Hay personas que representan una idea, una forma de vida, un lugar. El padre Juan es una de ellas. Esta semblanza es un homenaje a la memoria de un luchador social, de un salvadoreño, pero también es el mapa afectivo de una comunidad que lo recuerda y reconoce su legado
Inés Ramírez | periodista y docente universitaria
«Que nuestro epitafio sea: “Aquí yace XX, quien pasó haciendo el bien”; como lo dice San Pedro de Jesucristo: “… él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”, padre Mendoza.
SAN SALVADOR.- Es sábado a mediodía y el tráfico está de locos. Llevo 20 minutos esperando un Uber que no aparece. Desesperada porque tengo que cumplir con una hora de llegada, salgo y tomo el primer taxi que encuentro. Con 15 minutos de retraso por fin logro llegar.
Es una gran residencia en el centro de San Jacinto, la Casa de Misioneros Paulinos en El Salvador. Toco el timbre y espero. Nadie abre. ¡Dios mío, ya me habrán dejado! Me digo. Toco de nuevo. Estoy en una de las calles más transitadas, el bullicio de los carros acalla a cualquier timbre, pienso. Por fin, alguien abre, explico a qué vengo y me permite pasar. Adentro todo está en silencio. Me dice que permanezca en una sala donde encuentro a una señora que parece estar en espera.
—¿Usted va también para el cantón? Me pregunta.
—Sí, sí, el Padre me dijo que viniera para irnos en su vehículo.
—Ah, sí, ya no debe tardar. Mire, estas son las canciones que he compuesto para el padre Juan.
Aquella mujer había salido a tempranas horas de la mañana y recorrido casi cuatro horas para estar allí. Faltaban cuatro más para llegar a nuestro lugar de destino, el cantón Nombre de Dios, en Sensuntepeque, Cabañas.
El motivo de aquel viaje es la conmemoración del primer año de fallecimiento del padre Juan José Mendoza Bonilla. Se hará en la iglesia de Providencia, su tierra de origen y el primer lugar donde sintió una corazonada, a sus siete años, que debía ser sacerdote.
El domingo por la mañana hay mucha gente reunida; sus hermanos lo han organizado todo. Durante la misa, habrá palabras de amigos que lo conocieron, poemas y canciones compuestas para él. La gente del cantón lo recuerda con mucho cariño por todo lo que hizo por ellos. Ese mismo día, por la noche, la familia ha organizado una velada en La Quesera, sitio donde nació el padre Juan Mendoza.
Historia de una vocación
Hijo de campesinos, Mélida Bonilla y Jesús Mendoza, Juan José fue el segundo de 11 hermanos. Reúne las memorias del amor de sus padres e historia familiar en el libro Mélida y Jesús. Un amor en Nombre de Dios, del que se extraen en este escrito muchos datos sobre su vida.
Eran tiempos duros. Su padre construyó la casa donde viviría la joven pareja en las inmediaciones de un cerro y a la orilla de un profundo barranco. Esa es La Quesera, un caserío de Nombre de Dios, cantón limítrofe con Honduras.
A pesar de la pobreza, Juan José experimentó un gran amor familiar. «El contexto campestre en el que vivíamos era precioso. Mi mamá decía que era el valle de las flores por el colorido bosque de flores; había animales: ardillas, comadrejas, gatos de monte, muchas aves. “La Quebradita”, un riachuelo a 50 metros de la casa, en la estación lluviosa, son su murmullo acariciaba nuestros oídos infantiles. El croar de las ranas parecía el murmullo de miles de risas y voces».
Veía a su madre, con 25 años y cuatro hijos, lamentarse por dolores frecuentemente. Él mismo sangraba de la nariz y le dolían los oídos. En ese tiempo, no había oportunidad de visitar médico alguno, se auxiliaban en curanderos y médicos empíricos que trataban sus dolencias con pócimas extraídas de plantas y animales. La gente moría de anemia.
Recuerda el día en que visitó por primera vez Sensuntepeque, la cabecera departamental de Cabañas, cuando tenía cinco años. «Lo que más recuerdo es una camioneta que era como una casa de lata que se movía, echando humo por cuernos; posiblemente, conectaba mi imaginación con las vacas». Para ese entonces, no contaban con ningún medio transporte para el viaje, eran, aproximadamente, 19 kilómetros a pie, de Sensuntepeque a Nombre de Dios.
