Compartimos el cuento Junto al árbol de jícara del narrador y periodista salvadoreño Amndré Rentería Meza, una historia cautivante y sobrecogedora de una de las voces narrativas más interesantes de los últimos años
Amndré Rentería Meza / Periodista y escritor
Chipuste se estaba acomodando en la cama para dormirse cuando llamaron a la puerta de su casa. A esas horas de la noche no buscaban a nadie más de su familia, sólo a él. Comprendió de inmediato que se trataba de una tarea sorpresa. Sin mucho ánimo, lanzó la colcha a un costado y se levantó del colchón. En la oscuridad comenzó a buscar una camisa cualquiera y su par yinas. Se vistió en silencio. Volvieron a tocar la puerta de hierro con mayor énfasis. ¡A la puta!, ya voy, reprochó en su mente y caminó hasta la entrada de la pequeña vivienda.
—Ya sabés, ¿verdad? —le advirtió su madre desde la penumbra del cuarto contiguo.
—Sí, mamá —respondió.
La mujer no tenía necesidad de preguntarle a su hijo dónde iba, ni con quién, ni lo que iba a hacer: lo sabía perfectamente. Chipuste abrió la puerta y vio a su compañero, tan joven como él: llevaba una piocha en su mano derecha y una pala en la izquierda. Salió a la calle, cerró la puerta, se le ocurrió que la pala pesaba menos, la tomó y ambos comenzaron a caminar en silencio.
En la claridad del camino, iluminado por las lámparas colgadas en los postes, Chipuste lamentó haberse puesto la camisa al azar. En la premura por salir, se había puesto una prenda que le gustaba mucho. Hacía unos días la había encontrado en una tienda de ropa usada, entre una gran cantidad de mudadas importadas de la USA. Era una camiseta de algodón de color amarillo: en el frente llevaba estampada una combi Volkswagen que brillaba en la oscuridad cuando le había dado la luz. Era una camisa bonita. Iba a ser casi imposible encontrar otra igual. Qué regada habérsela puesto a la carrera y todo por la tocadera de la puerta.
—¿Y cuál era tú ajolote, vos? —le reprochó, molesto, Chipuste a su compañero.
El joven sólo produjo un ruido de rechazo con la boca.
—Dicen que ahora son varios —dijo él, después de un largo silencio—. Yo no me quiero acostar tan tarde otra vez.
—Pues sí —dijo Chipuste, resignado.
Siguieron caminando sin decirse nada.
Llegaron hasta donde terminaba la calle y comenzaba un montarrascal. A la distancia se escuchaban murmullos graves, pero sólo se distinguían las siluetas de otros dos muchachos envueltos en la sombra de la noche, bajo un árbol de jícara.
—Va, ahí vienen ya estos majes —dijo uno de los sujetos al ver llegar a Chipuste y su compañero con las herramientas.
El dibujo de la combi brilló.
—¿Qué putas te brilla en el pecho? —preguntó el otro que estaba ahí.
Nadie dijo nada. Los dos muchachos que aguardaban en la oscuridad se fueron del lugar conversando de sus cosas. Chipuste y su compañero no tardaron en descubrir cinco cadáveres tendidos en la tierra. Ninguno de los dos se impresionó: esa etapa ya la habían superado hace ratos. También les daba igual que fueran viejos o jóvenes, mujeres u hombres. Muertos son muertos. Su exclusiva preocupación consistía en meterlos bajo tierra.
Sin demora Chipuste comenzó a pegarle al suelo con la piocha. Le daba con todas sus fuerzas porque tenía que hacer una fosa tan grande como para meter los cinco cuerpos junto al árbol de jícara. Muy pronto su camisa amarilla comenzó a empaparse de sudor y el efecto fosforescente del dibujo se apagó.
—Jueputa, hoy sí está dura la tierra —se quejó jadeando.
—Vos dale, maje, que después voy yo —lo animó su compañero.
Después de un rato de fragmentar el piso, Chipuste le ordenó a su compañero que comenzara a remover la tierra del hoyo para medir la profundidad. El joven comenzó a dar paladas.
Ya con sus ojos acostumbrados a la oscuridad Chipuste distinguió los frutos esféricos del árbol de jícara: eran como pelotas pegadas a su tronco y sus ramas.
—Hey, maje, mirá el palo —le dijo a su compañero mientras este daba paladas—. Parece como que las cabezas de esos locos que enterramos el mes pasado se encaramaron al árbol. ¡Qué paloma se ve! Su compañero volvió la mirada al árbol.
—¡Puta, Chipuste! —dijo con aspereza —. ¡Dejá de hablar tanta casaca! ¡Yo me quiero ir a dormir temprano hoy!
—¡Vos no jodás! Apurate con esa pala, pues.
Una vez que hicieron la fosa lo suficientemente honda metieron los cuerpos sin mayor decencia ni protocolo y los cubrieron con tierra.
Cuando volvieron a la claridad de la calle, Chipuste observó su camisa favorita empapada de sudor y con algunas manchas de sangre. También llevaba los pies polvosos y la sensación de que algún fluido le había llenado los dedos. Por primera vez entendió los reclamos de su mamá cuando le exigía que no llevara el ijillo a la casa. No soportaba el hedor de la muerte. Ya sabes, ¿verdad?, lo había sentenciado unas horas antes.
Al llegar a su vivienda Chipuste se fue directamente al patio, y se quitó toda la ropa y las yinas. Quedó completamente desnudo. A la bolsa de basura no podía lanzar las prendas: dejar cabos sueltos nunca es bueno. Con el dolor de su alma sabía que a su ropa, incluyendo su camisa favorita, le tocaría keroseno y flama, como a otras mudadas.
Cuando el fuego se consumió, Chipuste se fue a dormir con la esperanza de encontrar, en el futuro, otra camisa igual de bonita a la que había sacrificado.

Amndré Rentería Meza. (San Salvador, 1983). Licenciado en Periodismo, graduado de la Universidad de El Salvador. Labora para la agencia de noticias Reuters. Ha colaborado para The New York Times. Autor de la novela Navegar es mi destino (Dos Alas Editorial, 2021) y A la sombra del barrio (Índole Editores, 2021). Sus cuentos han sido publicados en revista Cultura, suplemento Tres Mil y en las antologías: El
territorio del ciprés (Índole Editores, 2018), Virulencia alfabeta (Ediciones Amate Vos,
2020), 100 Arriba 100 Abajo (Ediciones Amate Vos, 2021), Daños colaterales: antología narrativa (Abrojo editores, 2024). Es parte del colectivo y taller literario “Palabra y Obra”.