Ciudadanía

Compartimos el cuento «Ciudadanía» de la narradora guatemalteca Denise Phé-Funchal, que forma parte de su libro Buenas costumbres (F&G, 2011). Su título «Polvo» acaba de ver la luz en la misma editorial


Denise Phé-Funchal | Escritora y socióloga

Llegar a la mayoría de edad es algo importante para cualquiera. Es el momento de ser un verdadero ciudadano, de participar y de volverse parte del futuro del país. En cinco días cumpliré esta edad llena de responsabilidades y podré tener lo mismo que mi hermana, que mis padres y eso me emociona mucho. Podré pasearme por las calles llevando con orgullo los símbolos de la ciudadanía y de la justicia. Mamá me cuenta que antes no era así, no había paz, que en un momento se volvió temerario salir, subirse en un bus, ir al parque. Era imposible vivir. Ellos lo tenían todo tomado. Los periódicos, según papá, mostraban las atrocidades que ocurrían. Todos los días había un recuento de muertos, de violaciones, de robos y asaltos, de balaceras que ocurrían en las calles. El ambiente era intolerable, añade el abuelo, el país era un caos, dice la abuela. Todos tenían miedo. Y me describen cómo antes de salir se encomendaban a las fuerzas superiores. Los que quedaban en casa rezaban para que no pasara nada malo a sus queridos y encendían velas de colores para proteger a cada miembro de la familia. No era posible ya vivir, dice mi tía. Al día siguiente de mi cumpleaños iremos a la municipalidad para recibir las credenciales e implementos que validen mi ciudadanía. Mamá me ha traído hoy el catálogo para que escoja el modelo del accesorio más importante que deberé llevar el resto de mi vida para que todos sepan que soy parte del movimiento de paz. Algunos de mis amigos de la escuela tienen ya los suyos, al fondo del aula hay un espacio para dejarlos. Quiero ser como ellos, como ellas que pasean su ciudadanía a la hora del recreo, que almuerzan acompañados del orgullo de la paz. En unos años, esperan las autoridades, no habrá más. En el catálogo hay un poco de todo. No exactamente lo que yo quería. Siempre soñé con tener uno como el de mi hermana, pero ya no hay en existencia, esos se acabaron el año pasado. Los que quedan no son tan tiernos como los de ella y sus amigos. Cuando se acaben, dejaremos de usar estas máscaras, bueno, eso será en unos años, pero podremos vernos a la cara y todos verán nuestras sonrisas. Respiraremos por fin el aire no contaminado por el aroma de los no-ciudadanos. Papá prometió llevarme mañana a la escuela de tiro. Parte de esta ciudadanía es el arma que usaremos para conseguir el accesorio. Las armas son prestadas por la policía en cada promoción de nuevos ciudadanos. Las usamos una vez, solamente una vez en nuestra historia y luego pasan al museo de buenas costumbres y nuestro nombre se agrega a la lista de patriotas que los han utilizado. Ahí descansarán hasta que los ciudadanos del próximo mes adquieran sus credenciales. Yo tengo la suerte de que mi cum pleaños es tan sólo un día antes del acto, no me pasa como a otras personas que deben esperar días o semanas para cumplir con el deber. Mamá me apresuró un poco a elegir, dijo que hay que reservarlo hoy de una vez. Elegí uno lleno de adornos, lleno de letras y dibujos que hacen evidente que se trata de un no-ciudadano, de un premio a mi compromiso con el proceso de paz. He escuchado la historia miles de veces desde la infancia. La vida ya no era vida, como decía mi tío. El temor asechaba tras las puertas y las ventanas. Los candados y las trancas no eran suficientes. Tampoco los barrotes ni el alambre espigado y electrificado que un día adornaron las casas de todas las ciudades y pueblos. Ellos estaban en todas partes, los sembradores de terror y sus defensores que, según mi tía, blandían la bandera de los derechos humanos para defender la vida de los más crueles y violentos, de los violadores de niños y mujeres, de los asesinos de personas indefensas, de los que llenaban de terror las calles y los parques. La salvación vino del norte, asegura el vecino. Habían pasado años y gobiernos. Uno tras otro, ofrecían cambiar las cosas, llevar la paz a los cuatro puntos cardinales. Yo