Publicamos, en exclusiva para El Escarabajo, este cuento de Ricardo Hernández Pereira, narrador y docente, con el cual ganó Mención de Honor en el XIV Certamen Literario Conmemorativo a los Mártires de la UCA 2021
Ricardo Hernández Pereira | Narrador y educador salvadoreño
Esperemos lo que deseamos,
pero soportemos lo que acontezca.
Cicerón
Adopté a mi perro a finales del año pasado. Lo adopté por una razón que todavía hoy no logro comprender. A lo mejor fue por eso que algunos llaman compasión o por un extraño impulso que todavía no logro descifrar.
Lo recogí de la calle, malherido y lo llevé al médico de animales (pude llevarlo a un médico de personas, pero nunca he sido un tipo tan cruel) quien operó sus ojos, pero no logró recuperar su ojo derecho. Luego de aquello, pensé que lo más indicado sería encontrarle un hogar, pero nadie quiere a un perro tuerto, por lo que decidí quedármelo por un tiempo indefinido mientras se me ocurría qué hacer con él.
Las primeras semanas no resultaron difíciles. El perro meneaba la cola mientras se curaban sus heridas, y yo cambiaba su vendaje de vez en cuando para evitar que se infectara. Debo admitir que no soy un tipo dedicado, por lo que el animal sufrió un poco, pero se recuperó.
Habitó la casa, los muebles, la cocina y la vivienda decidió también quedárselo. María Elena, mi empleada de servicio, mostró reservas los primeros días de su estadía, pero al comprobar la naturaleza pacífica del animal, terminó por aceptarlo.
Ciertamente no hallé inconvenientes con una criatura que sabía dónde y cuándo hacer sus necesidades. No representaba problema alimentarlo: no era un perro grande. Tampoco era un animal melindroso y se adaptó fácilmente a todas las circunstancias que lo rodeaban, incluyéndome. Lo sacaba a pasear dos veces al día y en muy pocas ocasiones lo sorprendí gruñéndole a otro animal. De hecho, no ladraba mucho que digamos. Percibí, eso sí, una manía obcecada por buscar toda clase de infortunios, y comprobé que la prudencia no era su mejor cualidad: se posaba en lugares donde sufría accidentes, husmeaba en rincones peligrosos (una vez atascó la cabeza en la verja de una vecina, otra casi lo atropella un autobús porque se le ocurrió defecar a media calle) y llegué al fastidio de tener que rescatarlo regularmente de sus imprudencias.
Para entonces, que hubiera perdido un ojo ya no me resultaba nada extraño.
Sin embargo, como sucede en las relaciones entre bestias y personas, el trato constante hizo que mis hábitos calaran poco a poco al animal: su avidez por las desgracias disminuyó con el tiempo y comenzó a despertarse más tarde de lo habitual, bebía cerveza siempre que se la ofrecía y se acercaba únicamente a las perras gordas y feas. Durante las semanas siguientes, comencé a experimentar también una sensación indefinible, como de levedad, como si las cosas a mi alrededor perdieran gradualmente la atrocidad que siempre las había caracterizado, como si debajo de aquel cascarón, la vida se me revelara un poco más llana, más simple, menos complicada y menos estúpida.
*
El primero de aquellos episodios fue hace más o menos un mes en casa de los Balbuena. Mi forma de hablar a esas alturas ya había alarmado a María Elena y a mis compañeros de trabajo, pero no fue hasta el incidente con los Balbuena que comencé a intuir una extraña trasmutación operándose en lo más hondo de mi ser.
Con un presente para Lito y su mujer, llegué media hora antes de lo indicado. Teníamos menos de un año sin vernos y me entusiasmaba mucho saber cómo iba la vida del tipo a quien le debía tanto, no solo por su amistad, sino por los negocios que habíamos cerrado para la compañía en la que trabajaba los dos semestres anteriores. Luego del saludo, un abrazo, un par de palabras cariñosas, pasamos a la sala-comedor. Lito me mostró con orgullo su nueva colección de cucharitas de plata con incrustaciones de diamante, su barbacoa último modelo, su nueva motocicleta Honda y el elegante juego de sala que había adquirido la semana anterior. También me presentó a su perrita Koke, una french poodle blanca que no dejó de ladrarme frenéticamente tan pronto me asomé por el jardín. «Tiene sólo dos días aquí», me dijo, «Los perros de esta raza suelen ser un tanto histéricos, ¿no?», dijo, con las manos en los bolsillos, y se rio.
