Algunas palabras a propósito del poeta Luis Borja

En el aniversario luctuoso del fallecimiento del poeta Luis Borja, el escritor Kike Zepeda nos comparte sus recuerdos sobre el poeta ahuachapaneco

Julio E. Zepeda | Poeta, antropólogo y gestor cultural


I

La noticia de que el poeta Luis Borja se encontraba internado por covid-19 en el hospital San Juan de Dios, en Santa Ana, me la dio el novelista y excombatiente de la guerrilla salvadoreña Berne Ayalá, con quien solemos tener conversaciones o intercambio de opiniones musicales y políticas. Lo escuché desanimado, pero Luis era un contemporáneo mío y resolví la noticia como si yo fuera el enfermo: esto pasará en unos días y hablaríamos del drama que hizo toda la gente cuando supo de su enfermedad.

Dice Roque, en algún poema, que es una cosa seria tener veintisiete años, porque los amigos empiezan a morir y uno duda de su inmortalidad. Es posible que uno crea fervorosamente en la inmortalidad de los amigos y que por ello no crea capaz de que estos vayan a partir un día. Por supuesto que perdí amigos por distintas razones a lo largo de estos primeros 30 años. Por enfermedad, por migración, por la violencia. Todos se irán en algún momento. Todos nos iremos.

El sábado nos vimos en la Alianza Francesa con un grupo de poetas que aparecíamos incluidos en la antología “Dictadura Vintage”, publicada por Chifurnia Libros, una compilación hecha por el poeta William Alfaro. Momentos previos a la presentación pregunté por la salud de Luis Borja, muchos no sabían de su estado, otros correligionarios de la inmortalidad apelamos a la buena salud de Luis, leímos alguno de sus textos para avivar la llama del poeta. Nuestra inmortalidad seguía intacta.

Los pasillos todavía reproducían el eco de la última vez que vimos a Luis exactamente ahí, en la Alianza Francesa. El poeta iba a presentar el libro de Francisca Alfaro; llegó con sus hijos quienes lo seguían de persona a persona mientras él nos presentaba con ellos, decía “Salude al poeta”. Me parecía un Luis maduro, con un talante de padre que le sentaba muy bien, irradiaba un amor familiar aquella vez. En su presentación habló de la poesía, del registro histórico de lo sensible que esta implica. Cuando la actividad terminó salimos a la mesa donde estábamos vendiendo libros, hablamos de Santa Ana, acordamos reunirnos.



II

Nunca pude llorarlo. La noticia fue como un golpe en seco. El lunes me escribió Berne, sonaba destrozado, no entendía cómo era posible que Luis estuviera jugándosela contra la muerte. Tampoco yo lo entendía, pero yo me seguía anotando en la misma estirpe de inmortales a la que él pertenecía. Nunca se sabe de la condición que tenemos hasta que la perdemos: a los pocos meses de ganar el premio “Pilar Fernández Labrador”, tuve la oportunidad de llevarlo a Chalchuapa, a propósito de una lectura que formaba parte del Festival Internacional de Poesía dedicado a la poeta mártir Amada Libertad.

Es Confucio el que desaconseja darle una espada a un hombre que no sabe bailar. Luis sabía bailar muy bien, lo había aprendido en el box y lo había visto quitarme a alguna compañera de entre los brazos en alguna ocasión, así que cuando leía sus poemas era como si meneara su espada. La poesía siempre fue su única arma, lo salvó el box y la poesía, dijo alguna vez; pero al final optó por quedarse con la poesía. No pretendía derrotar a nadie, pero eso era posible entenderlo desde suelo, luego de ser vencido por su convicción que tenía.

La primera vez que lo escuché leer su poesía fue en el café La T, en San Salvador, ondeaba en el aire aquello de “Madrecita perdóname por mi vida loca”, incluido en su texto “Con el pómulo abierto”; nosotros al escuchar esas palabras quisimos escondernos bajo las mesas. Toda una provocación. Pocos meses después de aquello, entendíamos la función que jugaba aquella frase en su poema y por supuesto, en un poemario tan importante como “El disparo. Cuentos de Barr[i]o”, libro con el que ganaría el segundo lugar del XXIV premio Jaime Gil de Biedma, en España; aquel premio le había valido el reconocimiento de quienes muchas veces le dieron la espalda, por ser dueño de una estética que no daba para cruzar la pierna y pedir un Martini. Venía de abajo, se había ganado su puesto a pulso. Toda esa gente tuvo que tragarse cada palabra el día que se presentó el libro en el Centro Cultural de España en El Salvador.



III

Aquella vez en Chalchuapa, me llamó a una silla aparte. Le gustaba escapar del bochorno que tienen aquellos que se pavonean por cualquier lugar declarándose poeta. No le gustaba ver a la gente cuyo trabajo respetaba en medio de esa pavonería, al menos eso me gustaba creer cuando me llamó a otra mesa en donde me enseñó otros poemarios que estaba trabajando. Le pregunté qué haría después y lo convidé a caminar por el pueblo para enseñarle la ciudad y la parroquia colonial a los poetas extranjeros.