«Siendo yo el único varón entre tres hermanas, fui el más contento en la familia cuando nació Víctor Manuel. Estaba tan feliz que vi llegar la mañana con luminosidad precoz detrás del cerro Salamar. Mi papá decía que a mis hermanitos los iba a traer del barranco». Víctor Manuel sería, más que un hermano, su compañero de aventuras y amigo desde entonces y hasta su último día.
El pequeño Juan José anhelaba ir a la escuela, pero su padre, debido a las carencias, no se lo permitía. «Cada vez éramos más pobres, pasando de lo injusto a lo inhumano. Pero, aun así, logré ir a la escuela del Salamar cuando tenía diez y once años». Fue entonces que la familia decidió emprender viaje hacia Honduras, país que divisaban cerca desde aquel acantilado.
Pero el trayecto sería todo menos corto. Caminaron hasta Sensuntepeque, luego tomaron un bus hasta San Rafael Cedros y de allí un tren que los llevaría a San Miguel. «La suavidad del tren me causó mareo y no sabía qué estaba pasando; los árboles corrían para atrás». Cruzaron el puente San Marcos Lempa, pasando al lado sur del volcán de San Miguel, sobre la lava negra. Ya en San Miguel tomaron otro bus hasta Santa Rosa de Lima. «Allí me extrañé cuando compramos bolsas de agua para beber. ¿Se vende el agua? Me preguntaba yo admirado».
Ya en la frontera El Amatillo, a medianoche, cruzaron el río Goascorán, fronterizo con Honduras, para no pagar los 25 colones en la aduana. No los tenían. Ya en territorio hondureño, antes del amanecer, tomaron un microbús que los llevaría a Siguatepeque. Su destino final era Cebadilla. Allí se establecieron, construyeron una casita de bahareque y techo de paja, la que un mediodía, mientras su madre quemaba un nido de gallina, tomaría fuego y no quedarían más que cenizas.
«Me daba la impresión de que esperaban que mi papá regañara a mi mamá, pero mi querido padre era un santo varón y permaneció callado, sin recriminación, porque sembrar armonía fue siempre su misión». Luego llegarían tiempos mejores cuando la familia se dedicó a la pesca y venta; sin embargo, no durarían mucho tiempo en Honduras, en el año 1957 regresaron a El Salvador.
De regreso en su casa en La Quesera nació Pedrina, le siguió Miguel Dolores, el número siete. Nació el 7 de mayo y fue capturado años después por la Policía de Hacienda un 7 de abril. Nunca se supo más de él. «Mi mamá lo llamó Dolores por el doloroso parto. La vocación de Miguelito, como le decían, era el sacrificio, luchando por la justicia, durante la guerra civil. Era un niño gordito y morenito. Cuando tenía un año se me cayó de una mesa, y quizás se hubiera matado, pero lo agarré de los pies y quedó colgando». La desaparición de Miguelito fue y es todavía un gran dolor para la familia.
En 1962 partieron nuevamente a Honduras. Tenían ya ocho hijos y la pobreza y deudas los consumía. Juan José tenía 13 años y trabajaba en lo propio y lo ajeno para aportar para la familia, pero no podía más. Honduras representaba la tierra prometida; había oportunidad de trabajo en la compañía bananera United Fruit Company y tierra fértil para la siembra.
Decidieron dejar su casa y vender todo. El terrero lo entregaron por 130 colones. «Dejar nuestro terruño no era fácil, pero salimos de casa, avanzando dolorosamente golpeados por las circunstancias. Llegamos al río Lempa, al llamado Puerto de los Zavala, donde una canoa reposaba en el margen con nostálgica quietud. La alquilamos para cruzar el río».
En un viaje a Puerto Cortés compró su primer par de zapatos. En 1963, mientras se celebraban las fiestas patronales de Cofradía, después de la misa y «temblando de miedo» se acercó al párroco para expresarle su deseo de ser sacerdote. «Cada vez que me acercaba a hablar con algún sacerdote acerca de mi vocación, me daba mucha alegría, porque pensaba que me diría que sí me ayudaría para entrar al seminario». La alegría de Juan José se vería truncada por su edad, tenía 15 años, y sus pocos estudios, solo había estudiado hasta segundo grado de primaria. No lo aceptaban.
