La identidad importada. Transculturación y subalternización en los procesos migratorios salvadoreños

El proceso de transculturación que ha sido efecto de la migración reproduce las condiciones de la subalternidad y las condiciones de subalternidad tienden a reproducirse a través de los procesos de transculturación, nos explica el investigador social, economista y escritor Alberto Quiñónez Castro, en este interesante ensayo sobre la migración, la transculturización y la subalternidad en El Salvador

Alberto Quiñónez Castro / Investigador social, poeta y ensayista


Introducción

Al abordar el tema de los procesos migratorios y su incidencia sobre la creación o modificación de identidades, resulta importante tener en mente que en la mayoría de los casos la subalternidad, tanto como estado o como proceso, configura un elemento que en las dinámicas sociales asume el papel de punto de partida, pero también de resultado. Como ha sido señalado por Beverley (2011: 33 – 70; 2004: 98 – 99), las identidades subalternas trasvasan los procesos de transculturación; estos pueden ser catalizadores de la dinámica identitaria de los pueblos, pueden reforzar una situación dada de subalternidad o modificarla, pero difícilmente pueden zanjar la brecha entre el plano de las clases hegemónicas y el de las clases subalternas.

En este ensayo se pretende abordar el tema de la transculturación y la subalternidad a la luz de los procesos migratorios salvadoreños, específicamente en la etapa acaecida a partir de la década de los noventa. Por muchas razones, la década de los noventa configura un quiebre sustancial en la historia salvadoreña: la firma de los Acuerdos de Paz que darían fin a una guerra civil de 12 años, en 1992; la aplicación sistemática de las medidas de ajuste estructural y demás políticas neoliberales, comenzado en 1989; la participación, por primera vez, de la ex guerrilla como fuerza político-partidaria en unas elecciones democráticas, en 1994; la apertura de los canales democráticos de expresión periodística y cultural, en 1992; entre otros hechos que pueden ser mencionados, suponen el marco de recambio histórico en relación a los 50 años de dictaduras militares y los 12 años de conflicto armado.

Los efectos de todos estos fenómenos siguen viviéndose hoy en día, actuando sobre la dinámica migratoria de una forma particular y claramente multidimensional. A su vez, los procesos migratorios han llevado a la mutación de las identidades del pueblo salvadoreño. Sobre esto cabe mencionar que pese a que existen presiones por parte de las élites para la conformación de ciertas pautas de consumo o para la referencia a ciertos modos de vida (que engloba desde el ámbito familiar hasta el hacer político institucional), existe una correspondencia con los valores importados e introyectados por los miembros de las mismas clases subalternas. En otras palabras: a la identidad impuesta por las élites existe una veta de correspondencia que es “dada” a las clases subalternas por sus pares mismos. 

La hipótesis que guía este trabajo consiste en que los procesos migratorios han contribuido de forma sustancial al reforzamiento de la subalternidad de amplias capas de la población salvadoreña, siendo dicha contribución totalmente correspondiente con el proyecto histórico de dominación de las élites –aunque quizá no condicionada directamente por ellas.

Transculturación y subalternidad

El concepto de transculturación, utilizado originariamente por Ángel Rama (1987), alude a un proceso sincrético de asimilación intercultural, en la que predomina un sentido u orientación moderna o modernizante. Si bien Rama establece el uso del término de cara al análisis de las condiciones de exclusión de amplias capas poblacionales latinoamericanas, como una premisa para la salida de los pueblos indígenas, campesinos y marginados, de su condición de subalternidad, el punto de llegada al que aspira es al marco de las identidades nacionales del Estado moderno. De esta forma, la transculturación expresaría un intercambio cultural que supone una transvaloración de las propias costumbres, normas, pautas, referentes y prácticas, a la luz de un proyecto predominantemente moderno, occidental, aunque no anularía de facto las propias costumbres, pues las “incluiría” en el nuevo patrón identitario sin el sesgo de su procedencia subalterna.

El concepto de transculturación se opone, o matiza, al que ciertos estudios de la antropología habían sugerido como “aculturación”, es decir, la pérdida tendencial de la cultura propia como efecto de la asunción de otra cultura, normalmente de forma impuesta. La “aculturación” sería más bien el vaciamiento y/o el abandono total de las prácticas identitarias propias a favor del proyecto identitario de una élite; por supuesto que dicho abandono no sucede de forma voluntaria, o al menos la voluntad de abandono no aparece como norma sino como excepción.

