El docente y narrador salvadoreño Manrique Osmar Valdez nos comparte su cuento Versos en las paredes, un relato publicado en la antología Cuentos Indispensables Volumen III (Pantógrafo Editores, 2024). Valdez forma parte de las voces emergentes de la narrativa y poesía en el oriente de país
Manrique Osmar Valdez / Licenciado en educación
“Y descendí también a los infiernos. He visto al hombre desnudo
y tembloroso Purificarse en llamas de miseria.
He visto al hombre en toda su terrible verdad, En su espantosa y sublime verdad…”
Pedro Geoffroy Rivas
El policía proyectó su larga sombra sobre el asfalto, cargó su arma, y en un leve vestigio de misericordia, le preguntó: ¿Una última palabra? Preveía un lloriqueo, una súplica o un mensaje para su madre; pero el joven zanjó la cuestión con un categórico: Dispará esa mierda si la vas a disparar.
Ya no hubo más silencio esa noche.
Hasta cierto punto, el policía comprendía a los jóvenes y su espíritu rebelde; pero hasta el más revolucionario de todos debía entender una idea tan simple como aquella: las paredes no se manchan. Y mucho menos con versos de poetas muertos. Las órdenes habían sido claras desde el Mayo Rojo: Si se encuentra a un poeta estampando sus versos, se le dispara en el acto. La justicia es complicada, las leyes y procesos pueden ser laberintos sin salida; un disparo, en cambio, era mucho más sencillo.
El Capitán llegó rápido a la escena. El policía había dejado encendida la sirena de su patrulla para indicarle el camino. Apague esa vaina, no hagamos más escándalo. A ver ¿Qué había escrito el pobre diablo este? Y desgarrando la oscuridad con su linterna, fue leyendo aquellas mortales palabras: “Pobrecito poeta que era yo, burgués y bue…”. Una risa endiablada se le escapó al Capitán. Ya veo que usted es de los crueles, ni siquiera dejó que el pendejo terminara el verso.
Y sí, él era de los crueles. Detestaba la insubordinación y castigaba sin misericordia hasta la más mínima de las faltas. Su accionar no era nuevo, había sido así desde sus días en La Academia, pero algo había cambiado en ese instante. Desde esa noche, se ganó el apodo que haría temblar a los poetas y con el que cientos de madres desgarrarían el cielo al maldecir a aquel que halaba el gatillo y preguntaba después: El Inquisidor.
Se pasaba las noches sin dormir, manejando su patrulla con las luces apagadas por entre las calles desiertas en busca de los poetas suicidas o, como él comenzó a llamarlos, sus presas. Uno a uno, fueron cayendo. En noches en las que el destino le sonreía caían dos. Desarrolló el particular gusto por fotografiar los versos, en su mayoría inconclusos, que los poetas dejaban en las paredes. Esas palabras eran blanqueadas antes de que saliera el sol, pero su habitación se tapizó con las instantáneas que replicaban a Dalton, Escobar Velado, González Huguet o Irma Lanzas.
En sus días libres, o en vacaciones, utilizaba su automóvil personal polarizado por encima del reglamento, el auto de motor silencioso, que solo rugía cuando él se lo ordenaba. En la guantera siempre cargaba su polaroid y la nueve milímetros con suficientes balas. Podía faltarle el café e incluso su linterna, pero jamás los boletos de despedida para aquellos poetas clandestinos.
Su esposa lo dejó en Nochebuena. Cuando él regresó en la mañana del veinticinco de diciembre, encontró la habitación vacía y una cortante carta dejada sobre la cama: No me busques cuando se te acaben los poetas por matar. Toda la mañana tembló de la fiebre y se dio golpes en el pecho pues sentía que el corazón se le salía de su sitio. Un miedo le calaba los huesos, una certeza absoluta que abría el camino para una incertidumbre mortal. ¿Qué haré cuando mate al último? Desde entonces, sus métodos se volvieron más sádicos. Quería prolongar por mucho más tiempo el placer sangriento de ver el alma de aquellos infelices despegarse de sus irreconocibles cuerpos. Matar es fácil, cualquiera lo hace; torturar es un arte, les decía a los compañeros que se atrevían a entablar una plática con él. El Inquisidor sembraba el miedo ya no solo entre los poetas y sus madres, sino también en sus colegas.