«Desde que hice mi primera comunión, a los siete años hasta los 17, recé todos los días a San José, pidiéndole me ayudara a ser sacerdote y también con frecuencia exponía mi caso a presbíteros». Fue un viernes 19 de marzo de 1965 que el padre Pedro Ortiz, su párroco, lo llevó a la casa de los padres paulinos de la catedral de San Pedro Sula. «Era la fiesta de San José cuando ingresé. Para mí fue un milagro por su intercesión».
Aunque al inicio se sentía distinto por su edad y venir del campo, Juan José se adaptó rápido y por su capacidad de aprendizaje fue ascendido a sexto grado. Al término del año le consultaron si quería ser diocesano o paulino, él respondió que este último. Entonces fue enviado a la escuela apostólica de los Padres Paulinos de la Provincia de Centroamérica, en Quetzaltenango, Guatemala.
En 1969 estalló la Guerra del Fútbol entre El Salvador y Honduras. Luego de algunos encuentros futbolísticos entre ambos países y la clasificación de El Salvador a México 70, los hondureños comenzaron a expulsar salvadoreños de su territorio. De acuerdo con el padre Juan, en el fondo, esta guerra fue inventada para crear a «un enemigo externo» para que el pueblo olvidara los problemas internos de cada país: dictadura, pobreza, fraudes electorales, entre otros tantos.
En el libro Un poeta enamorado, que dejaría Miguel Dolores antes de su desaparición, narra cómo estos acontecimientos afectaron a su familia radicada en Honduras. Él tenía 10 años y recuerda cómo sus padres se mantenían pendientes de las noticias y cómo a él ya no lo aceptaron en la escuela por ser salvadoreño. Las noticias no eran alentadoras. El Salvador había desplegado tropas por toda la frontera para defender a sus connacionales que estaban siendo maltratados en Honduras. Se anunciaba guerra inminente. Aviones salvadoreños bombardeaban Tegucigalpa.
«Eran las cuatro de la tarde cuando llegó Urbano Mendoza diciendo que venía la “Mancha brava”, civiles armados que golpeaban y mataban salvadoreños, especialmente a los que se escondían». El único sitio seguro era la iglesia. El siguiente día por la mañana se vieron rodeados por patrullas que se llevaron presos a los hombres, incluido Jesús Mendoza. Luego de dos meses fue liberado y emprendieron el camino de regreso a El Salvador. Nuevamente tuvieron que vender, por un valor bajo, sus pertenencias, otras quedaron abandonadas. Pero no sería su última vez en Honduras.
Un 15 de septiembre volvieron a Sensuntepeque, se regocijaron al ver la parroquia Santa Bárbara y más al volver a su tierra en Nombre de Dios. Miguel Dolores fue a la escuela en el cantón San Marcos, pero pronto seguiría los pasos de su hermano Juan José. Ingresó al Seminario en Quetzaltenango, Guatemala, en 1974. Antes que ellos su hermana Victorina había ingresado al convento y era Hija de la Caridad de San Vicente de Paul también en Guatemala.
Para esos años ya se comenzaba a advertir la ola de represión que desenlazaría la guerra civil en El Salvador. «La violencia se fue generando por parte del Gobierno ante las protestas y organización de la gente. El 30 de julio de 1975, las fuerzas de seguridad salvadoreñas ametrallaron una manifestación de estudiantes, matando a 12 e hiriendo a 20», recuerda el padre Juan.
En 1976 la familia Mendoza Bonilla se trasladó de Nombre de Dios a vivir a Sensuntepeque. Pero no fue un buen año. Miguel Dolores y Victorina fueron expulsados de su servicio en la iglesia. Juan José estudiaba primer año de Teología en el Seminario Vicentino en Guatemala y, debido a sus críticas directas al Superior Seminario, también fue expulsado. Lo mandaron a vivir en la parroquia de Ilobasco, Cabañas.
«El 12 de marzo de 1977, guardias nacionales asesinaron al padre Rutilio Grande, en Aguilares. Y me dolió mucho que, aun cuando en la radio del Arzobispado se había pedido que se tocaran las campanas, en nuestra parroquia de Ilobasco no hubo ningún signo de dolor por el asesinato de aquel querido sacerdote». El padre Mendoza fue amigo personal del padre Rutilio Grande, recientemente beatificado.