Por su parte, Beverley sistematiza un análisis crítico acerca del concepto de transculturación pues al estar enmarcado en una dirección modernizante, éste no podría dar cuenta de las lógicas sociales que, al albor de la dinámica intercultural, mantienen y reproducen en escala ampliada los procesos de subalternidad. En tal sentido, Beverley señala que “la transculturación no supera la subalternidad; en cambio la subalternidad opera y se reproduce a sí misma en y a través de la transculturación” (2011: 48).

En el sentido en que Beverley concibe la transculturación, habría una diversidad de formas de interacción de las dinámicas culturales y, dentro de ellas, de las esferas de subalternidad. El hecho que más destaca en el análisis de Beverley es que la subalternidad no desaparece, sino que se mantiene o atraviesa un proceso de mutación en la que dicha subalternidad se refuerza pero además deriva en la constitución de nuevas formas subalternas.

Concebidas como mostración y síntesis de lo hegemónico, las identidades culturales reproducen en las dinámicas de interacción intercultural, el diálogo de narrativas de las elites, es decir, sincretismos culturales de la dominación, o visto de otra forma, mecanismos de subalternización, que tienden a moverse de forma sinergética.

Para el tema del presente trabajo, resulta fundamental destacar que la transculturación no representa ninguna garantía para salvar la brecha abierta por los mecanismos de subalternización. Por el contrario, siguiendo el planteamiento de Beverley ya descrito, cabría hipotetizar que dichos procesos reproducen la subalternidad de origen y se encuentran en la posibilidad de crear nuevas subalternidades, ampliando la brecha entre, por un lado, élites y clases subalternas y, por otro lado, entre las diversas formas de subalternidad que se presentan en un momento histórico determinado.

Los procesos migratorios en El Salvador

En El Salvador, siempre han sido significativos los flujos poblacionales, tanto de entrada como de salida al país. No obstante, no siempre han sido las mismas causas y el mismo sentido los que han caracterizado dichos movimientos de población. Para tener alguna idea de la dinámica histórica de la migración salvadoreña, cabe acotar algunas cifras que dan muestra del nivel de importancia que dicho fenómeno asume actualmente, no sólo en un plano meramente demográfico sino también, como ya se ha señalado anteriormente, en la configuración de identidades, especialmente a la luz de los procesos de subalternización.

Uno de los principales datos que vale la pena resaltar es el inusitado crecimiento del flujo migratorio acaecido a partir de la década de 1980 y que corresponde, como es sabido, al periodo de la guerra civil salvadoreña. También hay que notar que, pese a la finalización formal del conflicto armado en 1992, el flujo migratorio no merma, sino que se mantiene o aumenta. De hecho, a partir de la década de 1990 la tasa de migración –sobre todo irregular- se incrementa de forma exponencial. Así, en 1960, se reportaban cerca de 6 mil salvadoreños en Estados Unidos, en el año 2000 se informaba 655 mil, y para 2010 un millón doscientos mil salvadoreños en el referido país (PNUD, 2005; CEMLA, 2012).

Datos acerca del nivel de vida en ambas naciones permiten verificar la notoria diferencia en el acceso a recursos. Por ejemplo, el ingreso per cápita en El Salvador era hasta 2004 de $ 2,342; mientras que el ingreso per cápita de salvadoreños en Estados Unidos era de $ 13,833 (PNUD: 2005). Pese a que el ingreso per cápita es un indicador de disponibilidad de recursos y no de acceso efectivo a ellos, la diferencia entre ambas regiones resulta ser punto más que visible. Ello serviría para explicar, en parte, la tendencia que ha sido señalada en el párrafo anterior: el hecho de que los flujos migratorios aumentaran a partir de la década de 1990 responde a la precarización general de las condiciones de vida, como consecuencia de las políticas de ajuste estructural que fueron aplicadas en El Salvador a partir de 1989 y que supusieron una expropiación sistemática de la riqueza social que estaba en manos del Estado (seguridad social, telecomunicaciones, banca, energía eléctrica entre otros servicios), entorpeciendo su acceso a amplias capas de la sociedad, así como la flexibilización del mercado de trabajo y la consecuente caída de los estándares de garantía de los derechos laborales en el sector privado.

