El escritor, cantante lírico y gestor cultural guatemalteco Marlon Francisco, nos comparte un cuento violento, cargado de erotismo, y con un final totalmente perturbador
Marlon Francisco / Escritor, cantante lírico y gestor cultural.
A las chicas rubias de aquí no les gusta si la tienes circuncidada, decía Yussi con una mueca hacia la silueta que le observaba entre los pasillos, a media luz, como si buscara convencer y convencerse de que la razón por la que estaba masturbándose en un cibercafé para ser visto, era porque no podía conseguir una cita de modo más convencional. En verdad, las muchachas de aquel país europeo se cuidaban de no ser vistas con los hijos de los migrantes de Oriente Medio que ahora pululaban por los barrios, pero eso era solo para guardar apariencias: al menos una de cada tres había tenido una experiencia sexual con estos muchachos morenos y siempre deseosos de probar aquello que en su cultura estaba altamente restringido para el matrimonio. A Yussi le encantaba hacerse la paja, no había más. No era por rechazo de las muchachas, no era por mal parecido, ni porque la desigualdad económica tuviera un efecto en su vida sexual —todos los chicos, hasta los de familias más pobres, follaban casi a diario—. En realidad, las chicas lo hallaban guapo pero la fama de “raro”, de ser “pajillas”, ya se había corrido entre las amigas de la escuela y del barrio. La silueta solamente asintió y continuó con el deleite contemplativo de ver al joven efebo manipular su largo pene cabezón de tal manera que el rítmico movimiento le hacía bambolear los gordos testículos como badajos de bronce llamando a la hora de la misa.
Luego de la profusa eyaculación, aquel improvisado copartícipe le acercó un poco de papel higiénico y una mínima sonrisa le dejó ver que estaba muy complacido por el espectáculo recién convidado. Yussi le correspondió el gesto y cambió la mueca por un rostro más amable. Le dijo, en su idioma materno y en francés, si quería ir por una soda al salir del ciber. Esa tarde tan nubosa y oscura de otoño, nació la amistad insólita entre el chico pajillero y el voyeur. Venir a dar de frente el uno con el otro siendo tan disímiles era una coincidencia abismal y demoníaca.
Desde pequeñito a Yehoshafat le encantaba tocarse, no estaba ni un momento sin tener la mano enterraba en el bolsillo de los pantalones cortos. Su madre pasaba mortificaciones y vergüenzas en cada parque, cumpleaños y en fila del banco a donde debía llevarlo. Cada ocasión fuera de casa, ponía de manifiesto que el infante no tenía aún pudor ni autocontrol a la hora de darse placer con sus manitas. “Es natural, no se angustie, solo enséñele que debe hacerlo en privado nada más”, le había dicho ya varias veces como letanía la consejera escolar donde lo enviaban las maestras luego de descubrirlo explorando, comedida y juiciosamente, su cuerpo. Con la adolescencia, escuchó por primera vez a sus compañeros de escuela hablar entre risas y cuchicheos acerca del hábito secreto, de cómo debían evitar romper el ayuno del Ramadán y aún así salirse con la suya practicando sin descanso aquel entretenimiento tan generalizado entre los muchachos musulmanes amigos suyos. En los lavabos, los escuchaba reír y murmurar, darse consejos: “es que debes apretar firme la cabeza, ten listo algún chiffón o toalla de cocina para después. No, no es haraam si no expulsas el semen. Nadie lo sabrá. Lo que pasa es que tienes la cabeza chica y además la tienes torcida, por eso no puedes”, pero cuando él pasaba o quería participar, callaban, y se decían algo en su propio idioma y le señalaban la entrepierna. Cuando al fin hubo completado el rompecabezas de información, les dijo con desprecio que su “hábito” no sería secreto, que él pensaba hacerlo público. Así fue como se regó cual polvorín entre los varones de su escuela, la fama de inadaptado y pervertido que tenía Yussi, pues todos lo hacían, sus familias lo sabían, sus amigos lo sabían, los maestros lo sabían, pero ellos solo lo admitían por lo bajo, entre colegas y jamás delante de una chica. También las muchachas lo supieron por boca de una de las chicas más bellas del barrio, al volver de una cita malograda: Yussi estuvo toda la película tocándose por encima del pantalón. La paciencia de la chica se esfumó cuando él intentó tomarla de la mano, según ella, en un gesto romántico, y luego trató de acercar su palma a la cremallera medio abierta.