Luego de cuatro meses en la parroquia de Ilobasco, Juan José dejó una carta donde explicaba que «prefería tener una experiencia más real de la vida» y se fue para su casa en Sensuntepeque. Sentía que la línea pastoral no favorecía la visión pastoral de la Conferencia General de Obispos de Medellín de 1968 y su opción preferencial por los pobres.
A pesar de su alejamiento, nunca lo convencieron de no tener vocación sacerdotal. En 1977 fue gerente de la fábrica de ropa Acopec, en Sensuntepeque. Este fue un intento de varios cooperativistas por crear fuentes de trabajo. Mientras realizaba su labor, daba clases gratis de inglés, amenizaba misas y colaboraba en retiros de la Renovación Carismática. «Expulsado del Seminario, le comenté a una amiga, a lo que ella reaccionó alegre con cierta insinuación. Así surgió la idea de noviazgo. Pero mi cerebro y mi corazón me repetían que no era esa mi vocación. Me gustaba estar siempre al servicio de la gente. Así comuniqué a la joven mi decisión».
La fábrica fracasó cuando llegó la guerra y las máquinas quedaron extraviadas. Eran tiempos difíciles para la evangelización y la libre expresión, dos vocaciones que el padre Juan tenía. «Mucha gente aplaudía cuando yo hablaba. Esto me dañó ante las autoridades; me contó un amigo que cuando hicieron la lista de sospechosos, yo era el primero», el Padre se refiere a la intervención que él y sus hermanos, Víctor y Miguel, hicieron para liberación de un profesor del Instituto Nacional de Sensuntepeque acusado de revolucionario.
«Un día antes de mi partida en mayo de 1978, Miguel me dijo: “Te vas cuando más te necesitamos”. Nunca más lo vi, pero mi mamá mandó un fotógrafo para que nos retratara a los cinco hermanos antes de abordar el bus». La gente, que así lo quiso, pensó que Juan José había huido. «Mucha gente fue asesinada por las malas lenguas. Casos en los que los dolientes no podían llorar ni enterrar a sus seres queridos asesinados para no delatarse y ser capturados o asesinados».
Juan José estaba en Estados Unidos. Recuerda el 24 de marzo de 1980, fecha en que fue asesinado Monseñor Óscar Arnulfo Romeo, ahora San Romero, llegó un periodista a hacerle una entrevista que al siguiente día saldría en primera plana en el periódico local junto con su fotografía. Fue quizá en ese momento, o mucho antes, que nació su amor por las comunicaciones, rama que también ejercería durante su vida.
«El 5 de julio de 1980, en una oscura madrugada, mi mamá y los hijos solteros huyeron para Honduras. Julio, el hermano menor de los varones, cuenta con tristeza cuando el perro quería subir al bus y lo vio correr detrás entre la polvareda por las calles de Sensuntepeque». El 7 de abril de 1981 fue secuestrado Miguel Dolores por la Policía de Hacienda. Se conoce que fue torturado por unos seis meses y luego desaparecido. Alguna vez había dicho a su madre, Mélida, que, si moría en el esfuerzo solidario por los pobres, iba a ser un mártir. Hasta hoy, nada más se conoce de él.
En junio de ese mismo año Juan José regresó de estudiar Teología en Estados Unidos. Fue ordenado sacerdote en donde todo empezó, en San Pedro Sula, Honduras. «La catedral estaba llena, pero solo asistieron mis parientes que vivían en Honduras. Así concluí aquella primera etapa de romance vocacional».
En 1985 fue nombrado Párroco de la parroquia de San Jacinto en San Salvador donde se sufría el terror de la guerra y él tenía la oportunidad de consolar a mucha gente. En ese mismo año regresó a Sensuntepeque, ya como sacerdote, y notó que lo veían extrañados; pensaban que estaba en la guerrilla o hasta que lo habían asesinado. Luego de 10 años de ausencia volvió a su cantón Nombre de Dios. «Con tristeza vi el subdesarrollo de mi cantón Nombre de Dios y los demás cantones vecinos: no había agua potable, energía eléctrica, carreteras, escuelas, clínicas de salud, etc.»