La era neoliberal en El Salvador, además de heredar los viejos vicios estructurales de pobreza, desigualdad, concentración de riqueza y bajos salarios, aumentó en escala ampliada la marginación y exclusión de la población al propiciar políticas que debilitaron la institucionalidad del Estado, lesionando la garantía de los derechos humanos y laborales, socavando el acceso a bienes y servicios estratégicos para la vida humana y, cosa de particular interés para los propósitos de este ensayo, dejando al arbitrio del mercado y a la visión individualista y competitiva de la praxis capitalista, la configuración de los valores y dinámicas sociales y políticas fundamentales.

Según datos de CEMLA (2012), el principal destino de la población salvadoreña migrante ha sido Estados Unidos. Del total de la población que vive en el exterior, un 88.82% se encontraba en 2010 en Estados Unidos, siendo la población migrante total en ese país de aproximadamente 1,214,049 personas, correspondiente al 19.6% de la población salvadoreña. Casi resulta obvio deducir que, con una quinta parte de la población viviendo fuera de sus fronteras, hay fuertes presiones no sólo en el ámbito económico y político, sino también cultural e identitario; la resignificación que asumen el territorio, la tradición, la pertenencia, la nacionalidad, entre otros elementos, se desarrolla en un marco axiológico influido por la transculturación y, en prácticamente la mayoría de los casos, por el papel dual y ambiguo de los migrantes y de sus familias en relación a sus pares no migrantes[1].

Los procesos migratorios reconfiguran tanto las estructuras familiares, comunitarias y sociales, las dinámicas entre sus miembros, como también el mundo de significaciones, valores, afectos y desafectos hacia los diferentes contextos humanos, además de tener una correlación en las dinámicas productivas y consuntivas que expresan, mediándolas, las ya dichas estructuras, dinámicas, percepciones y valoraciones. En otras palabras, la migración, sobre todo en las proporciones que presenta el caso salvadoreño, conlleva a procesos de transculturación que inciden sobre la configuración de las identidades que operan tanto en el plano hegemónico como en el plano de las subalternidades. En este último caso, los diferentes modos de la subalternidad se ven tamizados por la dialéctica implícita que sucede a la introyección de nuevos valores, los valores del polo hegemónico nacional y mundial, en su forma burguesa, imperialista y occidental, en identidades locales y con fuerte arraigo tradicional.

Subalternidad de origen

La historia salvadoreña representa un claro ejemplo de lo que para Walter Benjamín es el “estado de excepción permanente” en la historia de las clases oprimidas (Benjamin, 2007: 69). Desde su configuración como Estado, hacia 1840-1850, los distintos regímenes en el poder llevaron a cabo sendos procesos de subalternización a través de la estigmatización de identidades culturales que no se apegaban a los proyectos modernos de conformación estatal-nacional o a aquellas, más cercanas en el tiempo, que se oponían a la continuidad del carácter dictatorial del ejercicio gubernativo.

Un primer momento de la subalternización en la historia de El Salvador como Estado, acaece a partir de los procesos de construcción de la identidad nacional en los albores del proyecto liberal, en la segunda mitad del siglo XIX. Las reformas liberales del periodo 1870 – 1895, aproximadamente, además de llevar a cabo los procesos de expropiación de las tierras comunales e indígenas como mecanismo principal de la acumulación originaria del capital (Menjivar, 1995), socavaron y estigmatizaron las identidades de los pueblos originarios. Aunque el proceso se dio a escala nacional, éste tuvo áreas de mayor incidencia y dramatismo en la zona occidental del país –factor que explicará algunos fenómenos de las décadas posteriores. Las poblaciones indígenas, principalmente, y las campesinas, que aún tenían formas de organización productiva y consuntiva que no respondían a la plétora mercantil de carácter capitalista, así como prácticas religiosas y tradicionales que los desmarcaban de la comercialización capitalista, fueron paulatinamente tachados de “ociosas” o improductivas, siendo objeto incluso de caución legal, con penas de encarcelamiento.