tengo muy pocos recuerdos de eso, aún me ocupaba del mundo de fantasía y de juegos cuando el movimiento inició, pero sí es cierto que el encierro era casi obligatorio. Una vecina, que era maestra, nos daba clases en el garaje de casa, donde las mamás del barrio habían habilitado una escuelita. Mis vecinitos llegaban en una carrera mientras los hombres cuidaban las esquinas armados con machetes, cuerdas, algunas cadenas, palos afilados y un par de galones de gasolina. Todos estaban listos para  atrapar a algún malhechor, como se les llamaba en esa época a los no-ciudadanos, a los no-humanos. Al fondo de la cuadra los vecinos acondicionaron un espacio y en las noches se condenaba y prendía fuego a los capturados. Recuerdo el aroma a carne quemada que inundaba las calles del barrio. En cada cuadra se hacía justicia y se impedía que la policía o los defensores de no-humanos, llegaran a tratar de protegerlos con el absurdo argumento de la falta de oportunidades. Según cuenta la vecina, por esos días se hablaba de cambiar las políticas públicas, de dar educación, salud y alimentación a todos, de hacer eficaz el sistema de justicia y contrarrestar la generación de delincuentes, violadores y demás especies nefastas, que eran considerados humanos, como nosotros. Pero todo era puro discurso, agrega mi cuñado, unos años mayor que mi hermana, y cuenta que las personas fueron desobedeciendo las leyes, lo cual era muy justo ya que las autoridades y los funcionarios no hacían más que hablar y hablar, sin que nada de esto lograra proteger a las buenas personas. Las calles fueron cercadas y poco a poco en cada una se instaló un área de juicios, desgraciadamente esto no hizo más que aumentar la violencia, cuenta mamá, los malos consiguieron armas súper poderosas, granadas, metralletas. Estalló la guerra, me dicen y creo recordar que por las noches nos encerrábamos en una habitación alejada de la calle y dormíamos allí. La salvación, como dice el vecino, vino del norte. La situación era similar en esas tierras y poco a poco fueron accediendo a probar los nuevos estándares de ciudadanía en éste y otros países del sur a fin de ver si funcionaría para ellos, así que un día, sin más, entraron. Papá recuerda que por cadena nacional se dieron las declaraciones presidenciales en las cuales se agradecía al gobierno del norte y se permitía que los buenos ciudadanos –los sin dibujos ni letras, los que no aspiraban productos para fabricación de calzado y alcoholes de farmacia, los no consumidores de drogas, entre otros– fueran los constructores de la paz y la tranquilidad. Ellos supervisaron todo. Según cuentan los mayores, se establecieron parámetros para atrapar a los malhechores, perfiles físicos y psicológicos para detectarlos desde chicos, de allí que el de mi hermana mayor tenga un aire de ternura. Algunas madres con todo el dolor del alma, pero con el patriotismo como bandera, entregaron a sus familiares, a sus propios hijos, a las vecinas que cobraban pocos centavos por servicios sexuales. En los barrios se instalaron iglesias en cada cuadra, iglesias en las que se lloraba el entregar la vida de los otros, pero en las que se obtenía la salvación por contribuir buenamente con la patria. Nuestra patria tuvo el privilegio de ser parte de la primera fase, que poco a poco se aplicó en todo el sur del planeta y finalmente, en algunos lugares en el hemisferio norte. Lo primero fue atraparlos a todos y hacinarlos con los que ya estaban presos. Afortunadamente las cárceles fueron resguardadas por los militares del norte. Se prohibió ejecutarlos, pues habría que decidir cómo cada uno de nosotros, de los ciudadanos honestos y patriotas, participaríamos y haríamos latente la contribución a la paz. Después de un mes en el que todas las actividades académicas, comerciales, sociales y culturales pararon, estaban todos encerrados. Junto a los no- humanos se capturó también a aquellos que se decían defensores de los derechos humanos, que aún intentaron protegerlos y denunciar la inhumanidad de las medidas. Pero ya no había quién escuchara. El norte estaba de acuerdo con nosotros, con el modelo implantado. Debido a que el espacio en