Este pensamiento nunca saldría entre tantas reflexiones internas del padre Mendoza. Más tarde volvería para hacer algo por su gente. Después del terremoto de 1986 en San Salvador, lo enviaron nuevamente a Estados Unidos para descansar —le habían detectado anemia profunda— y también para continuar sus estudios teológicos. En 1989 regresó a El Salvador y fue destinado a la parroquia San Jacinto. Había 2,500 refugiados en la iglesia y en la escuela. «Estaba concluyendo la gran ofensiva guerrillera del 11 de noviembre».
En 1991, casi al término del conflicto civil, su madre regresó de Honduras por motivos de salud. Le habían detectado problemas en el corazón, seguramente provocados por la gran angustia y dolor de perder a su hijo Miguel. «La fuimos a encontrar con mi papá, quien muy alegre, aunque no era tan expresivo, la tomó de las manos, como ansiando florecieran nuevos días en el jardín del tiempo».
Al finalizar la guerra, el padre Juan regresó a su antigua empresa: construir carreteras, clínicas, escuelas, llevar energía eléctrica y agua potable a los cantones Nombre de Dios, San Gregorio y San Marcos, sitios lejanos y a menudo olvidados por los gobiernos de turno. «En Cabañas se ha hecho poco por el desarrollo. Es necesario que los políticos vengan por estas tierras, no solo en campaña electoral; que conozcan las necesidades», así lo expresaría hasta sus últimos días.
Además de dedicarse a impulsar el desarrollo en los cantones, el padre Mendoza era Vicario de la parroquia San Jacinto, también era parte de la pastoral radiofónica. Otra de sus pasiones. Trabajó en varias radios, como YSUCA, YSAX, Génesis; incluso, fundó la Radio Vicentina, siempre con la inquietud de difundir el evangelio por este medio.
El 20 de abril de 1997 falleció doña Mélida, dos días antes de su cumpleaños 69. Don Jesús Mendoza partió el 15 de octubre del año 2000, el mismo día de su cumpleaños 82. En su libro, antes citado, el padre Juan solo tiene palabras de amor y admiración hacia sus padres. Mélida, expresa, fue una «gran misionera antes y después de casada», Jesús, «labriego al fin de la jornada, manos encallecidas, jornalero de la vida». De sus once hijos, viven nueve.
Luego de estar en la parroquia de San Jacinto, el padre Mendoza estuvo en varios lugares: en Alegría, Usulután, en la Laguna Seca, Chalatenango, donde fundó la parroquia; en Panamá, en Europa y Guatemala. Luego de tantos años al servicio de los demás, el Sacerdote había decidido que el 15 de diciembre del 2020 regresaría, de la Casa San Vicente de Paúl en Ciudad de Guatemala, a El Salvador a la Casa de los Misioneros Paulinos en San Jacinto. Quería pasar Navidad en su querido cantón Nombre de Dios.
«Hola, buenos días, feliz domingo. Ya me dieron los resultados. Sí me dio COVID-19, al principio dicen que fue fuerte, pero que ya ha bajado bastante, pero sí que se siente feo, es fuerte, no es lo mismo que una gripe; pero, bien, ya estoy mejorando bastante. Así estamos. ¡Ánimo!». Fue uno de los mensajes que envió al grupo familiar de WhatsApp alguno de los primeros días de diciembre. Se le escuchaba sereno, con el tono optimista que lo caracterizaba.
«Curarse de COVID -19 lleva bastante tiempo. Insisto que compartamos nuestra experiencia, porque ayuda a otros, tanto espiritual, como psicológica y espiritualmente. Pienso en tantos pobres que no tienen ni buena alimentación ni medicina. ¡Qué tristeza! Nosotros en nuestra Congregación de Misioneros Paulinos lo tenemos todo, porque San Vicente de Paúl dijo que hasta deberíamos ser capaces de vender los vasos sagrados (de la misa) para atender a nuestros enfermos. También es oportuno pensar si estamos preparados para la muerte. Se dice que quien no está preparado para la muerte no está preparado para la vida. QUE DIOS NOS AYUDE A VIVIR BIEN PARA MORIR BIEN. Que nuestro epitafio sea “Aquí yace XX, quien pasó haciendo el bien”; como lo dice San Pedro de Jesucristo: “… él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”. Si Dios no me lleva ya desde Guatemala, nos volveremos a ver pronto en El Salvador, Honduras, etc. Amén».
