Assembled in Guate


En El Escarabajo presentamos un cuento del escritor guatemalteco Eduardo Juárez, publicado originalmente en el libro de relatos Mariposas del vértigo, editorial Letra Negra, 2005


Al cerrar la puerta trasera de la camioneta de los Transportes Josefina, la manija sonó como guillotina carnicera cayendo violenta y tajante sin ver a quién dejaba sin cabeza.

—¡Metete, macho pisado!, urgía Vaso con Leche a su primo, mientras lo jalaba del brazo y lo empujaba contra la masa de los otros pasajeros que ya no cabían.

—Puta vos, ya no hay por dónde, le aseguró Corazoncito Tierno con una sonrisa tiesa y desconcertada.

—Tenemos que caber en el infierno, ya no digamos en esta mierda ¡chish! ¡Pegáte aquí, desgraciado!, y otra vez la puerta y su manija como guillotina que por poco le rebana el culo a Corazón, asustándolo más.

—Si no nos vamos en ésta, vamos a llegar tarde y mala onda, váa, explicaba nerviosamente Virgilio, viendo las agujas del reloj precipitarse irremediablemente al futuro. —Y si llegás tarde a la entrevista talvez no te den el chance.

La verdad era que Corazoncito Tierno no quería trabajar. No porque fuera un haragán sino porque las pocas veces que lo había hecho lo habían tratado mal. Sus experiencias laborales lo habían dejado traumado como alguien que es testigo de algo horripilante y que mejor decide encerrarse en su mente por el resto de su vida.

La camioneta atestada trepaba la pendiente que conduce de San José Pinula a la capital como si fuera un carro fórmula uno con setenta y cinco pasajeros, alterando aún más los nervios de Ramón, ya de punta por la resaca y por ser forzado una vez más a hacer algo que definidamente no quería hacer. Los otros pasajeros también iban alarmados, pero más sobrios. A pocos no les importaba el peligro y dormían como muertos.

La camioneta parecía que quería dejar de abrazar para siempre el pavimento como a un amante maldecido y cruel, especialmente cuando el chofer decidía rebasar en curva. El hule de las llantas sobre el asfalto rugoso sonaba a llanto amargo en cada vuelta ve su posible despedida. Los pasajeros, como puntas de látigo, inclinaban violentamente sus cabezas a la derecha y a la izquierda, siguiendo el ritmo de las curvas enrevesadas de la carretera. Parecía una coreografía que desafiaba a la muerte. Los que creían en Dios rogaban por sus vidas. Los ateos ponían en duda su radical falta de fe.

Vaso con Leche, su primo, ya llevaba tres meses trabajando en Plasteguate y se habían ganado la confianza de los coreanos dueños de la maquila a fuerza de adular fanáticamente la fábrica, desde su sobresaliente organización productiva y administrativa, la seguridad que ofrecían los perros guardianes, hasta la fantástica tecnología de las escobas que se encalvecían en cada barrida.

Servil y mentiroso compulsivo, no desperdiciaba oportunidad para lamer el trasero de sus amos. A pesar de la forma desalmada con la que lo exprimían, Vaso con Leche mantenía una perene sonrisa de oreja a oreja y seguía, día a día, lambisconeando a sus jefes y alabando a la raza coreana. Les decía que eran superiores a los alemanes y a los gringos: “ellos no tienen vergüenza… ni madre tienen los desgraciados… pero ustedes sí que son cabrones”. Con ese comentario se los había echado a la bolsa. También les pedía información de cómo obtener la ciudadanía coreana, ante lo cual ellos sonreían lejanos, graves y orgullosos.

Cuando al otro conserje, ciego de borracho, lo atropelló un carro fantasma allí mismo frente a la Plasteguate, Virgilio no titubeó en recomendar a su primo Ramón.

—Eltá bien. Venil a llenal solicitú. ¿El trabajol como ulté?

—¡Ese desgraciado me enseñó a trabajar a mí, seño!… Ya lo va a ver… Ese hombre hace todo como si estuviera quitándose una braza del culo, así, mire, e hizo la mueca que ilustraba la recomendación, mientras los coreanos sonreían lejanos, graves y orgullosos, cubriéndose discretamente los dientes y le palmoteaban el lomo como si fuera un chucho pulgoso de la calle.

—Eltá bien, me dijeron los chinos pisados, le informó Vaso con Leche a Corazoncito esa misma noche. —Así que bajá un poco el guaro este fin de semana y así llegás mas o menos presentable el lunes. ¡Pagan mil quetzalotes al mes!, argumentó para terminar de convencerlo.

