Compartimos el cuento Asíntotas del narrador hondureño/salvadoreño Dany Díaz Mejía, una historia de amor, límites y reencuentros. Díaz Mejía ha publicado los libros de narrativa La quebrada (Oblicuas, 2019 ) y Crónica de lo que dejamos en la orilla (Flor de Mezcal, 2024)
Dany Díaz Mejía | Narrador y politólogo
«y nos despedimos con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué»
La pasión, por Cristina Peri Rossi.
Alex llega quince minutos antes a la cita con Petra. Van a encontrarse cerca del puente Charles en Praga.
Petra ha pasado los últimos 10 años en Europa, investigando sobre la economía solidaria, acercándose a movimientos de izquierda, y tomando un rol cada vez más público con su activismo. Alex estudió en una universidad jesuita, seguido de un máster en relaciones internacionales, y aunque en El Salvador se le pueda considerar liberal, no deja de estar más al centro, según él, lejos de cualquier extremo o fundamentalismo.
Petra ve a Alex como un hombre acomodado, quizás un poco seducido por su nuevo rol de gerente del Desarrollo Internacional, esa industria que parece atragantarse con la caja negra que los contratistas gozan de llamar gastos indirectos. Sin embargo, ella admira a Alex. Sabe que él pudo quedarse en Estados Unidos, donde se conocieron sacando un curso de verano sobre Alexis de Tocqueville y sus ideas sobre la democracia americana.
Él venía de un cantón perdido de El Salvador. Había llegado a Estados Unidos con becas de los jesuitas. Ella admiraba ese arrojo con el que se entregaba a aprender y cuestionarlo todo. Tenía una sed, casi desesperada, por mejorarse. A ella no le quedaba más remedio que la fascinación. Ese verano, en Georgetown, pasaron muchas noches discutiendo sobre la ética de Stuart Mills y si los directivos de una empresa tenían más responsabilidades que generar réditos para sus accionistas.
A él le gustaba decir que era liberal en temas sociales, pero que en lo económico desconfiaba enormemente del Estado. Había visto cómo gobierno tras gobierno usó su poder para enriquecerse, dejando su país en un tercer mundo del que era cada vez más difícil imaginar una salida. Para ella, no se podía lograr un cambio si el gobierno no cumplía con un cometido básico: hacer que los ultrarricos paguen suficientes impuestos para darle a cada ciudadano la oportunidad de vivir con dignidad.
Ella venía de una familia atea en Praga, jamás había visitado América Latina. Él la retaba con ejemplos que a ella le parecían a la vez rocambolescos y llenos de una ironía que no lograba identificar si venía de Alex o de lo fantástico de ese mundo desconocido.
Después de ese verano no hablaron por diez años. Él nunca le dijo lo que sentía por ella. Tenía miedo del rechazo, de arruinar esos intercambios tan llenos de complicidad y a la vez de retos intelectuales. No había vuelto a crecer tanto en ningún intercambio, ni con amigos, ni con amantes. En sus círculos habituales, parecían admirarle demasiado como para intentar contradecirlo. Ella, por el contrario, nunca tuvo cuidado de lo que pensara, siempre dispuesta a ponerlo en su lugar, a señalar cuando trataba de usar complejas maniobras verbales para evadir las preguntas más simples. Pero, quizás, ese elemento platónico es lo que cuidó que la relación no se estropeara con los vericuetos del deseo.
Y ahora, muchos años después, se volvían a encontrar.
Alex la reconoció enseguida. Se veía tan segura de sí misma como siempre. Se abrazaron largamente, como jamás lo habían hecho. Hablaron de sus trabajos, de sus decepciones amorosas, de la política. Terminaron en la iglesia que está en un extremo del puente Charles, donde una señora les pidió guardar silencio. Ella se alteró y respondió a la señora diciendo que la Unión Soviética ya había caído. Se fueron riendo de la iglesia y comieron helado justo afuera. Ella habló, por primera vez, de su madre: una concertista muy famosa que no dejaba de sofocarla y que ella estaba segura de amar, pero no estaba segura de que le cayese bien.
Él, que también tenía una relación complicada con su madre, le contó, con más sorna que intento de sabiduría, lo que un colombiano le había dicho cierta vez en un avión: no se puede florecer si odiás a tu madre. Ella lo miró a los ojos, lo abrazó otra vez, y empezó a llorar descontroladamente. Se mantuvieron así por lo que pareció a la vez un momento breve y extenso. Para cuando decidieron cruzar el puente, ya estaba anocheciendo.
Encontraron un pequeño restaurante lejos del bullicio de las plazas. Petra, sin ver el menú, ordenó por los dos. Comieron pasta y tomaron cervezas. Se volvieron a reír. Como ninguno quería que la noche terminara, fueron buscando otros bares, hasta que llegaron caminando a la parte de la ciudad que los habitantes llaman la Nueva Praga.
Él quiso besarla, pero el miedo lo contuvo. En vez, decidió darle la carta que había llevado en el bolsillo desde San Salvador. Sabía que, a diferencia de Kafka, era él quien necesitaba entregar esa misiva para consolarse. Ella recibió la carta, quizás adivinando el contenido. Sujetó su mano y sonrió.
Una vez más se abrazaron, sabiéndose a la entrada de una metamorfosis.
Cruzaron temblando.

Dany Díaz Mejía. (Tegucigalpa, 1988). Tiene una licenciatura en Ciencias Políticas de la Universidad John Carroll y una maestría en Políticas Públicas y Gestión de la Universidad Carnegie Mellon. Además, es becario no residente del programa de Equidad Social y Económica del Instituto Internacional de Desigualdades de la London School of Economics. Actualmente trabaja como consultor en temas de desarrollo en Centroamérica. En el ámbito literario, Dany Díaz Mejía ha publicado una colección de cuentos titulada "La Quebrada" (Oblicuas, 2019) y la colección de ensayos personales "Crónicas de lo que dejamos en la orilla"(Flor de Mezcal, 2024). Su trabajo ha sido publicado en medios como Gato Encerrado, Contracorriente y America Magazine.