Fue uno de los últimos mensajes del padre Juan José a sus hermanos paulinos. Falleció el 12 de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe, a sus 72 años.
Por los caminos de Nombre de Dios
El calor arrecia en La Quesera. El camino es árido y seco. En las cercanías no hay nacimientos de agua, hasta el río al pie del cerro. Al llegar al lugar exacto donde un día estuvo la casa, el viento, por la altura, vuelve más llevable la estancia. Eso sí, la vista es espectacular. Se divisa el río Lempa y las montañas de Honduras. El barranco está allí, imponente y haciendo silbar el viento.
Víctor Manuel y sus hermanas, Victorina, Rosalina, Lidia y Pedrina se han reunido dentro de los arranques que quedan de su antigua casa. Allí nacieron casi todos. Recuerdan entre risas algunas anécdotas como cuando se enojaban y amenazaban con ir a tirarse al barranco a escasos metros de la vivienda, pero también las dificultades como cuando tenían que acarrear agua desde el río.
Para Víctor Manuel, estar en aquel sitio es como resucitar a las personas que vivieron allí, «volver a vivir aquellos momentos». Como el padre Juan, él tampoco recuerda tristeza; «fue una vida alegre, a pesar de la pobreza», reflexiona con voz baja, pero enérgica, parecida a la del padre Mendoza.
«Yo lo recuerdo como un cipote juguetón, era una persona normal, cariñoso, protector y siempre fue así», recuerda Víctor entre la brisa, el cantar de los pájaros y los mosquitos que nos acompañan en la plática. Coindice en que fue la racha de enfermedades y la extrema pobreza lo que los obligó a irse a Honduras. Luego de vender el terreno no habían podido recuperarlo; uno de los sueños del padre Juan era comprarlo para hacer un espacio de retiro. Ahora lo han logrado, ya es suyo de nuevo.
«En aquel entonces, los referentes para salir de aquí eran el sacerdote, el profesor o el guardia; eran las aspiraciones», reconoce Víctor Manuel al consultarle si notaba el deseo de Juan José de ser sacerdote. Sus hermanas dicen que sí lo notaron, «desde chiquito», incluso, una vez que volvieron allí, ya él siendo clérigo, les confesó que tenía un lugar especial, a la orilla del gran barranco, donde se iba a rezar.
Durante toda nuestra conversación es notable la admiración, el respeto, pero, sobre todo, la hermandad que había entre el padre Juan y Víctor Manuel. «Éramos amigos. Con él bromeábamos; me contaba que yo lo aburría con preguntas cuando trabajamos en la milpa», dice entre risas. Y se vuelve serio cuando recuerda que no pudo estar cuando su hermano fue ordenado sacerdote, «Para ese tiempo ya había guerra; yo estaba involucrado en la guerra, con la izquierda», también Miguel.
Ya siendo padre lo recuerda como alguien muy disciplinado, recto, estricto en la gramática y que no era bueno para contar chistes. «Si se le pasaba la hora de comer, ya no comía porque decía que le hacía daño». Durante sus labores en beneficio de las comunidades fue señalado por formar parte de partidos políticos, «pero él lo que buscaba era el bienestar», incluso, estuvo un tiempo viviendo en el cantón, supervisando personalmente que los trabajos se hicieran según lo planeado. «Le daba una palmadita en el hombro a uno y le decía ¡ánimo!», rememora.
En lo visible, remarca Víctor Manuel, las obras que ayudó a construir en los cantones, como carreteras y escuelas, fue importante, «pero hay algo que puede ser más grande y es su pensamiento, su propósito y era buscar que la gente rompiera sus ataduras mentales, que no solo ejerciera el voto, si no que exigiera que las obras se realizaran».
Uno de sus últimos proyectos en mente fue hacer una reunión con alcaldes de Sensuntepeque, Ciudad Dolores y Ciudad Victoria para buscar que se comprometieran con hacer gestiones para conectar una carretera entre estas ciudades que se llamaría Litoral de Lempa.
«Si hay un mérito qué reconocer, que lo haga la gente», dice Víctor Manuel. Reconoce que el padre Mendoza ya no es solo de la familia, sino de la comunidad. «Hizo tantas cosas que ni cuenta nos dimos». Conservan con mucha devoción sus pertenencias que esperan en algún momento donar a la iglesia o resguardar en el espacio de retiro en La Quesera que añoró el padre Juan. Todo lo que había acumulado en su vida cabe en dos maletines, una cajita de cartón y una bolsa plástica.