Ya habíamos iniciado la cena cuando, sin pensarlo, me dio por cometer la indiscreción de preguntar por la antigua señora Balbuena. Mis anfitriones simularon sonreír. Intentaron tomar el asunto con naturalidad. Y trataron de ocultar el malestar que les había aguijoneado la conciencia (sobre todo ella, una mujer sin hijos que había hecho lo posible por casarse con un hombre quince años mayor y con una familia que todos creímos feliz). Yo conocía a Lito desde la secundaria y sabía que nuestra confianza era profunda, pero no lo suficiente como para dejarme vadear una imprudencia como aquella. Intentó bordear el asunto, salirse por la tangente, entroncar un recuerdo con otro, pero mi insistencia fue tal que… ¿Qué era de Lola? ¿Cada cuánto ves a los niños? ¿No la estarán pasando mal? ¡Qué mujer Lola! ¡Admirable Lolita! ¡La mejor mujer que yo haya conocido, sin duda!
Luego de eso, recuerdo a Lito levantándome de las solapas y echándome de su casa sin mayores contemplaciones.
Pese a la debilidad que me embargó en un principio, me sentí complacido, satisfecho por la carga de cinismo que llevaban mis palabras y por la expresión idiota que logré dibujar en aquella pobre y desafortunada mujer.
Me eché a reír.
Aquella noche, conduje a casa con un agujero entre las tripas. Como María Elena no se hallaba en servicio, me tuve que conformar con los sobrantes del día anterior. Me senté en el piso, frente al televisor y consumí los despojos recalentados que quedaban en compañía de mi perro. Éste me meneó la cola, me miró con su único ojo y le pasé la mano por la cabeza.
Le ofrecí el resto del recalentado que me quedaba.
*
El segundo episodio ocurrió a finales del mes pasado, mientras me conducía a la oficina. Una raquítica manifestación callejera se hacía sentir con petardos, pancartas y altavoces por una de las calles cercanas a la universidad. Un centenar de jóvenes gritaban consignas sobre unos estudiantes masacrados hacía 50 años e iban tapizando de pintas las paredes y portones que encontraban a su paso. Saqué la cabeza del auto para leer con curiosidad un par de ellas: ¡Educación primero para el hijo del obrero! ¡Contra el fraude electoral, huelga general! ¡Fuera explotadores de la clase trabajadora!
A escasos metros de donde yo estaba, vi a un tipo idéntico a Skinny Pete que terminaba de escribir el siguiente verso en el muro de una agencia bancaria: El corazón sin tus manes es mi enemigo en el pecho. RD
Volví a experimentar la misma sensación de volatilidad que me colmó en la casa de los Balbuena. Leí de nuevo el grafiti y recuerdo que pensé en lo mal que escriben los universitarios de hoy en día. Aparqué el vehículo y corrí hasta donde el sujeto estaba, quien se volteó con violencia tan pronto le hice la observación. Me miró desconcertado. Contempló la pared unos segundos y me dio la espalda al percatarse que la muchedumbre lo abandonaba. Entonces, me imaginé volviendo esa misma madrugada a corregir esa pinta, a corregir la mayoría de grafitis que esa turba de analfabetas había estampado en las paredes con tanto ahínco, y me imaginé escribiendo mis propias consignas con la misma necesidad imperiosa con la que ellos lo hacían. ¡Prohibido arrojar basura a la calle! ¡Ceda el paso! ¡Maneje con precaución, inútil!
Durante un buen rato, lo confieso, fantaseé con hacer todo aquello esa misma noche… y luego de imaginarlo, lo realicé.
Escribir en las paredes jamás me había resultado tan fascinante como ahora. En mi interior, algo me decía que había hecho lo correcto. De regreso a casa me sentí liviano, satisfecho, no sólo porque había cumplido con mi objetivo, sino porque había hecho algo que creía necesario. A la mañana siguiente, imaginé, miles de conductores leerían anonadados mis mensajes escritos sin ningún error ortográfico, admirarían la caligrafía, abrirían los ojos y recibirían mis palabras como un llamado urgente de atención.
Se me ocurrió luego que podría seguir haciendo más grafitis en lugares estratégicos dedicados especialmente a los execrables políticos del momento, al perverso aumento de los impuestos, al precario sistema de salud pública, e incluso, mensajes dedicados a las malditas clicas terroristas que asolaban las zonas más populosas de la capital.
