Publicamos para El Escarabajo el cuento Zama del narrador salvadoreño Salvador Canjura, texto también publicado en la extinta Revista Cultura N° 119 (DPI, 2016)
Salvador Canjura / Escritor
Mi amo, el comandante Escipión, esperaba la visita de Aníbal esta noche. Yo fui uno de los pocos que presenciaron el encuentro. El campamento estaba en mitad de una llanura. Un jinete llegó a toda prisa a avisarle que los
cartagineses estaban por llegar.
—Excelente –dijo Escipión. Su voz delataba su buen humor–. Ahora veremos a un estratega humillado.
Llegó después del ocaso, acompañado de unos cuantos hombres, los más cercanos. El comandante señaló a algunos de ellos. Aquel de barba ceniza lo acompañó en el cruce de los Alpes. Este, que tiene la cicatriz en la cara, peleó en la batalla del Lago Trasimeno.
—¡Maldito día, uno de los más oscuros de Roma! –dijo mi amo.
Solo un par de oficiales y yo teníamos permiso para quedarnos en la tienda. El comandante deseaba que su entrevista con Aníbal se desarrollara en un ambiente cerrado, lejos de los soldados que pudiesen crear problemas.
El padre y el tío de mi amo habían muerto en batalla contra este hombre que se había vuelto legendario. Escipión lucía tranquilo, quizá sentía curiosidad por hablar con el que había llevado a Roma al borde del colapso.
El comandante y sus oficiales más cercanos entraron y se sentaron a la mesa. Les serví el vino y me retiré a un costado. Los romanos reían. En ese momento se escucharon las voces de los centinelas que interrogaban a los visitantes. Observé a Escipión, quien me ordenó que saliera a buscarlos. Hice una ligera inclinación de cabeza y obedecí.
Sabía que las historias sobre Aníbal eran, en su mayoría, una exageración. Los romanos lo pintaban como un demonio, un desalmado que sacrificaba bebés a un dios sanguinario antes de cada batalla. Las mujeres les pedían a los dioses que las protegieran cada vez que observaban a una persona con rasgos africanos en la calle. Lo que yo vi fue a un hombre de más de cuarenta años, con una venda sobre la cara que le cubría el ojo extinto. Bajó de su caballo y, a la luz de las antorchas, observé su cuerpo macizo, curtido por las batallas en Iberia, Galia e Italia. Junto con él venían algunos oficiales, un poco mayores que el estratega. Los romanos no podían ocultar su desprecio hacia el cartaginés. Miles de sus compatriotas habían muerto por causa de este hombre moreno, de barba canosa y manos gigantescas. Me aproximé a él.
—Por aquí, señor. Lo llevaré con el comandante.
Si mis rasgos le llamaron la atención no lo advertí. Los espías romanos habían notificado que un contingente importante de mercenarios celtas estaba a las órdenes de Aníbal. No era difícil distinguir mi piel clara y mi cabello rubio aun a mitad de la noche. Al entrar en la tienda, los guardianes desviaron la mirada en señal de desprecio. Anuncié a Escipión la llegada de los visitantes:
—Señor, aquí está la persona que esperaba.
Aníbal saludó con deferencia a mi amo, le presentó a sus escoltas y le entregó un obsequio, una copa de oro. Mi amo la rechazó con cierta violencia y poca educación.
—Hablemos entonces del problema que nos ha reunido –dijo el comandante enemigo. Se sentó y señaló la silla en el otro extremo de la mesa para mi amo.
El Procónsul Escipión suele ser una persona educada, pero esta noche era distinto. Ante él se encontraba el hombre que había ocasionado grandes males a Roma, el que había causado la muerte de miles de sus ciudadanos. No supo mantener su frialdad y buen juicio. Fue insolente, malvado, y no se cuidó de ocultarlo.