«La última vez que hablé con él fue el 7 (de diciembre), hablamos quizás como una hora, le conté que estábamos preparando el altar para el aniversario de fallecimiento de mi tía. Le mandé una foto y me dijo “¡Qué bonito!” … En ese mismo altar pusimos la foto de él…», dice con la voz entrecortada. También revela que, aunque sabía que donde estaba lo apreciaban mucho quería volver a su país. Estaba contento que regresaba.
«Los padres dicen que le pusieron unas claves (en la tumba). Lo único que tenemos son fotografías de la cruz donde se supone que está enterrado». Con la sinceridad que lo caracteriza, Víctor Manuel manifiesta que han intentado obtener ayuda para repatriar los restos de su hermano de Guatemala, pero no han obtenido respuesta. Su esperanza es encontrarlo, en algún momento, por las características de la cruz y por un crucifijo, símbolo de la misión paulina, que se llevó consigo.
«La idea es ver si podemos rescatar los restos y traerlo para acá. Es más, a mí me gustaría enterrarlo aquí», extiende sus brazos, mientras sus ojos se sitúan en los parajes que nos rodean. Esa noche acamparán allí, habrá villancicos, entonarán cánticos y contarán anécdotas. Si hay suerte, escucharán el aullar de los coyotes en las montañas.
Ese mismo día se celebrarán misas en honor al padre Juan en Honduras, Villanueva, La Sebadilla, Cortés; en Guatemala y otros lugares de El Salvador.
El padre Mario Ramos, que también estuvo en la misa de aniversario en Providencia, fue un gran amigo del padre Mendoza con quien compartían inquietudes sobre cómo ayudar a la gente. El padre Ramos lo recuerda así: «Fue firme hasta la muerte en sus convicciones y valores morales aprendidos principalmente en su familia y en la Biblia; valores que vivió toda su vida con fe y esperanza, a pesar de las dificultades e incertidumbres normales de la vida; por ejemplo, la desaparición durante la guerra civil de su hermano Miguel».
De acuerdo con el padre Mario, los objetivos del padre Juan siempre estuvieron centrados en:
1. Luchar por la integración Centroamericana.
2. Promocionar las vías de comunicación.
3. Cuidar el ambiente, especialmente la cuenca del río Lempa y Gualcho.
4. Recuperar la memoria histórica.
5. Oponerse a la minería metálica.
6. Organizar a las comunidades.
El padre Samuel Bonilla, conocido cariñosamente como el padre Sam, es originario del caserío el Jicarillo de Nombre de Dios y lo recuerda como una persona líder, siempre trabajando, pensando en el bien de los más vulnerables. «Lo recuerdo como una persona que transmitía paz y alegría. Su testimonio, más que sus palabras, arrastró a muchos», declara. También cuenta que fue para él «una gran inspiración» al momento de dar el paso hacia el sacerdocio. «Él marcó el rumbo por donde transitar en esta hermosa aventura de la vocación sacerdotal».
Según el padre Sam, «la diferencia entre la Iglesia y cualquier ONG radica en que la primera no solo da cosas, sino que se da a sí misma. Y el hecho de encontrar personas, como el padre Juan Mendoza, que se entregaban completamente sin esperar nada a cambio, es algo que el mundo necesita mucho hoy en día. Habrá desarrollo si hay líderes, y hay líderes ahí donde hay testimonio de entrega incondicional».
Elvira Bonilla es originaria de Providencia, aunque actualmente ya no vive allá, conserva como un tesoro sus vivencias en Nombre de Dios. Recuerda que el padre Juan era una persona tranquila, colaboradora, «un agente de cambio en la comunidad», siempre pensando en su desarrollo. Para Elvira, «Nadie más ha trabajado como él (en el cantón) a pesar de no vivir allí».
Fueron muy cercanos desde la infancia, más que por ser familia, los unían fraternos lazos de amistad. La noticia de su fallecimiento la impactó mucho. «Todavía creo que lo lloro, no puedo superar la muerte del padre Juan. Siempre lo voy a recordar», enfatiza emocionada.