Tenía planeado iniciar aquella misma semana, pero de repente, María Elena me golpeó con una noticia que casi me hace caer de bruces: mi pequeño perro había desaparecido. ¿Cómo? ¿Quién demonios lo había dejado escapar? Sin entrar en mayores detalles, salí a buscarlo a los lugares donde solíamos pasear juntos todas las mañanas: el parque, el estacionamiento, la cancha de fútbol, pero no lo hallé por ningún lado. Se me ocurrió poner un aviso en el periódico del municipio, ofrecer alguna recompensa, y con ayuda de volantes y pegatinas podría iniciar una campaña de búsqueda por las principales calles de la vecindad, pero justo cuando regresaba a casa, desanimado, encontré a mi pequeño animal defecando muy cerca de unos contenedores de basura que había en el lugar. ¡Era él! ¡Mi pequeño perro tuerto! Lo llamé por su nombre y corrió feliz hasta mis brazos. Me contempló con expresión tierna y yo le juré que nunca más me volvería a separar de él.
Al regresar a casa, me vi obligado a despachar a mi empleada por un tiempo indefinido.
*
El último evento se produjo hace un par de noches, en el parque, cerca de mi casa, y me pareció tan irreal que por un momento creí estar soñando.
Recuerdo haber abierto los ojos y encontrarme encima de un animal, con los pantalones hasta las rodillas y con una jauría furiosa mordiéndome la cara, los brazos y los pies. Ya habían desgarrado mis tobillos y se disponían a arrancarme el pantalón cuando me puse de pie y comencé a correr con el dolor punzándome las articulaciones.
Al llegar a casa, me di cuenta de que me hacía falta casi la mitad de una oreja y un ojo: mi ojo derecho. La nariz, la boca y la barba seguían en su sitio, pero sentí que los dientes me habían cambiado de posición.
Giré el cerrojo y entré tambaleándome, buscando a tientas mi teléfono celular para llamar a una ambulancia. Sangraba profusamente. También me costaba trabajo respirar.
Al llegar a mi cuarto, de la manera más cómoda que jamás hubiera podido imaginar, encontré a mi perro, echado en mi cama, mirando la pantalla brillante del televisor. Junto a él estaba el control remoto y a medio metro, mi celular. Me deslicé despacio, a gatas, por la alfombra, e intenté estirarme lo suficiente para tomar mi teléfono sin interrumpir al animal. Pero mi perrito me vio, se puso de pie y comenzó a menearme la cola con agrado.
Yo me le quedé mirando fijamente y sentí cómo nuestras almas se conectaban al unísono. Lo recordé en su abandono, desnutrido y con su ojo sangrante. Sentí lástima y de algún modo, tuve un sentimiento insólito de culpabilidad.
Acercó su hocico a mi rostro.
Entonces, por alguna razón que todavía no logro comprender, alargué mi cuello, abrí la boca, saqué mi lengua y se lo lamí.
RICARDO HERNÁNDEZ PEREIRA (El Salvador, 1985). Docente. Perteneció al taller literario de La Casa del Escritor que dirigió Rafael Menjívar Ochoa. Sus relatos aparecen en Memorias de La Casa: 12 narradores (Índole, San Salvador, 2012); Tierra breve: antología centroamericana de minificción (Centroamericana, San Salvador, 2018); en la revista Cultura 122 (DPI, 2017); Voces desde el encierro: antología de cuento latinoamericano (Editorial X, Guatemala, 2020). También es antologador de los panfletos literarios Incipit compendium y Monstrorum artifex que recogen narrativa emergente de El Salvador. Es autor del libro de cuentos Soft Machine (Índole, 2021).
☺️ Felicidades por la mención, bien merecida, a mi siempre me han gustado más los perros que los humanos y me hiciste recordar a mi Camila una Cocker spaniel muy temperamental que le encantaba tomar Regia y whisky 😅. Saludos.
FELICIDADES ,este cuento me ha dejado ,fascinado . Soy amante de los perros ,siempre he tenido uno desde ,que era un niño.Ahora siendo un hombre maduro ,transmiti,ese gusto a mis hijos y nietos .Que bello el cuento ,con un language unico ,,que lo hace volar la imaginacion y estar viviendo , lo que acontese.Gracias y estoy encantado de leer esta clase cuentos y haya sido escrito por un gran personage Salvadoreño.