“Vendrá la muerte y tendrá tus oj…” ¡Matame pues, cabrón! ¿Crees que te tengo miedo? Risa nos das a todos. Los gritos del poeta de esa noche resonaban entre los ronquidos de la ciudad adormecida después del carnaval. ¿Cuántos quedan?, le preguntó, mientras sacaba de baúl una jaula, una olla de aluminio y un soplete. Suficientes, hijo de puta. ¡Más de los que podrías matar! Aquello lo tranquilizó un instante. Una sonrisa siniestra le deformó el rostro cuando le desabotonó la camisa al poeta. Sacó una zarigüeya, la puso sobre su estómago famélico, la cubrió con la olla, puso su bota para aprisionarla, y encendió el soplete. Esa noche, mientras los relámpagos presagiaban una tormenta sin tregua, el poeta clamó a Dios, a los santos y a su madre por clemencia. ¡Dos, solo quedamos dos!, gritó mientras escupía sangre. El Inquisidor quitó la olla y la zarigüeya se escabulló dejando un rastro de sangre y vísceras. Ya ves que nada te costaba, bicho pendejo, sentenció, antes de vaciarle el cargador en la cara.
Uno. Solo quedaba uno. Una última cacería y su trabajo estaría terminado. Los versos comenzaron a encontrarse en los lugares menos pensados. Establecimientos que antes respetaban hoy eran presa fácil: iglesias, escuelas, mercados, juzgados. Ya no eran versos de amor o tristeza. Eran una declaración de guerra, una llamada a la acción: “Los tiranos pueden temblar; ¡Los pueblos pueden rugir!”; “Digan, griten, poetas del alpiste. Digan la verdad que nos asedia.”; “Entonces comprendemos que el mayor enemigo, el más voraz y aleve, nos hiere siempre el último, desde adentro del pecho”.
Uno. No había ni la más mínima duda. Todos los versos desde la última muerte tenían la misma caligrafía, los mismos trazos preciosistas y la misma forma característica de hacer las comillas. Las noches se le esfumaban entre las manos, y los amaneceres le quemaban los ojos inyectados en sangre. En las tardes, para intentar dormirse, recitaba los versos en su habitación y la sangre le hervía en un tsunami que se estrellaba contra su frente al sentir tan suyos aquellos versos malditos.
La última tarde, un verso le daba vueltas en la cabeza. Había pasado una hora contemplando aquella fotografía: “Cuando sepas que he muerto, no pronuncies mi nombre”. Había algo de melancolía apasionada que le paralizaba el corazón en aquellas palabras estampadas por su próxima presa. Supo entonces, con la lucidez que solo la providencia puede otorgar, que ese verso era para él; que más que una declaración de guerra era una súplica honesta de su acérrimo rival. Iba a cumplirle esa última petición esa misma noche.
Lo sorprendió en el lugar menos esperado, donde jamás se le ocurriría deambular a medianoche: el cementerio frente a su casa. Una pared blanquísima se manchaba con el último de los versos aún inconcluso: “Todavía no matan…” Los ojos del poeta se abrieron, y se instaló en sus pupilas el brillo que solo los condenados a muerte pueden lucir. No escapó. No se resistió. Afrontó su destino con la fuerza que solo un ideal inmortal puede darte. Déjame que lo termine, al menos, fueron sus únicas palabras. No suplicaba. No rogaba. Exigía algo que le pertenecía por derecho; pero El Inquisidor fue tajante: Dejate de mierdas. Lo amordazó, lo amarró de pies y manos y lo metió en el baúl. Manejó por un sendero olvidado, paralelo al curso de un río mal oliente. Se detuvo en un claro, lo sacó, lo arrodilló y lo bañó en gasolina. Tomó de su billetera su identificación y cuando el poeta creyó que iba a llamarlo por su nombre, El Inquisidor lo calmó con una frase de respeto hacia su rival: Tranquilo, no voy a pronunciar tu nombre. Primero, una chispa. Después, el fuego. Antes, unos sollozos reprimidos; luego, unos gritos atrapados que solo el asesino escuchó.
Manejó con la conciencia más tranquila que jamás había tenido. Cuando estacionó el auto, y se disponía a entrar a la casa, algo lo detuvo: una frase inconclusa le carcomía su espíritu de Inquisidor. No podía quedarse así.La mañana lo encontró, por primera vez en mucho tiempo, en su cama. Había dormido como nunca, se dio una ducha para sacarse la pintura de sus manos. Salió a comprar el periódico mientras dejaba encendida la cafetera. Algo de él había muerto la noche anterior; pero también algo había renacido en sus entrañas. Veía el mundo con otros ojos, percibía olores que nunca había sentido. Abrió el periódico mientras degustaba su café amargo y caliente. Algo se agitó en su ser, algo que no sabría cómo llamar, cuando leyó, con una sonrisa de júbilo que hasta entonces jamás creyó tener, las palabras de la portada de esa mañana que mostraban el frente del cementerio: “Todavía no matan al último de los poetas”.

Manrique Osmar Valdez. (Usulután, 1995). Profesor y Licenciado en Educación con especialidad en Lenguaje y Literatura en la Universidad de El Salvador. Es docente en las áreas de Educación Básica y Media desde el 2020. Versos en las paredes (2024) es el primero de sus textos en ser publicado en la antología de educadores salvadoreños Cuentos indispensables Vol. III (Pantógrafo Editores, 2024).