bastantes. Estaba orgulloso de su trabajo, decía que era un oficio fino, noble y limpio. Trabajó siempre sin ayudantes ni aprendices, era un creador solitario.
Cuando se inició la ampliación de dos a cuatro carriles y la Séptima Calle se convirtió en la Alameda Juan Pablo II, mi padre barrió por última vez el aserrín, las virutas y colochos de madera. Su mirada se detenía mansa y pausada en cada rincón de aquella galera, ahora vacía. Su mano callosa estrechó la de don Alfonso que también estaba en lo propio. Nos despedimos y tomamos el camino a casa, sin hablar.
Atrás quedó aquel pasillo abrillantado por los aceites de la madera y el estudio donde mis hermanos y yo nos asomamos a la lectura.
En los bloques frente a la Séptima Calle se alternaban muchas casas de diseño colonial, una tienda de marcos y molduras manufacturadas, un taller de reparación de radios y radiolas, una venta de aguarrás y barniz para madera, terrenos que aún conservaban el bosque seco original y una zapatería artesanal para caballeros especializada en piel.
Todo fue replegado, destruido. Llegaron las máquinas. Apareció pronto la moderna y reverberante alameda capitalina.
A las familias del barrio, la ciudad, una bestia peligrosa, las atropellaba a su paso.
Claudia Denisse Navas (1963). Psicóloga y maestra en Comunicación. Escribe ensayo, poesía y narrativa. Sus textos aparecen en antologías y revistas de México y Centroamérica. Obras publicadas: Criaturas de polvo y sal (Ojo de Cuervo, 2021) y Vaivén y declive (Pez Soluble, 2022) y Caminata sobre el fuego (Ojo de Cuervo 2024).