“La paga del pecado es el trabajo, en mi caso el pecado es la pobreza”, pensó Ramón para sus adentros y le agradeció afectuosamente a su primo su preocupación que iba más allá de lo saludable.

—Si no, te vas a morir de chara, como tu tata, o como el mío. Si no ocupás tu tiempo en algo útil va´star de la gran diabla, mano, profetizaba Vaso sacudiendo su cabeza llena de conocimiento y experiencia, pues él también era un maldito alcohólico a la hora de chupar.

A la hora en que su primo saludaba campechanamente a los guardianes de la entrada de la fábrica, Ramón y su corazón tierno meditaban sobre el sermón de la última vez que había ido a la iglesia: “¿Por qué no hago el bien que quiero sino lo malo que no quiero hacer?”, y le dieron ganas de zampar la carrera y huir de esa magnífica oportunidad hacía la libertad imaginaria del desempleo.

—¡Qué gomita, compañero!, le dijo uno de los guardias cuando Vaso con Leche lo presentó: “Si en este momento hago lo que no quiero, ya no seré yo quien lo hace sino el pecado que llevo adentro”, pensó para sí mismo Corazoncito Tierno y les estrechó la mano ignorando el comentario.

Entraron a la fábrica que parecía un ataúd colectivo, con compartimientos, como nichos, donde las trabajadoras repetían idiotizadas los mismos movimientos que exigía la producción en serie de moldes incomprensibles. Por abajo del ruido, las trabajadoras eran larvas contratadas para carcomer el cadáver del país, ante la mirada lejana, grave y orgullosa de los extranjeros, los autores intelectuales del asesinato de la puta patria que no los parió. Corazoncito Tierno titubeó y pensó si esos pensamientos no serían otra vez las justificaciones irracionales que, un cadáver ambulante como él, se daba para hacer sentido ante tanta desolación.

Todo y todos apretados. El área de trabajo para cada obrero era diminuta, la mínima para que operara la máquina y nada más. Ocho, diez, doce horas o más, pero sin moverse de su puesto. Todos los capataces eran hombres. Todas las maquinas operadas por mujeres. Quizás por eso lucían tan pálidos, quizás por eso estaban tan eclipsados.

En la oficina, los coreanos lo miraron sin expresión, como quien mira un objeto chocante, y se gritaron a saber qué cosas en su idioma. Corazoncito Tierno se sentía humillado y de nuevo se hacía presente la amenaza del llanto en sus ojos sensibles. Al fin se callaron un poco y una coreana lo llamó y le señaló la silla a la par de su escritorio. Era una mujer rígida que lo miraba con desconfianza.

—Vigilio, su plimo, muy buen trabalol… ¿Ulté también? Ramón carraspeó y se tragó la flema que tenía atorada en el gaznate y le contestó torpemente que sí.

—Tlabajo no sel fácil ¿Lo quiele?, insistió la china.

—Así es, seño, confirmó con timidez.

—Bueno, Lamón, ¡A TLABAJALLL!, y se paró súbitamente señalando el área de la planta para que Ramón iniciara su trabajo. Ramón oyó las carcajadas mudas del grupo de coreanos mientras se tropezaba por apresurarse a conocer el lugar donde tendría que pasar sus días haciendo limpieza para desquitar el sueldo. Observó con alivio las muchas calcomanías y afiches con el rostro de Cristo y de la iglesia coreana que tapizaban las paredes de la fábrica y dedujo que, menos mal, los chinos eran cristianos. Quizás era su manera de darle la bienvenida, pensó mientras buscaba a su primo para que le enseñara la maquila y lo instruyera sobre sus tareas.

El tiempo, aplanador de voluntades, todo lo remedia, a veces a fuerza de costumbre, otras con el poder del olvido. Ramón tuvo que acostumbrarse a la idea de que su tiempo no le pertenecía por ocho horas o más horas al día y olvidarse de todos sus buenos propósitos ociosos a cambio de mil quetzalotes al mes.

A los pocos días, por las noches, en sus sueños más profundos, empezó a aparecer una mano de mono queriéndolo estrangularlo y que le hablaba en coreano y constantemente le gritaba “¡A TLABAJALL!”, y se despertaba agitado, llorando como María Magdalena.

