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El Salarrué de Claribel. Texto extraído de ‘Mágica tribu’, semblanzas de Claribel Alegría

«Lo único de lo que me arrepiento en esta vida es de no aparecer en Mágica tribu», le dijo entre risas Mario Benedetti a su gran amiga Claribel Alegría, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y autora de Cenizas de Izalco. El escritor uruguayo se refería al libro de semblanzas que Claribel había publicado en 2007, donde retrata la dimensión más humana y entrañable de diez de sus amigos escritores fallecidos, entre ellos Salarrué. Para conmemorar el 125.º aniversario del nacimiento de Salarrué (1899-1975) y el centenario de Claribel Alegría (1924-2018), publicamos el capítulo sobre Salarrué en Mágica tribu


Salarrué

(1899-1975)


Mi tío, Ricardo Vides Siguí, dirigía un colegio en Santa Ana que se llamaba José Ingenieros. Allí estudié yo mi primaria. Ricardo era amigo de Salarrué y se le ocurrió invitarlo tres días para que nos diera una charla y, sobre todo, para que nos leyera algunos de sus cuentos.

Desgraciadamente todo tiene un precio. Las niñitas de tercer y cuarto grado tuvimos que escribir una composición de dos cuartillas hablando sobre el Izalco, el famoso volcán salvadoreño.

Mis compañeras, mucho más sensatas que yo, hablaron sobre su longitud, su latitud, el inmenso boquete que siempre echaba fuego y que le había valido el nombre de «Faro de América Central». Yo, en cambio, que era muy lectora de libros de cuentos, hablé de los duendes y los fantasmas que había visto allí una noche en que había bajado hasta el fondo. A Salarrué le cayó en gracia mi composición y me mandó a llamar a la oficina del tío para conocerme.

Mi enamoramiento fue súbito. Salarrué era guapísimo. Jamás había visto a alguien tan guapo: alto, pelo castaño claro, ojos azules, nariz aguileña y labios dulces y bien dibujados. Sólo estuve un minuto en su presencia y me sentí mal y me tuvieron que llevar a casa. Sentía que olas de calor y de frío agitaban mi corazón. Descansé un rato, no sabía qué inventar para que Salarrué viniera a casa. A la hora del almuerzo, ya totalmente repuesta y con la mayor naturalidad, les dije a mis padres que había conocido a Salarrué y que él me había dicho que le gustaría mucho venir a visitarnos.

—Qué raro –dijo mi madre–, apenas lo hemos visto una vez en casa de Alberto Guerra Trigueros.
—Eso qué importa –dijo mi padre–, es también amigo de tu hermano. Dile que sí, que con gusto lo esperamos. 
—Sólo se va a quedar dos días más –intervine.
—Bueno, pues dile que mañana a las cuatro –dijo mi madre.
Sentí que las rodillas se me doblaban bajo la mesa.
—Será mejor que no vayas hoy al colegio –dijo mi padre–. Te dio una especie de mareo, ¿verdad?
—Ya me siento bien –me defendí–, y tengo una clase muy importante. 
Esa misma tarde me encontré a Salarrué en uno de los pasillos y le dije: 
—Salarrué, dicen mis padres que les encantaría que fuera a tomar un café a mi casa mañana a eso de las cuatro de la tarde. Salarrué sonrió. 
—Encantado –dijo–, conocí a tus padres en San Salvador en casa de Guerra Trigueros y me gustaron mucho.

Yo estaba en la gloria. Las horas se me hicieron larguísimas. Tuve insomnio. Por fin se llegó el día y a las cuatro en punto Salarrué tocó el aldabón de la puerta de mi casa. Salí corriendo a recibirlo. Sonrió, se agachó a darme un beso en la frente y yo lo guie hasta el corredor. Se sentó en una mecedora y llamé a mis padres, que llegaron inmediatamente.

Salarrué admiró la belleza del jardín. Estaba ya dispuesta a sentarme con ellos, cuando mi madre me mandó a jugar con mi hermanito. Por supuesto, me escondí lo mejor que pude para escuchar la conversación. Nada del otro mundo, Salarrué estaba fascinado con los frijolitos colados y con los pastelitos. Eso sí, felicitó a mis padres por mi composición y les dijo que tenía mucha fantasía.

Se llegó demasiado pronto el día que regresó a San Salvador. Ya se estaba despidiendo de mi tío en su oficina y yo entré corriendo y casi sin respirar le dije: 

—Deme un beso, Salarrué. 
Él me dio un beso en la frente, pero yo le dije:
—Allí no, en los labios. 
Me alborotó el cabello, y mi tío, con ojos de basilisco, me ordenó que saliera.  