Los consejeros de Aníbal se revolvían en sus puestos. Uno de ellos se llevó la mano a la cintura en busca de la espada. El más viejo lo amonestó con el ceño fruncido. El resto de la escolta tenía una expresión de desconsuelo. Esperaban evitar una matanza, pero mi amo no estaba dispuesto a ceder. Había llegado el momento de cobrar todas las afrentas contra el pueblo romano.
—No sé a qué has venido –dijo el comandante–. No estás en libertad de poner condiciones.
El rostro de Aníbal se llenó de tristeza. No pedía un favor para sí mismo, solo deseaba el mayor bienestar para su patria. Se sabía vencido, Escipión lo derrotaría en la siguiente batalla. Ya no quería más sangre en los campos, sin importar que fuese africana o romana. No quería ser el responsable de más muertes.
Mi amo también estaba seguro de la victoria. Había estudiado muy bien a su enemigo, sus tácticas no lo sorprenderían más. Solo temía a los elefantes, que podían cambiar el curso de la batalla con la estrategia adecuada. Pero confiaba en sus fuerzas y en la alianza que había pactado con la caballería númida. Esta, que tantos triunfos había garantizado a Aníbal, estaba ahora del lado contrario.
Escipión se había transformado. Desde su lado de la mesa observaba a Aníbal con insolencia. Impaciente, tamborileaba en la madera con sus dedos. Me llamó varias veces para que llenara su copa de vino. Mientras lo hacía, observé de reojo al africano. Sus brazos estaban llenos de cicatrices. Llené su copa solo en una ocasión. Cuando lo hice, mi amo me lanzó una mirada furiosa.
—¡Largo de aquí! –gritó.
La entrevista estaba condenada al fracaso. Mi amo no concedería mayores ventajas a los africanos y estos no deseaban perder por completo su dignidad. Aníbal lucía resignado, una vez más tendría que anunciar a sus tropas que entrarían en combate. Pero en esta ocasión, el campo de batalla estaba a las puertas de Cartago, donde todos esperaban un último milagro de su estratega.
Mi amo perdió la paciencia ante el tono sereno de su oponente, quien exponía las razones por las que su pueblo no podía perder el honor aun sabiéndose vencido. La entrevista llegó a su fin. Escipión se incorporó de mal humor. Volcó una copa de vino sobre la mesa y estropeó los pergaminos que se encontraban ahí. Dio un golpe con el puño y esparció la bebida en todas direcciones.
—¡Maldito cartaginés! ¡Mañana te aplastaré!
Corrí hasta la mesa para limpiar el estropicio. Escipión me arrancó el paño de las manos para secarse las suyas.
—¡Limpia todo esto, esclavo! –gritó, sin mirarme a los ojos.
Fue la última orden que obedecí. Los documentos se habían dañado. Hice lo mejor que pude, pero la mancha de vino se dibujaba, notoria, entre las líneas de los comunicados oficiales.
Escipión salió de la tienda. Lo seguí en silencio. Vimos a Aníbal y su comitiva partir, bajo la mirada furiosa del séquito romano.
―Está acabado –dijo un oficial. La confianza y altivez se desbordaban en su risa impertinente.
El resto del grupo se burló de los que partían, la risa y los insultos crecían en volumen. Escipión permaneció en silencio, las manos le temblaban. Era tanto su odio que apenas podía contener sus emociones. Los legionarios advirtieron el humor de su líder y callaron.
—¡Esclavo! –escuché un grito a mis espaldas. Volví la vista atrás y descubrí a un centurión, de barba descuidada, que apuntaba su mano hacia el suelo–. ¡Límpiame los pies!
No le hice caso. Di tres pasos adelante y me coloqué junto a Escipión.
—¿Acaso no me oíste? –bramó el oficial. Iba a decir algo más, pero en ese momento distinguió al comandante romano a mi lado, quien le lanzó una mirada fría. El otro se quedó con la boca abierta, sin saber qué hacer. Se retiró sin hacer ruido.
—¿Por qué no obedeciste al oficial? –dijo Escipión.
