Muriel Hasbún: arte, laberinto migratorio

Muriel Hasbún

«Al contemplar la obra artística de Muriel Hasbun [El Salvador, 1961] —dicen— todo órgano dual se bifurca.  Los ojos, orejas, extremidades operan en contrapunto de la Luna y del Sol.  El uno oye, ve, palpa y patea.  El otro escucha, mira, transcribe y camina.  Un lado siente; el otro piensa.  Uno conoce; el otro sabe» 

Rafael Lara-Martínez
Universidad del Ex-Silio Terrrenal
rafael.af.laramartinez@gmail.com
Desde Comala siempre…


Abstract: In Muriel Hasbun’s work, art exhibits the migratory labyrinth of souls in multicultural bodies, that of human bodies crossing borders, and the maze of living presence in retrospective flow towards mortuary absence in a changing homeland.  By the quest of that triple conjugation —soul, body, land— history transforms rational knowledge (-mati) into a collective (co(n)-nocer) eyewitness account (-ix-mati), as well as into a cordial reflection (yultaketzalis) called remembrance (re-Cuerdo, re-Heart/Yul).

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Al contemplar la obra artística de Muriel Hasbún —dicen— todo órgano dual se bifurca. Los ojos, orejas, extremidades operan en contrapunto de la Luna y del Sol. El uno oye, ve, palpa y patea. El otro escucha, mira, transcribe y camina. Un lado siente; el otro piensa. Uno conoce; el otro sabe. Y al intermedio, el corazón (-yul) extiende celajes —a veces nubarrones— que enlazan los opuestos, en la negativa huraña o en la afirmación cordial.  Complementarios en su agenda —enemigos con frecuencia— su acción conjunta casi nunca conjuga una totalidad uniforme. Esta disparidad invoca el «desmembramiento» que deriva de varias experiencias como la migración y la guerra. Los eventos trágicos son de tal magnitud que talan el terreno baldío de los sentimientos. Luego de la roza y del arado, lo cultivan hasta que de sus surcos brotan imágenes poéticas a ras del suelo. Su recolección se llama Tapixca o Anthos-Logos, que desde el re-Cuerdo (re-Heart/Yul) palpitante cataloga expedientes arrumbados. 

La faz sobre la cual se inscribe el legado bruñe el estrato visible de la tierra misma. El pasto de sus vellos; el musgo de sus poros. Obviamente, se corresponde a la piel, a la corteza biológica que sirve de papel a transcribir el dictado (Dichtung) de la experiencia. Transcurren dos trayectos opuestos en vaivén de péndulo. La primera vereda acepta la cronología convencional al imaginar cómo el pasado desemboca en el delta salobre del oleaje presente. Sujeto al idioma, el segundo sendero invoca la eternidad del presente al reconstruir «x post facto» un pretérito abolido. Ambos caminos se entrecruzan en la búsqueda de las huellas que arraigan a la artista en su identidad personal y colectiva. He aquí un breve esbozo de ambas jornadas: cómo el pasado se hace presente, viceversa, cómo el presente se vuelve pasado. Hay un «diálogo» permanente entre la ausencia y la presencia.

«Todos los santos (Volcán de Izalco, Amén)», de la serie Santos y sombras, impresión fotográfica, plata gelatina, virada al selenio (1996).

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La imagen original —quizás— la expresa el impulso por «cruzar fronteras». El arte define al ser humano como ente migratorio.  Más que raíces —metáfora de árbol— persiste la alegoría de la fluidez. Nacer consiste en surtir a manera de lava ardiente —símbolo de la placenta— la cual establece una clara filiación entre el parto y la erupción.  En la lengua náhuat de El Salvador la vivencia enuncia un solo concepto institucional de latido terrestre: puni(a). El humo y la piedra incandescente transcriben el ex-silio del embrión. En esa salida intempestiva, el alfabeto original lo complica la exigencia de transcribir tantos idiomas y vivencias culturales como la polaca y la francesa —al centro del continente europeo— la palestina y la judía, en el mediterráneo, y la salvadoreña en el mar del sur. Como ese pentágono no basta, se añade otra arista suplementaria hacia la capital estadounidense. 