Sobre su pecho colgaba el pesado presentimiento de que algo no andaba bien, especialmente dentro de su mente. Siguió tomando más y más y cuando recibió su salario de la primera quincena, éste se esfumó en pagar las deudas de cantina y en contratar una prostituta para no olvidar qué era eso del afecto y eso de ser hombre de verdad. Apenas dos días después su sueldo no era más que un lejano recuerdo de pasión y erotismo comprado que más valía la pena olvidar a toda prisa.

“Si la escoba fuera poeta declamaría las tristezas de quien la empuja”, se decía Corazoncito Tierno para reconfortarse mientras empujaba la escoba entre los estrechos corredores que separaban los pequeños cubículos. “Cantaría como los esclavos negros canciones dolorosas sobre la injusticia que sufre tanta gente explotada por el látigo de la codicia y la ignorancia”, pensaba filosóficamente, “impulsada por los poderosos del país”, cavilaba mientras hacía volcancitos de tierra y se concentraba en la creación de este mundo, “por extranjeros que no valen un centavo en sus tierras natales y los nacionales que venden al país como si fuera una vil ramera barata”, suspiraba con el corazón hecho pedazos.

“Gemidos conmovedores causados por el calvario de no tener más opciones que la pobreza con o sin dignidad”, reflexionaba mientras empuja el volcancito de tierra y chencas sobre su pala profesional de plástico anaranjado, “desconsuelo causado por estos misioneros con Biblia y chicote en mano ¿Acaso no es eso tomar el nombre de Dios en vano?”, se preguntaba mientras trapeaba los complicados corredores entre las obreras que manipulaban máquinas diabólicas.

Las obreras se quejaban de que Corazoncito Tierno apestaba a guaro todo el tiempo. Le sugirieron a uno de los capataces que no le permitiera ir al baño con tanta frecuencia ya que cada vez regresaba más borracho y su desempeño como conserje era cada vez más calamitoso. Barría como si bailara un ballet disparatado, retozaba con el trapeador como si jugaran a la tenta, platicaba con la pala como si fuera su mejor y única amiga.

—¡Mentira!, se defendía, eso es pura envidia, puros celos, ya que ellas están encerradas en su jaula sin barrotes mientras yo camino libre, obedeciendo al ritmo de mi melodía interna. Son la escoba y el trapeador los que tienen ritmos anormales, ellos son los rebeldes, ¡mentirosas!, ¡envidiosas!, ¡embusteras!, les decía con ganas de llorar amargamente. Para Corazoncito Tierno todo se había convertido en embuste y patraña: su tiempo libre y su tiempo en la maquila; su sueldo que no lo sacaría nunca de la pobreza; el esmero de los otros obreros y, sobre todo, la confesión de sus patrones de creer en un Dios de amor y justicia. ——Mentira! Recalcaba señalándolas.

Las semanas pasaron corriendo como yeguas salvajes.

Un lunes temprano, el baño de las oficinas administrativas amaneció tapado y rebalsando mierda. Los brazos de Vaso con Leche y Corazoncito Tierno aplicaban con fuerza y convicción la ventosa, con sus mentes vacías y sus narices achicando el olor nauseabundo. Fue ese vil olor a humanidad ultrajando sus ventanas nasales lo que los llevó a la desesperanza total.

Ramón se retiró un poco y, reflexivo como era, le propuso a su primo que había que pelear mentira con mentira.

—Que esos chinos pisados contraten a Coquecha para que venga a destapar los inodoros.

Virgilio tuvo que admitir que la idea no era mala y juntos, fueron a explicarle a los coreanos que se necesitaba un plomero profesional, pero que los que se anuncian en las páginas amarillas les cobraría un ojo de la cara y que él, Vaso con Leche, velando siempre por los intereses de la empresa, podía llamar a un su cuate que por unos cuantos centavos solucionaría el problema.

—Tiene su trampita por el Platanar. Si ustedes lo autorizan, a la hora del almuerzo mi primo y yo lo traeremos para que destape los tronos de sus majestades que apestan a ajo.

—¡Vayan aholita! —ordenó uno de los dueños, ¡sel una emelgencia!

A las 7:30 llegaron al taller de Coquencha, que era plomero y alcohólico con mucha experiencia en ambas cosas. A las 8:30 ya estaban destapados los pestilentes inodoros, luego de las exactas manipulaciones del plomero aplicadas con un esmero que reflejaba su pasión por la vida. Coquecha les confesó en confianza que ese era el chance era de cien pesitos pero que iba a hacer el mate hasta las doce y que cobraría quinientos.

—Entonces los invito a un traguito y les doy unos centavos a cada uno, prometió a los primos.