Después de una semana recibí una cartita suya. Me anunciaba que iba a publicar mi composición y que ojalá cuando fuéramos a San Salvador llegáramos a su casa; me contaba que tenía tres niñas de mi edad y que sería lindo que fuésemos amigas.

Así empezó esa gran amistad que duró toda la vida. Olga, María Teresa (Maya) Aída y yo nos hicimos muy amigas. A veces también llegaban a jugar María Teresa y Dora Guerra, hijas de Alberto Guerra Trigueros y de Margoth Turcios. Salarrué nos contaba cuentos y nos leía de Cuentos de barro. A mí el que más me gustaba era «Semos malos» y cada vez que lo leía yo lloraba, no me podía contener.

Me regaló varios libros preciosos: El anillo de Sakuntala; Mansiones verdes, de Hudson; Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany, cuentos de Oscar Wilde y de Andersen. Todos los conservo, pero a mí me sigue gustando más «Semos malos»:

***

Goyo Cuestas y su cipote hicieron un arresto y se jueron para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja bandolera, el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía forma de una gran campánula, flor de lata monstruosa que perjumaba con música.

—Dicen quen Honduras bunda la plata.
—Sí tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen…
—Apurá el paso, vos, ende que salimos de Metapán trés choya.  
—¡Ah¡ es quel cincho me viene jodiendo el lomo.
—Apechalo, no siás bruto.

Apiaban para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de zunzas las taltuzas comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamalecón salvaje. Por dos veces bían visto el rastro de la culebra carretía, angostito como fuella de pial. Al sesteyo, mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un fostró. Tres días estuvieron andando en lodo, atascados hasta la rodilla. El chico lloraba, el tata maldecía y se reiba sus ratos.

El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de pasantes. Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie diun palo y pasaban allí la noche, oyendo cantar los chiquirines, oyendo zumbar los zancudos culuazul, enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.

—Tata: ¿brán tamagases?…
—Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
—Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
—Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
—Es que currucado no me puedo dormir luego.
—Estiráte, pué…
—No puedo, tata, mucho yelo.
—¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué…

Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un tapexco; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara añudada de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano.

Los primeros clareyos los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semi-arremangados en la manga rota, sucia y rayada como una cebra.

Pero Honduras es honda en el Chamalecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres… Hasta el Chamalecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja       –como en los tiempos primitivos– tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.

Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar chingastes de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado olisco.

—Te digo que es fológrafo.
—¿Vos bis visto cómo lo tocan?
—¡Ajú!… En los bananales los ei visto.
—¡Yastuvo!…

La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bola de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los blanquiyos manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su cipote huían a pedazos en los picos de los zopes; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino…

Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.

Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la prima lamentaba una injusticia.

Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron.

Uno de ellos se echó llorando en la manga. El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo barrioso, donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:

—Semos malos.

Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.

***

El cierre de los cuentos de Salarrué es casi siempre perfecto y maravillosa la manera en que maneja la metáfora: «…flor de lata monstruosa que perjumaba con música», extraordinario hallazgo para describir un fonógrafo. En otro de sus cuentos dice: «…Los sapos saltaban como piedras vivas», y todavía en otro más: «…Sonreiban con la dulzura triste de la boca sin dientes». Qué verdad profunda esa. Cuántos ancianos dulces iluminan mi mente.

Es difícil traducir a Salarrué. Escribe como habla el pueblo. Entre los libros suyos que yo más quiero se encuentra Cuentos de cipotes. Si uno no ha nacido y crecido en El Salvador, es un libro imposible de leer. Plasma con enorme encanto y sabiduría la manera de hablar de los niños cuscatlecos.

Quién que no es salvadoreño entiende, por ejemplo, la siguiente frase: «Puesiesque Fistute tenía un chacalele con zumba especial marca chinjuish y lo andaba en los dedos gordos de las manos (porque en los de las patas no biera podido quizás».

Hasta a mí a veces me cuesta entender.

Me contó una vez cómo había nacido ese libro.

—Estaba –me dijo–, esperando un autobús cuando escuché un diálogo entre dos cipotes y un cuilio (policía). Me quedé fascinado, jamás había puesto atención a semejante lenguaje, y desde ese día me quedaba horas en el mercado o en cualquier otra parte, oyendo hablar a los niños de la calle. Pronto me tomaron confianza y me platicaban y aprendí mucho de su lenguaje, que es como un canto de pájaros. Para ser escritor hay que aprender a ver y a escuchar –repetía siempre.

Salarrué fue el fundador del cuento regional en Centroamérica, pero también escribió algunos libros de corte oriental como O´Yarkandal. Sin embargo, él, más que nada, se consideraba pintor, decía que pintar había sido la pasión de su vida.