El principio lo expone esa correntada de escrituras que revientan en olas y en espuma en un estero apacible, poblado de manglares. En esas márgenes —playas de arena negra, aberturas (-ten) y cuevas (-xaput)— sobresale una «sombra». Un retrato semi-cubista representa el pasado en su verdadero carácter borroso y nublado, bajo la invención del presente. La plástica exhibe la travesía personal del derrame telúrico, a manera de temblor. Calca la taquicardia terrenal. De ahí nacemos en el llanto. Su pureza nos moja de aguarrás que diluye la tinta vernácula, hasta arroparnos de cultura. Se trata de latidos —pulsiones geológicas— que convierten todo lugar en «terruño».  La geo-grafía —escritura primordial de la tierra— la recobran las placas y papeles que sin tachadura esparcen el legado de la artista. Del suelo retoñan «pulsantes deseos», sismos, erupciones, mareas, pese a la bruma blanquecina que oculta la transparencia de los rostros. Hacia el cuerpo, el corazón (-yul) alza (-ketza) esas palpitaciones que —entre sístole y diástole— provocan convulsiones que anudan el re-Cuerdo con la reflexión afectiva (-yultaketzalis) sobre el pretérito. En ese instante de extrema cordialidad, no asombra que el tiempo adquiera su verdadero aliento (-ijiyu) de presencia viva (-yul-tuk) para remontarse a la Muerte de sus semejantes. 

«Pulso: pulsante deseo (Homenaje a Carlos Cañas)», impresión pigmentos de archivo sobre papel o sobre placas de aluminio anodizado (2020).

En efecto, años después, la madurez recobra la memoria en regreso hacia el pasado lejano. La inquieta encontrar (-namiki) las cicatrices que le surcan el torso (-el) como inscripción del re-Cuerdo (-el-namiki).  Se le llame Dante en viaje a los infiernos, ideario rulfeano que indaga Comala, o neófito náhuat en entrada al inframundo, la perspectiva pictórica reitera un arquetipo universal de la poética como historiografía. Intenta restituir el legado de la Muerte. Los huesos (ADN, -umit) de los desaparecidos le ofrecen el archivo fidedigno de la historia. De la materia áspera, la semilla-ojo (-ix) de la vida obtiene el color que tiñe el sedimento de las placas.  Su examen visual —-ix-mati, -ojo-saber, co(n)-nocer— no sólo comprueba la tragedia de la guerra civil salvadoreña (1980-1992).  También revive la pérdida original de la trinidad Padre-Patria-Patrimonio, en contrapunto a la Madre-Matria-Matrimonio de la senda cronológica precedente. Quizás, en esa conjunción del Sol y la Luna —sin eclipse de luz— la reflexión (yultaketzalis) alcance su cometido. 

«Pulso: corazón (Homenaje, Luis Lazo)», impresión pigmentos de archivo sobre papel Canson o sobre placas de aluminio adonizado (2020).

En ese instante de la pre-Esencia dual del origen, la artista se percata del «trauma» y del «dolor grabado en el cuerpo» mismo. Si la historia rastrea los eventos sociopolíticos, el arte edifica el «archivo emocional». Clasifica el impacto amoroso de lo objetivo, rayado en la dermis, hendido en la cueva del ojo (-ixkaxaput) y en el corazón batiente. Tal vez ese suplemento del pasado, en desdén racional, señale el umbral volcánico del ser humano. El corazón (-yul) vivo (-yul-tuk) palpita en el re-Cuerdo (re-Yul; -el-namiki). Mientras el «paisaje de la piel» transcribe el pretérito ignorado por la razón, vestido de placenta y cordón de atadura, el nacimiento cataloga el tatuaje original. Cada poro expresa un alfabeto distinto cuyo códice queda a descifrar. Por este afecto, las imágenes pictóricas despliegan un precepto serial, muy cercano a los verbos conjugados en hilera sinfín del náhuat. En el hecho fractal, no hay pretensión de infinito. Florecemos dispersos, luego del estallido del Morro (-Tekumat). Sajada de Nuestra Madre, la Cabeza-Matriz (-Tzuntekumat) nos esparce en perdigones solitarios y nómadas por el Mundo. 

«X post facto (12.3)», impresión pigmentos de archivo sobre papel Hahnemühle Fine Art Photo Rag Satin (2009).

Sin orgullo, la artista no pretende una perspectiva totalizadora, siempre fracturada en su final utópico, es decir, en el presente. En cambio, en nuevo remedo náhuat de «La Mujer en Fragmentos» —La Descarnada o Coatlicue actual—su modestia sólo anhela inculcar en la audiencia una reflexión dual. Inicia en el ver para llegar al mirar, en el oír hasta escuchar, en el saber hasta conocer, al (re)vivir acorazonada (-yul-tuk) el desastre que persiste en epidemia y migración infantil. En este logro supremo, la plástica de Hasbún incita la respuesta que des-en-cubre un mundo soterrado bajo los espesos sedimentos del trauma personal y colectivo. El mío; el nuestro.

«El altar de mi bisabuelo», de la serie Santos y sombras, impresión fotográfica, plata gelatina, virada al selenio (1996).
«Pulso: registro sísmico 20202.02.28.048 (Niño/17-III-83)», impresión pigmentos de archivo sobre papel Canson o sobre placas de aluminio anodizado (2020).

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