las cárceles resultó limitado –contaba mi tío– durante unos días estuvieron encadenados en parques y plazas, mientras en los barrios se excavaban profundas fosas que se usarían como cárceles. Cuando estuvieron todos presos, y como era cuestión de un proceso colectivo de construcción de la paz, se decidió que era necesario que cada persona que había contribuido, pudiera demostrarlo. Al fin de cuentas eran millones, casi tantos como los ciudadanos, quizá más. Como era cosa de limpiar la sociedad, se decidió purgarla de todos los males. Políticos, ladrones, asaltantes, violadores, chismosos, herejes, homosexuales, madres no abnegadas, infieles, malos estudiantes, pequeños rateros de escuela, corruptos, mentirosos, vulgares, malhablados, intelectuales, artistas, fueron eliminados. Así se decidió que cada humano, cada ciudadano debía hacerse cargo de contribuir con el proceso, aniquilando a un no-humano. Importante era que cada hogar patriota contara con un símbolo de construcción de la paz, pero más importante aún, era que los jóvenes, los que en ese momento éramos chicos, nos sintiéramos parte del proceso, que viéramos a los ojos a los delincuentes para no animarnos a los malos pasos. Así, por hogar, por familia que viviera en una casa, se entregó a un no-ciudadano. Para no ser como ellos, la ejecución debía ser pronta. Un tiro en la sien, dado por el padre o la madre de familia, según sorteo. Luego los cuerpos debían ser embalsamados y colgados a la entrada de las casas. El nuestro está prendido del balcón, ya queda muy poco cuero seco en los huesos, hemos pegado la mandíbula con cemento y pronto habrá que usar alambre para readecuar los huesos. Las mascarillas nos permiten soportar el pútrido aroma de los cuerpos. Luego se tomó la decisión de que los jóvenes tendrían el privilegio de adquirir uno propio al momento de cumplir la mayoría de edad y que este accesorio debía acompañar a los ciudadanos toda la vida, así que después del rito en el que se contribuye a la paz, debemos llevarlos con nosotros a todas partes, sentados en sillas de ruedas. Para esto, los cuerpos son embalsamados. Un par de días después del acto, deberé ir por el mío al depósito municipal, al igual que los demás, el cuerpo estará desnudo aunque sin los órganos sexuales, que son removidos en los hombres y suturados en las mujeres. Los ojos y los labios también son sellados con hilo de acero, las manos maniatadas con unas lindas esposas de alambre espigado, construidas con el alambre que fue removido de las casas con la llegada de la paz. El mío llevará unas pintadas de azul patria. A pesar de que de vez en cuando se colectan más accesorios, es posible que solamente aquellos que cumplimos la mayoría de edad este año y el próximo, tengamos la suerte de ser considerados aún constructores de la paz. Las siguientes generaciones serán las herederas de lo que nuestros padres, abuelos y nosotros construimos, y según los planes del gobierno, solamente algunos privilegiados, los que saquen las mejores calificaciones o se destaquen en las artes oficiales, podrán concursar por los nuevos.

A veces he escuchado a algunos mayores de la familia hablar en sueños. Balbucean “injusto”, “inocentes” o el nombre de alguien y una lágrima, que escapa de sus párpados arrugados e inquietos, corre por sus mejillas. Siguiendo las órdenes del gobierno he de prestar atención a esto, tratar de identificar una señal concreta de sus dudas y de su posible oposición a la paz.

Quizá algún día, una calle lleve mi nombre y el cuaderno en el que apunto mis ideas forme parte del museo de las buenas costumbres.


Denise Phé-Funchal (Guatemala, 1977). Escritora y socióloga. Ha publicado las novelas Las flores (F&G, 2007) y Ana sonríe (F&G, 2015), el poemario Manual del Mundo Paraíso (Catafixia, 2010) y el libro de cuentos Buenas costumbres (F&G, 2011). Algunos de sus relatos y poemas han integrado selecciones como Sin casaca (2008), Región (2011), Poesía para todos (2011), Ni hermosa ni maldita (2012), El futuro empezó ayer (2012) y Kafkaville (2015). Recientemente publicó el libro de cuentos Polvo (F&G, 2024).

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