Al llegar al atrio me pidió unas fotos y nos reímos. Las tomé. Dejó pasar al grupo y me preguntó por que yo estaba escribiendo. Me preguntó qué haría con un premio como el que él había ganado, me aconsejó poner un negocio, no desperdiciarlo. Miraba el barroco de indias de aquella iglesia cuando me dijo “Yo ya dije todo lo que quería decir”, yo no creía lo que escuchaba y guardé silencio para preguntarle por lo que estaba diciendo, a lo que respondió con más contundencia: “pues sí, ya escribí todo lo que vine a decir”. Nos reímos como dos niños que piensan tener todo el tiempo del mundo como para darse el lujo de declarar aquello que Borja me decía en ese momento. Al menos eso creía yo. Quizás sólo yo lo creía.



IV

El martes por la tarde fui a visitar al poeta Otoniel Guevara, en Quezaltepeque. Hablamos de distintos autores, planeábamos la agenda de publicaciones de este año, lamentábamos el resultado de las elecciones. Ya entonces atisbábamos desde las experiencias políticas de cada uno, el posible destino del país a partir de resultados tan macabros.  Lamentábamos que Luis no hubiera despertado todavía para ver el resultado, pero ya sabíamos de su situación crítica. Su cuadro clínico, aun el que lograba llegarnos con reservas y demás, era desalentador. Un médico amigo nos advirtió enviar videos para despedirnos de él. Oscurecía. Me despedí y me subí al carro. Luis no iba morir, era un mal momento. Me lo repetía una y otra vez.

Tomé la carretera y olvidé el tema, la inmortalidad no puede malgastar tanto tiempo en pensar algo que no va pasar. Volví a casa y cené. Desde el primer día, una excompañera de Luis se puso en contacto conmigo para darnos ánimos sobre la situación de Luis. Nos escribíamos una o dos veces durante esos días. Luego de cenar, quise informarle de la situación y de la sugerencia que había recibido por parte del médico amigo de Otoniel.

Eran las nueve de la noche. Busqué su foto y abrí el chat. Saludé y quise indagar por cómo estaba, para no decirle algo tan malo de entrada. No podía más. Escribió “Man, murió. Murió a las 9 de la noche. Luis murió”.

Mientras escribo esto recuerdo el golpe que significó aquella noticia. Me sentía sólo en aquel sofá, a media sala. Luis había muerto. Era un estruendo. Es un estruendo. Un golpe sordo. Luis está muerto desde aquella noche. Descansa en toda su poesía. Un golpe deshonesto de la vida. Me ahogo.



V

Todo esto es la vida después de Luis Borja. No hubo tiempo de agradecer que me salvara del ridículo de andarse pavoneando por ahí mientras uno se cree poeta. Nos faltaron dos o tres regias más. Las coras que me sobran las guardo para poner una que otra pieza del Buki. Resta reivindicar todo su ejemplo a través del ejemplo de cada uno de nosotros. No sé qué otra cosa decir. Luis está muerto desde aquellos días. Todavía no lo lloro. Le mando un gran abrazo. Cuando lo recuerdo me quedo tarareando aquella canción de Pablo Milanés “Los días de gloria, se fueron volando y yo no me di cuenta”.

Cuanta falta nos hacés, Luis.

Chalchuapa
Sábado 19 de junio de 2021.

El presente texto me fue solicitado por los estudiantes de la materia de Teoría Literaria de la Licenciatura en Ciencias de Lenguaje y Literatura de la Facultad Multidisciplinaria de Occidente de la Universidad de El Salvador, a propósito de un homenaje póstumo al poeta.


Kike Zepeda. (Santa Ana, 1990). Poeta, antropólogo y gestor cultural. Ha publicado Oficio de pájaros (La Chifurnia, 2015), Para que la muerte no te encuentre (La Chifurnia, 2016), Esta manera de olvidar (S/E, 2016), Los nadantes (POE, 2019), Laura.com y otros links (Editorial EquizZero, 2019), Poemas con barba (La Chifurnia, 2019), Río íntimo (Honduras, 2022), Ataúd (El Salvador, 2021). Aparece en la antología Torre de Babel. Antología de poesía joven salvadoreña de antaño: los apócrifos salmón; volumen XV, así como en revistas nacionales e internacionales, como el número 11 de la revista CulturaSuplemento Cultural 3000 (Co-Latino), Vecindario (Nueva York, 2013), entre otros. Tercer lugar en el primer certamen nacional de poesía «José Rutilio Quezada» (La Chifurnia, 2015), Premio único de poesía en el certamen universitario «Ítalo López Vallecillos» (SACUES, 2016), VIII Premio Centroamericano de Poesía IPSO FACTO 2018 (Editorial EquizZero), Tercer Lugar de Poesía en el Primer Certamen de Poesía Universitaria (SACUES, 2018), por Llanto de la infancia extraterrestre y otros poemas (Inédito). Algunos poemas han sido traducidos al inglés, francés y portugués.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.