El padre Miguel Ángel Aguilar Morán, quien nos ha traído hasta Nombre de Dios y fue el encargado de ofrecer la misa en conmemoración del aniversario de fallecimiento del padre Juan, dice que lo conoció gracias a su proceso sacerdotal. Al igual que un día el padre Mendoza, Miguel Ángel sobrepasaba la edad para entrar al Seminario y tampoco contaba con los estudios suficientes. «Al tener la negativa, dije, “Bueno, ya lo intenté y nada». Miguel Ángel desde pequeño fue muy cercano a la iglesia, ayudaba en lo necesario, «siempre he estado al servicio de los demás», manifiesta.
Un día llegaron unas Hijas de la Caridad, fundadas también por San Vicente de Paúl, a hacer una convivencia vocacional a la iglesia donde Miguel Ángel se congregaba. Ellas preguntaron quiénes se querían unir al Seminario y todos lo señalaron a él. Le preguntaron si quería conocer a los padres paulinos; fue así que una mañana llegó a la Casa de los Misioneros Paulinos en San Jacinto y el padre Juan fue quien le abrió la puerta. «Desde allí comenzó el acompañamiento de él hacia mi vocación».
«Él vivía todo con mucha pasión, con mucha entrega, en todo lo que hacía mantenía el mismo espíritu. Nunca lo vi que se quejara», recuerda el padre Miguel Ángel, también recuerda que nunca se olvida de su cantón y de Providencia, siempre estuvo en su itinerario apostólico. Tenía preocupación porque se lograra desarrollar la comunidad.
«Fue un impacto grande», describe el padre Aguilar sobre la noticia del fallecimiento del padre Juan. Él había quedado de irlo a traer el 15 de diciembre. Ya no se pudo. «Nunca pasó por mi mente que él tuviera esa enfermedad». Para el padre Miguel Ángel la conmemoración de este primer aniversario es hacer justicia con su memoria y por eso viajó desde San Salvador para estar presente.
El padre Miguel reconoce que la iglesia debe tomar acción, así como lo hizo en vida el padre Mendoza. «La iglesia no debe estar dormida, acomodada, no soñar con lo mínimo, sino ser trabajadora y comprometida con su misma gente. Eso hizo el padre Juan, así como lo hizo el padre Rutilio Grande y Monseñor Romero».
Es ya de noche y vamos por el camino de regreso a San Salvador. Escuchamos la Radio Vicentina, donde él también sirve, y entonces suena Un velero llamado Libertad de José Luis Perales. «Esa era la canción preferida del padre Juan», dice el padre Miguel Ángel. Luego de un breve silencio, ambos entonamos el coro. Estamos ya muy lejos del cantón Nombre de Dios.
INÉS RAMÍREZ (El Salvador, 1985). Licenciada en Comunicaciones con 10 años en el ejercicio de la profesión. Posee un postgrado en Relaciones Públicas por la Universidad Tecnológica de El Salvador (Utec) y un diplomado en Corrección Profesional por la escuela de formación profesional CÁLAMO&CRAN de Madrid, España. Actualmente es jefa de contenido en la agencia digital SayHello. También es jefa de Publicaciones, locutora institucional y docente de Periodismo en la Utec.
Muchas gracias sra Ines por tomarce El tiempo y escribir sobre El Padre Juan Jose Mendoza UN Gran luchador social una gran ser humano . Yo me siento muy bendecida de
Haberlo tenido en nuestro familia y vivira por siempre en mi Mente y mi corazon.
Muchas gracias es una real y hermosa lectura sobre este ser que sigue con nosotros diciéndonos «ánimo», como decía nuestro Querido Padre Juan José Mendoza Bonilla.
Definitivamente excelente reseña muy profesional, gracias infinitas.
Gracias Licda. Inés Ramirez
El Padre Juan José Mendoza Bonilla seguirá siendo un referente como «Un luchador social», pero también recordado por su sencillez y calidad humana, a pesar de todos sus conocimientos y habilidades, El siempre fue humilde y un ejemplo a seguir, a 3 años de su partida física de este mundo, sigue vivo en los corazones de las personas que lo conocimos en vida, y estoy seguro que las nuevas generaciones lo conocerán por el legado que está presente en tantas cosas que el realizó en pro de la comunidad a la que llevaba y servía.