—Porque no volveré a obedecer a un romano.
Por un momento pensé que no me había dado a entender, pues no dijo una palabra. ¿Le habría hablado en una lengua celta? No, estaba seguro de haber usado la lengua latina. No tardó en salir de su estupor.
—¿Qué has dicho?
—Nunca más volveré a obedecer a un romano. Ni siquiera a ti.
La noche se tornó fría. El viento hizo su aparición. Venía del rumbo por el que se marcharon los cartagineses. Aun creí escuchar sus pasos.
—¿Te has vuelto loco, esclavo? ¿Sabes que puedo matarte en este momento?
—Claro que lo sé –dije.
Se llevó la mano a la cintura, pero había dejado su espada en la tienda. Volvió la vista hacia uno de los hombres de su escolta. En ese instante, por primera vez, lo llamé por su nombre.
—No es necesario que me mates ahora, Escipión. Tendrás tu oportunidad mañana, en el campo de batalla.
Muy pocas veces, en los quince años que estuve a sus órdenes, lo observé desconcertado. Sus ojos vagaban de un lado a otro, y no sabía cuál de las iras que enfrentaba era la que lo atizaba con mayor fuerza.
—Tienes que estar loco. ¿Acaso crees que mañana podrás entrar en combate? ¿Crees que tienes una oportunidad de escapar?
—No la tengo, pero no importa.
En la época que el padre del comandante me llevó a trabajar a su casa yo era un joven soldado recién venido del frente norte, donde los romanos habían destruido a mi pueblo. Me capturaron junto con varios compañeros, pero fui el único afortunado que entró al servicio de una familia patricia. Los demás murieron como gladiadores o en el infierno de las galeras.
Había un fuego a la entrada del campamento. Junto a él observé unas vasijas de barro. Tomé una que estaba llena de agua. Me la llevé a los labios y percibí la temperatura fría del contenido. Estaba tranquilo, esperaba en cualquier momento que una espada me atravesara el cuerpo. Pero nadie vino a atacarme, así que también recogí una antorcha. Volví a ver a mi antiguo amo.
—Adiós, Escipión. Te veré mañana en el campo de batalla.
El comandante me miró sorprendido. No comprendía el porqué de mi osadía, los motivos que me llevaban a desertar de su servicio. Caminé en dirección a la llanura de Zama, donde se encontraban los cartagineses.
—No tienen ninguna oportunidad, esclavo. Ni tú, ni ellos.
Me detuve, y volví a ver por última vez a Escipión. Una sonrisa burlona, una mueca, se dibujaba en su rostro. Su escolta no sabía qué hacer. Esperaban la orden para matarme, pero esta nunca fue despachada.
—Ya lo sé. Pero quiero morir como un hombre libre.
Escuché el tono burlón de su voz:
—¿Y acaso recuerdas qué significa eso, esclavo? ¿Recuerdas qué es la libertad?
En ese momento no me habría importado morir. Mi respuesta fue la de un hombre que es dueño de su destino:
—Mi nombre es Abelardo, el que trabaja como una abeja.
Di media vuelta. Caminé entre los centinelas, a la espera de la estocada que diera fin a mi vida. Pero nadie levantó la espada. Sin apuros, sin prisas, caminé hacia la llanura, con la antorcha en la mano, en pos de mis
nuevos amigos.

Salvador Canjura. (San Salvador,1968). Licenciado en ciencias de la computación con una maestría en administración de empresas (UCA El Salvador). Libros publicados: Prohibido vivir (Istmo Editores, 2000), Vuelo 7096 (DPI, 2012), El trabajo infinito (Los Sin Pisto, 2020), La biblioteca oscura (Los Sin Pisto, 2023). Antologista del libro de cuentos Memorias de la casa: 12 narradores (Índole Editores, 2012). Ha sido incluido en antologías de cuento publicadas en Alemania, España, Nicaragua, México, Panamá y El Salvador.