Cuando los bares están por cerrar

Relato de José Manuel García

Una estampa de una noche cualquiera, en una ciudad cualquiera, en un bar cualquiera


José Manuel García | Productor audiovisual y narrador


Cruzó el bar con tranquilidad y displicencia. Muchos lo miraban de reojo con curiosidad. A él realmente le importaba un carajo cómo lo miraran o qué pensaran de él. Se detuvo un instante en la entrada del bar. Tony, el mago, acababa de llegar y se preparaba para deslumbrar a todos los parroquianos con su truco de la jaula y las palomas. Era su truco favorito.

Le llamó la atención que en la jaula del viejo mago solo hubiera tres palomas de las cinco con las que normalmente hacía el truco. El mago lo vio allí, parado, mirando fijamente a la jaula. Apenado, le dijo en voz baja: «Qué le vamos a hacer. ¡El hambre es el hambre y no todos tenemos tu suerte!». Digno, se caló la chistera y dándose aires de misterio comenzó a caminar hacia el pequeño escenario.

Un par de esquinas después, la encontró sentada en la acera, pasada de copas y llorando. Se detuvo a poca distancia de Carmen, ella le agradeció el gesto. Siempre fue mujer de la calle. Un día tuvo la mala ocurrencia de enamorarse, y allí se torció todo. «Nadie quiere a una puta triste», decía mientras cerraba los ojos y pasaba un trago por la garganta. Aquello iba para largo, así que él se levantó y siguió su camino. «¡Lárgate! Vete como lo hizo él y déjame sola. Las putas no se enamoran, no se enamoran nunca». Lo siguió repitiendo hasta quedarse dormida botella en mano.

Entró al callejón que lo llevaba a su apartamento. En la penumbra, unas sombras forcejeaban agitadas. Un pobre cristiano estaba siendo asaltado. Fue una situación incómoda, todo se paralizó por algunos segundos. El asaltado lo miró con ojos que pedían ayuda, el asaltante se dio cuenta de que no haría nada, así que le dedicó una sonrisa cómplice mientras apretaba el cuchillo en la garganta de la víctima. Fiel a sus principios de vivir y dejar vivir, siguió caminando hasta el final del callejón, trepó el muro y caminó hacia su ventana.

Parado como estaba en el marco de la ventana, el aire frío de la madrugada le golpeaba la espalda. Vio sus piernas largas escapando de las sábanas, su respiración acompasada y su cabello claro y revuelto. Se coló en la cama de Vicky para despertarla. Ella abrió sus enormes ojos verdes para mirarlo, furiosa.

Vicky desayunó apresurada. Se alistó para ir a la oficina, tomó sus cosas y, antes de cerrar la puerta, le dirigió una mirada severa. «Yo tengo la culpa de esa vida que llevas sin hacer nada. A veces me pregunto si vales la pena». Cerró la puerta de golpe y se marchó.

Él todavía vio la puerta por unos segundos. Se dio la vuelta indiferente y se quedó dormido. A final de cuentas, si Vicky quería a alguien que la esperara todas las noches y durmiera siempre en su cama no debería tener un gato.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.