Telarañas

Compartimos el cuento Telarañas de la narradora salvadoreña Nancy Gutiérrez, una historia sobre el amor y el olvido, y que forma parte de la antología Memorias de La Casa: 12 narradores (Índole, 2012). Gutiérrez también es autora de los libros de cuento Gris (Índole, 2015), Éter, (Ojo de cuervo, 2022) y Once (Ojo de cuervo, 2024)

Nancy Gutiérrez / Escritora


Hoy, por fin, las arañas anidan en las esquinas de sus ojos. Ha decidido no abrirlos. No sería capaz de echar a perder la telaraña tan cuidadosamente tejida, y total, con noventa y cinco años encima, ya lo ha visto todo. Ya nadie viene a verla. Es mejor así.

Da un largo suspiro y recuerda sus primeros días aquí. Hoy se cumplen siete años desde la última vez que su hijo y sus nietos estuvieron en este lugar. Cuando llegó a este espacio, escondió su tristeza en el jardín, y decidió empezar otra vida a los ochenta y cinco; pero pronto descubrió que la gente a su alrededor estaba llena de telarañas. 

Las tenían en todas partes, en los ojos, en la boca, en las manos, en los pies: era casi imposible no tropezar con ellas y deshacerlas, y deshacerlas, era como romper un hechizo. Y nadie se atrevía a romper hechizos. En ese momento no entendía el porqué. Ahora sí. Pero ella no quería romper hechizos. Ella sólo quería alguien con quien hablar. Pero parecía que aquí ya nadie tenía nada qué decir, o habían olvidado lo que alguna vez quisieron decir. ¿Qué hacía ella en este lugar?, ¿qué haría ella en este lugar? , se preguntaba con ansiedad, hasta que una noche, mientras contemplaba el cielo falso de su habitación, decidió cuidar del jardín. El día en que llegó, esto fue lo primero que contempló. Estaba un poco abandonado, como todos los que habitan en este lugar; pero aún había flores hermosas. A la mañana siguiente, fue y habló con el Director del centro, y le pidió que la dejara cuidar el jardín. El tipo ni siquiera levantó la vista de su escritorio. Sólo le dijo que Sí, que si ella tanto lo deseaba, no habría problema, pero que no debía esforzarse demasiado; pues esas cosas, a su edad, podrían resultar peligrosas.

Su edad. Otra vez su edad. Había sido su edad la que la trajo hasta aquí. Su hijo pensó que, por su edad, éste era el mejor lugar para ella. Recuerda cada palabra de aquel día. Es un lindo lugar mamá. Será lo mejor para ti. No estarás sola. Tendrás gente de tu edad para conversar, harás amigos y siempre habrá alguien cuidando de ti. Vas a estar bien. María ya no puede más, nunca pudo contigo. Sí, sé que piensas que no era la mujer para mí, pero ha sido un  a buena esposa. Mamá, ¿entiendes lo que te digo?, ¿Me escuchas?

      Asiento. 

Lo miro fijamente y recuerdo las veces que durmió entre mis brazos, las veces que mentí para que su padre no lo castigara, recuerdo… Iremos a visitarte todos los fines de semana. Lo prometo. Le tomo el rostro entre mis manos y se lo recorro como hacen los ciegos cuando intentan reconocer a una persona; debo grabarme su rostro pues sé que pronto dejaré de verlo.

Me abraza y llora.

Le limpio el rostro y le pido con gestos que salga de mi habitación. Se va. Busco mis maletas y empaco. Lloro. Me duelen los años. Ha sido idea de María, no tengo duda de eso: nunca le gustó la idea de que viniera a vivir con ellos. Tampoco a mí.

Empaco y creo escuchar gritos en la sala. Es Lilí. Dice que si me voy, ella se va conmigo. Tiene sólo cuatro años y su padre trata de hacerle entender que es lo mejor para mí. Ella llora y sigue gritando No, no no… Escucho la voz de Marito, preguntándole a su padre si está haciendo lo correcto. Mi hijo responde que sí, que es por mi edad. ¡Haré lo mismo cuando tú llegues a esa edad!, le dice Mario a su padre, con enojo y corre hasta mi cuarto. Él y Lilí están golpeando mi puerta. Abro y Lilí se me lanza. La cargo y le digo que todo va a estar bien. Ella sigue llorando. Mario abraza mi cintura con fuerza y cierra los ojos porque no quiere que lo vea llorar. Les pido que se calmen. Nos sentamos los tres en la cama y les muestro el baúl que siempre han querido abrir y nunca pudieron. Lo abro y sus ojos se agrandan: quieren ver mi tesoro. Les limpio las lágrimas y uno a uno muestro los preciados objetos que guarda el viejo baúl. Lilí ve mis fotografías, de sesenta años atrás, y pregunta ¿Quién es la muchacha bonita? Le digo que soy yo, y sonríe, y dice no con la cabeza, reímos los tres. Lilí sigue preguntando ¿No tenían colores? Mario le pide que se calle y seguimos sacando objetos. Una brújula antigua hace que los ojos de Mario se agranden más. Fue de tu abuelo le digo; siempre le recordó la forma de volver a casa. Tendría que ser de tu padre ahora, pero estoy segura de que tú la cuidarás mejor. 