Horrendo error. Vaso con Leche sucumbió a la insidia en la cantina Los Tres Tipos Felices, frente a la mesa con guaro y los cien quetzales de comisión.

—Yo invito a la primera ronda, anunció Coquecha.

—Y yo a la segunda, respondió Virgilio.

Ramón y Coquecha fueron testigos asombrados de la destructiva sed que se apoderó de Virgilio. Sed de irresponsabilidad, sed de sinrazón, sed de indecencia. Se miraron uno al otro, alarmados de ver a Virgilio convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en una máquina de beber “Venados”.

—¡Yo ya no regreso a ese chance de mierda! —anunció con decisión —¡Coreanos malditos!… ¡Explotadores! Y seguía tomando como loco —Ojalá que su fábrica se le convierta en un infierno en donde los obliguen a pagar las prestaciones y hasta el último centavo de impuestos… Que a sus hijos se les olvide de dónde vinieron y que se conviertan en buenas gentes. —Regresemos, Virgilio, sugirió tímidamente Ramón.

—¡Olvídalo! Me tiré un pedo y ahora me cago, y se sirvió otro trago.

Corazoncito llegó a la maquila completamente consternado porque su primo había agarrado furia. No sabía qué excusa darles a los patrones. Luego se acordó que hacía unas cuantas horas había dicho un aforismo que resultaba adecuado para las circunstancias: combatir mentira con mentira. Su corazón por naturaleza tendía al sentimentalismo y se le ocurrió una mentira que él mismo se creyó y, llorando sin control alguno, trasmitió a los coreanos.

—Mi tía, la mamá de Virgilio, acaba de morir de un infarto, y se estremecía en sollozos mezclados con hipo.

Los coreanos se inquietaron y sus duros corazones se ablandaron un poco. La noticia corrió por toda la maquila y las obreras hicieron una colecta.

—Dígale a Virgilio que leglese hasta el otro lunes— ordenó el dueño —Ulté el miércoles.

Ramón se dirigió al pueblo secándose las lágrimas y sonándose los mocos, sorprendido de lo fácil que había salido todo y con más de mil quetzales en la bolsa, decidido a encontrar a su primo.

Mientras Virgilio se emborrachaba y se ahogaba en su miseria llegó un indio a la cantina El Ganadero. Cargaba un mecapal lleno de botellas de guapinol, blanco como leche. Al ver a Virgilio tan ensimismado, se acercó y platicaron. A los pocos tragos el indio estaba balbuceando sabría Dios qué cosa, con los ojos perdidos y el pensamiento borroso. Luego se durmió profundamente y soñó con vírgenes poseídas por espíritus malignos y putas virginales.

Virgilio se tiró el mecapal a la frente y de pronto estaba en medio del ruido aturdidor del mercado de San José Pinula vendiendo guapinol a tres quetzales la botella. Unos minutos después estaba trenzado con el indio que le reclamaba la mercancía robada. Luego en una celda de la estación de la policía, pegando alaridos por su libertad perdida. Ramón tuvo que darles a los policías el dinero recolectado para la muerte ficticia de su tía Tita para que dejaran salir a su primo. Camino a casa intentaban explicarle Virgilio lo que había sucedido.

—¡MENTIRA!, gritaba Virgilio en medio del llanto —mi madre no está muerta, e intentaba estrangular a su primo. Tirado y jadeando por el pleito, Ramón miraba al cielo suave y limpio, como ojos después de un buen berrinche. Entonces decidió que casi todo en su vida no era más que una grosera mentira.


Eduardo Juárez es una cicatriz más en el rostro del arte guatemalteco contemporáneo. Es el fundador de La Retaguardia. Publicó las colecciones de cuentos cortos Mariposas del vértigo y Serenatas al hastío en el 2005 y en el 2007. En el 2008 publicó la novela Retrato de borracho con país y en el 2011 la novela Exposición de atrocidades. En el 2018 publicó la novela Trash. También, en el 2018 presentó con la Retaguardia el cortometraje El Candidato, basado en su cuento Suicidio Zen. En el 2022 Publica la novela Perro, demasiado perro.

En el 2017, fue parte de una residencia artística en el Vermont Studio Center y en el 2019 recibió el “Little Red Shoes Creative Writing Fellowship” donde escribió el 70% de Perro, demasiado perro. Eduardo Juárez se gana la vida impartiendo clases de inglés en el Instituto Guatemalteco Americano de Guatemala.

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