El cibercafé se volvió el santuario masturbatorio del muchacho. Ahí podía dejar de ser Yehoshafat para ser Yussi, como prefería que le dijeran. Ahí no era el hijo de inmigrantes, de piel morena, cabello áspero y rizado, de una mata de vellos púbicos enorme y espesa, sino un chico más que buscaba la complicidad de esas cabinas de luz tenue para desahogarse. En un principio, no le gustaba que fueran hombres los que exclusivamente quisieran observarlo masturbándose. A decir verdad, su formación tradicional lo hacía sentir repulsión la mayoría de las veces por esos hombres viejos y lujuriosos, sedientos de muchachos, pero su morbo e incesante ansia por masturbarse, lo hicieron aceptar, de mala gana, a los “aficionados” que se había ganado con su espectáculo de un solo hombre y su pene. A aquellos señores les resultaba muy atractivo, precisamente por todas las características que las muchachas rubias rechazaban en él, y hasta lo esperaban ansiosos cuando, alguna tarde, se retrasaba por tareas o por algún videojuego. La única regla que le impuso a su fanaticada fue no tocar. Podían ver, tomarle fotos, videos, masturbarse ellos también, pero no debían hacer nada marica, según la opinión de Yussi. La mayoría acataba estas prescripciones, pero siempre había uno que otro que quería obtener una tajada más grande del pastel.
Yussi caminó a un puesto callejero con su nuevo amigo para comer un bagel y una soda. Ahí pudo observarlo mejor: un cuarentón, pero de rostro bastante bien cuidado, cabello escaso, corpulento, de ojos entre grises y ámbar, labios rosados y delgados, muy blanco, pálido más bien; con una bufanda morada tejida a mano, un gorro (con el pasar de los días se daría cuenta de su legión de gorros de distintos colores y estilos, acorde a la ocasión), un pequeño bolso donde llevaba el pase de autobús, cambio, el teléfono, algunas mentas y el otro elemento infaltable de su ajuar: una lollipop que estaba constantemente chupando, de todos los sabores imaginables, como si esa, junto con el gusto por ver a otros masturbarse, fuera una de sus cosas favoritas en la vida. No hablaron en esa ocasión. Yussi fue quien más dijo y fue poco. Bastaba con acompañarse y comer. Le mostró a Yussi las mejores fotos que le había tomado en el cibercafé, y bromeaba sobre cómo lucía su pene a punto de expulsar el semen. Antes de que terminaran de comer, le había preparado un collage y se lo envió a su teléfono. A Yussi le encantó el gesto y pese, a la fobia que el chico tenía por todo lo marica, sintió que aquel nuevo amigo, callado y sui generis, era muy parecido a él. Lo nombró Bocazas, pues casi nunca hablaba, sonreía poco, y todo el tiempo estaba chupando el lollipop, aparte de que nunca le dijo su verdadero nombre. Pronto empezaron a verse fuera del cibercafé, se mandaban mensajes, el muchacho le proponía fotos y videos en lugares cada vez más concurridos, más arriesgados, y Bocazas, como si fuera pasante o asistente de una celebridad de moda, accedía y llenaba la memoria de su teléfono con horas de video y fotografías. También Bocazas aportaba su morbo e imaginación: algunos días quería bóxers, otros, jockeys, suspensorios, trusas de colores claros, hasta el traje de baño de los nadadores olímpicos formaba parte del repertorio voyerista del hombre silente. No hablaba pero, por mensaje, sí expresaba mucho. Tenía peticiones específicas: que el pene se marcara en la tela del bikini, siempre inclinado al lado derecho, que se asomaran los vellos púbicos por el elástico del calzoncillo, que los testículos colgaran parejo, que la última foto siempre fuera de la ropa interior mojada por la gotita final de semen que escurría del grueso pene de Yussi, incluso, cuando el chico no tenía la prenda interior que ansiaba ver, Bocazas llegaba con la misma como obsequio para su amigo y cómplice. Incontables eyaculaciones y fantasías fueron compartidas durante meses. En más de una ocasión, debieron salir corriendo de la policía. Esas ocasiones, con los pantalones aún por las rodillas, eran las que más gozaba Yussi, y Bocazas compensaba su mutismo con unos ojos sumamente expresivos que celebraban todas las chanzas de su amigo y objeto de deseo.