Cuando era joven se ganó una beca y estudió en la Galería Corcoran de Washington, d.c. Dominaba el inglés y leía mucho a los irlandeses.

A su regreso se casó con Zelie Lardé y perteneció a un círculo de los mejores escritores salvadoreños de ese entonces. Figuraban entre otros, Alberto Guerra Trigueros, Serafín Quiteño y Claudia Lars. Alberto era el coordinador, el más culto, el que los dirigía. Sabía de todo, desde recitar de memoria a los poetas griegos y latinos hasta los secretos del ping pong y cómo se compone una llanta rota. Pese a que era un católico ferviente, le atraía la teosofía. Discutía mucho de eso con Salarrué, que era teósofo y le procuraba libros que el otro no tenía.

Salarrué leía a los rosacruces, creía en el cuerpo astral y se desdoblaba. Zelie, su mujer, que también era artista –tenía una voz muy bella, pintaba cuadros ingenuos y hacía unas prodigiosas muñecas de trapo–, contaba que a ella le daba mucho miedo cuando Salarrué se desdoblaba. 

—Se pone tieso tieso y bien frío –decía–. No me gusta ver al chele en trance. Desde antes de casarnos me dijo que cuidado con tocarlo cuando lo viera así, porque podía morirse. Él sale de su cuerpo, levita, atraviesa puertas cerradas y visita sitios extraños. Cuando se cansa, o a veces, cuando siente miedo, regresa.

Una tarde, mientras jugaba yo con sus hijas, éramos ya adolescentes, me dijo riéndose: 

—¿Te gustaría que te visitara en cuerpo astral una de estas noches? 

—No –le dije, y salí corriendo.

Años después, estaba yo como a las seis de la tarde peinándome frente a mi tocador, cuando de pronto se cayó un libro de la estantería. Me levanté a recogerlo y era Cuentos de barro. Me dio un escalofrío, pero no dije nada. Días después, Salarrué, con los ojos llenos de picardía me preguntó si había sentido su visita en tal y tal fecha y a tal hora. Casi me desmayo del susto. Hasta ahora, se me eriza el cuerpo cuando lo pienso.

Salarrué siempre vivió en la pobreza y renegó de los honores. Varias veces le ofrecieron el doctorado honoris causa en El Salvador y él lo rechazó.

En la década de los cuarenta lo nombraron cónsul honorario en Nueva York. Yo estaba en los Estados Unidos en ese entonces, y cuando me casé, porque mis padres no pudieron asistir a la boda, le pedí a él que hiciera las veces de mi padre. Estaba alborozado, pero desgraciadamente cuando venía en el tren de Nueva York a Washington, se desató una enorme tormenta de nieve y tampoco pudo asistir.

Cuando regresó a El Salvador a principios de los cincuenta, Alberto Guerra, su gran amigo, había ya fallecido, y él se hundió en una gran tristeza. Siguió escribiendo algunas cosas, pero sobre todo, pintando. Era amigo de todos los escritores jóvenes y todos lo amaban y lo respetaban. Murió en San Salvador, en 1975, en su casa de los Planes de Renderos, viudo ya de Zelie.



* La fotografía utilizada en el arte de este semblanza, al inicio de esta publicación, fue tomada de la revista La Zebra.


CLARIBEL ALEGRÍA (1924-2018). Escritora y traductora nicaragüense-salvadoreña, autora de más de una treintena de tí­tulos, entre poesí­a, ensayo, novela, cuento, semblanza, ensayo y testimonio. Su obra ha sido traducida a más de una docena de idiomas. Fue finalista del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral (Cenizas de Izalco, 1964, en coautoría con su esposo, Darwin Flakoll); Premio Casa de las Américas (Sobrevivo, 1978); Premio Poesí­a de Autores Independientes (2000) y la Orden de Caballero de las Artes y las Letras, concedido por el Gobierno de Francia (2004). En 2006 se convirtió en la primera mujer hispanoamericana en recibir el prestigioso Premio Internacional Neustadt para la Literatura, otorgado por la Universidad de Oklahoma y la revista World Literature Today, considerado el Nobel de América. Publicó, en 2007, Mágica tribu (Índole Editores), una celebrada colección de semblanzas sobre sus amigos escritores: Juan Ramón Jiménez, Juan Rulfo, Augusto Monterroso, Robert Graves, Roque Dalton, Salarrué, Vasconcelos, Miguel Ángel Asturias, José Coronel Urtecho y Julio Cortázar. En 2013, diciembre, la Asamblea Legislativa salvadoreña le otorgó la distinción honorífica de «Notable Poeta y Eminente Maestra». En 2017 ganó el XXVI Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Falleció el 25 de enero de 2018.   



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