Se la coloco en las manos. Me abraza y me besa.

Mientras Mario y yo nos abrazamos, Lilí sigue revolviendo cosas y en sus pequeñas manos sostiene dos anillos con piedritas de colores: una amatista y un jade. Son mis colores favoritos, repite, ¿me los das? Tomo uno de sus dedos: se lo pruebo, se le cae. Le explico que aún es muy chica para usarlos; pero que si promete cuidarlos podrá usarlos cuando se ajusten a sus dedos. Promete que lo hará y se los doy. 

Me besa y me susurra al oído:” Quiero las fotos de la muchacha bonita”. Sonrío. Ha llegado la hora de despedirme de mis tesoros. Mario ha encontrado un par de alas, las acaricia y creo que sueña. Eran de tu abuelo, le digo, les tenía mucho cariño. ¿Quieres cuidarlas por mí? Sonríe y dice sí.

Tomo de la mano a ambos, les pido que cierren sus ojos. No quiero que me vean llorar. Les recuerdo que prometieron guardar nuestro secreto y les hago prometer nuevamente que cuidarán de mis tesoros. Prometen que lo harán. Es hora de dormir. Salen de mi habitación escondiendo las manos en sus bolsillos.

Los chicos no me vieron partir. Fue mejor así. Durante el primer año vinieron  cincuenta y dos sábados. María y mi hijo siempre estaban hablando de lo costoso y cansado que era llegar a este lugar, conducir más de dos horas era agotador. Lilí y Mario siempre estaban rodeándome, preguntándome los nombres de cada habitante de mi jardín, contándome sus días en la escuela, cantándome canciones y asegurándome que nuestro tesoro estaba seguro en sus manos. Era feliz. Las arañas me miraban de lejos y ninguna se atrevía a tejer en mi piel.

El segundo año, vinieron treinta sábados. María esperaba un nuevo bebé. Los controles médicos eran frecuentes. La gasolina iba en aumento. Era difícil conseguir un empleo y…  Hay crisis mamá. Debo trabajar horas extras para que nada te falte. Yo le acariciaba el rostro y le pedía que no se preocupara por mí. Me daban dinero por cuidar el jardín. Él insistía en que eso no estaba bien. María ya no venía. Es por el bebé, decía mi hijo, tienes que entender. Siempre te recuerda. Los chicos crecían y ahora querían plantar en mi jardín. Ven con nosotros decían. Y yo soñaba con regresar.

Durante el tercer año, solo vinieron cinco veces; en fechas “especiales”: navidad, mi cumpleaños, semana santa, el cumpleaños de Lilí, el cumpleaños del abuelo. Mi hijo trajo fotos de su nuevo bebé, y me dejó un álbum familiar con fotos en las que aún era parte de su familia y fotos de su familia ahora. Me explicó los motivos de cada retrato y sentí que las arañas se acercaban a mis manos. Mario y Lilí me tomaron de las manos y me llevaron al lugar más distante de mi jardín, no querían que nadie nos escuchara. Querían saber si era verdad que había empezado a olvidarlos. Su padre les había dicho, que no tenía sentido viajar de tan lejos si yo no sabía quiénes eran ellos. Sus ojos húmedos, me miraban con ansiedad. Lloré.

Lloré como si las espinas de mis rosas resbalaran por mi rostro. Limpiaron mis ojos y me pidieron que recordara nuestra última noche en casa. Los miré con tristeza. Es sólo una prueba, por favor hazlo, me suplicaba Lilí. Tú recuerdas ¿Verdad?, insistía Mario. Y recordé.  Las arañas aún no llegaban a mis ojos. Lilí había comprado con sus ahorros, un crucifijo de madera. Huele a rosas, me dijo, es para ti. Lo puso en mis manos, me besó y susurró: Será nuestro secreto, no le digas a papá. Mario había encontrado en los álbumes de su padre, fotos de mi boda con su abuelo, de su padre corriendo detrás de mí y fotos de mi antigua casa. Las traía en una cajita de zapatos que había forrado con terciopelo ocre. Me las dio y dijo: Te pertenecen a ti. Pero no se lo digas a papá. Me abrazó muy fuerte y limpió su rostro en mi vestido. Salimos del jardín riéndonos y jugando a ser pájaros. Mis manos se olvidaron de las telarañas por unos minutos. Pero las arañas no se olvidaron de mí. Poco a poco subieron por mi piel y tejieron sus telas en mis piernas, hicieron más fuertes las que ya existían en mis manos, se posaron en mi boca y crecían con los años.

Los años. 

Los años hoy me pesan demasiado. Mi hijo y los chicos no vinieron más. Las telarañas en mis piernas no dejan que siga cuidando mi jardín. Y desde una esquina de este amplio pasillo; con una caja de zapatos forrada de terciopelo ocre sobre mis piernas y un crucifijo de madera entre mis manos, siento que las arañas anidan en las esquinas de mis ojos.
Me deshojo.
Huelo a rosas. 
Las ventanas se cierran.
La noche fría me cubre. 


Nancy Gutiérrez. (El Salvador, 1975). Escritora. Ha publicado los libros de cuentos Gris (2015, Índole Editores), Éter (2022 Editorial Ojo de Cuervo) y Once ( 2024, Editorial Ojo de Cuervo). 

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