Todas esas tardes de pajas y sesiones de fotos triple equis provocaron que Yussi descuidara las tareas, que ya no ayudara en el negocio familiar, y que se alejara definitivamente de los amigos de su edad. Todo el tiempo quería estar con Bocazas, no sabía si eso que sentía era estar enamorado o algo que tuviera que ver con el amor, porque él no era marica y hasta donde sabía, Bocazas tampoco. No tenía la confianza para hablar de esos sentimientos con nadie en su casa, y no podía decirle a algún amigo pues seguramente recibiría más burlas y rechazos. La situación en casa llegó al límite y luego de una horrible discusión con sus padres, entre el llanto de mamá y la amenaza del cinturón de papá, Yussi salió muy tarde de su casa hacia un parque, donde pensaba pasar la madrugada mientras se calmaban los ánimos. Entre lágrimas de rabia, escribió a Bocazas para contarle lo sucedido, y en poco tiempo aquel hombre llegó con dos sándwiches y un termo con café. En esa ocasión Yussi simplemente se desahogó de todos sus problemas, de cómo las chicas lo tachaban de asqueroso, que ninguna había querido tocar su pene, y que los varones también lo veían como bicho raro, solamente por admitir hacer lo que todos hacían y ocultaban. Habló de cómo le ardía en el rostro la hipocresía de los muchachos de su edad y de cómo se sentía tan feliz por tener un amigo como él. Bocazas solo asentía y de vez en cuando le daba un golpecito en la rodilla o el hombro.
Bocazas le pasó papel higiénico, en esta ocasión para limpiar las lágrimas y mocos de su rostro, y Yussi, al fin, con una carcajada, le dijo a su amigo que quería que fueran a un barrio céntrico, de los que frecuentan los turistas en esa ciudad cosmopolita, quería exhibirse donde las chicas se tomaban fotos con sus amigas de visita en algún tour de graduación. Yussi modeló una trusa celeste diminuta para Bocazas, estaba tan excitado que su erección casi rompía la tela con cada movimiento. El pene oscuro, grueso y de cabeza sonrosada de Yussi palpitaba como si una erupción interna se estuviera gestando. Varios chorros de semen espeso y blanquecino salieron disparados hacia los pies del cineasta en ciernes, mientras Yussi gruñía de placer. Aún con una firme erección y ganas de volver a eyacular, Yussi le ofreció su pene a Bocazas:
—Mira, amigo, sabes que no soy marica y que nunca me han gustado esas cosas, siempre me han excitado las chicas, me hago la paja pensando en ellas, pero si tú lo eres, está bien, yo te quiero así y me has apoyado tanto. Tú nunca obtienes nada, no te tocas, no te desahogas cuando estamos juntos, y si quieres satisfacerte tocando o mamando, adelante, yo estoy de acuerdo, toma la mía, está dura y lista para ti.
Bocazas tenía las mejillas rojas y las pupilas dilatadas. A todas luces, también estaba excitado. Al ver cómo Yussi le ofrecía su pene ardiente, listo para una nueva descarga seminal, abrió los ojos, soltó inexplicablemente el lollipop de frambuesa, y sonrió, mostrando por primera vez aquellos dientes metálicos, afilados, puntiagudos, que seguramente eran obra de alguno de los salones de tatuaje y modificaciones corporales que colindaban con el cibercafé. Con más agilidad de la que prometían sus años, se abalanzó como fiera sobre Yussi, directo a su entrepierna, y mordió, mordió, mordió con todas sus fuerzas, hasta haber cercenado buena parte del falo del muchacho que no tuvo tiempo para gritar ni fuerzas para quitarse de encima el monstruo que ahora lo devoraba. El cuerpo colapsado de Yussi se terminaba de desangrar por donde antes estaba su pene mientras Bocazas bajaba su cremallera para masturbarse furioso sobre su amigo. Su semen lechoso y viscoso se mezclaba con la sangre del pobre Yussi.
Aparentemente Bocazas tenía un hábito aún más secreto…
Marlon Francisco (Ciudad de Guatemala 1979). Escritor, cantante lírico y gestor cultural. Realizó estudios de Licenciatura en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala (USAC). Ha publicado 5 poemarios y sus textos han sido difundidos a través de más de 25 antologías tanto poéticas como de narrativa a nivel latinoamericano. Tenor lírico ligero, ha cantado en más de 20 producciones de ópera a nivel centroamericano en coro y papeles solistas. Durante 10 años fue conductor radial para la Radio Universidad de su país en temas de Arte y cultura.