Esa forma de situar en el imaginario social a las poblaciones indígenas y campesinas se prolongaría hasta bien entrado el siglo XX. Todo el proceso de expropiación comunal y ejidal, derivó en sentimientos de resentimiento y de reivindicación política de estas poblaciones frente a los poderes fácticos, especialmente el poder de los grandes hacendados y terratenientes. Es así que la proletarización de las grandes masas de población rural, profundizada por la crisis internacional de 1929 en Estados Unidos y que impactó en los sectores exportadores de café (principal fuente de trabajo en la zona rural), conllevó al alzamiento indígena y campesino en enero de 1932. Como ya se señaló, fue en la zona occidental del país donde se presentaron las revueltas más grandes; esta rebelión, apoyada por otras fuerzas políticas como el Partido Comunista Salvadoreño (PCS) recientemente creado (Dalton, 2000)[2], fue duramente aplacada por el régimen del general Maximiliano Hernández Martínez y tuvo un saldo aproximado de 30,000 indígenas, campesinos, obreros, y lideres sindicales muertos, además de muchos encarcelados, exiliados y desaparecidos.

A partir de esta matanza, que para un país de las dimensiones de El Salvador representó un quiebre dramático en su forma de constituirse como nación, incidió en la configuración de su identidad nacional, en la manera de ejercer el poder desde el Estado y, finalmente, en el establecimiento de núcleos subalternizadores. Las poblaciones indígenas y campesinas, principales víctimas del genocidio de 1932, comenzaron a negar sus identidades tradicionales por miedo a la represión, mientras que paralelamente el aparato del Estado desarrolló políticas culturales que investigadores recientes han denominado como “indigenismo de la negación” y que consistiría en la exaltación de la imagen campesina e indígena –originaria- del pueblo salvadoreño a través de la literatura y las artes plásticas, mientras que existía una represión, marginación y exclusión operando de facto en las políticas modernizadoras del régimen. El indigenismo de la negación, que subalternizaba al campesino y al indígena y que se extendería hasta finales de la década de 1970, se alimentó del poder del Estado, pero también de las visiones de otras fuerzas políticas y sociales –como las fuerzas de izquierda- que asimilaban al proyecto de emancipación, desarrollo y democratización, los valores de la modernidad occidental. 

En la década de 1980, con el inicio de la guerra civil, operan dos fenómenos de subalternización de las masas populares. Por un lado, las fuerzas de izquierda que propugnaban la democratización del Estado y la construcción de un régimen de libertades e igualdad[3], se veían a sí mismas como vanguardias en la emancipación de las demandas populares, reivindicando muchas veces idearios que no correspondían con las verdaderas visiones de la población. Por otro lado, y de forma más acuciante, los regímenes enquistados en el Estado –la oligarquía terrateniente y los altos mandos de las fuerzas armadas- crearon una imagen del “otro” como enemigo y peligro de la estabilidad social. Esta imagen era ciertamente laxa y de largo alcance y correspondía tanto a los jóvenes universitarios, a los defensores de derechos humanos (dentro y fuera del Estado), como a los sindicalistas, sacerdotes católicos, misioneros extranjeros, campesinos, obreros, maestros y políticos de los partidos de “centro”. La maquinaria del poder construyó un paraguas ad hoc bastante grande para defender su estatus quo, siendo la etiqueta del contrario –que, como ya se dijo, es bastante amplio y diverso- la de “comunista”[4].

En este sentido, y pese a lo apretado de esta síntesis histórica, puede decirse que la configuración de las identidades en El Salvador ha sido un proceso atravesado por reiteradas construcciones de subalternidades sui generis al desenvolvimiento histórico salvadoreño. De tal forma que la mayoría de la población ha sido, en distintos modos en cada momento histórico, marginalizado por el aparato del poder que desarrolla identidades “normales”, normalizadas y normalizadoras y las consiguientes identidades subalternas. Tal reseña e identificación constituye el punto de partida del análisis de las identidades a la luz de los procesos de transculturación.

La subalternidad como identidad importada

Los procesos migratorios de la historia salvadoreña reciente han impactado, por la amplitud de dicho fenómeno, en la configuración de las identidades culturales. Esta incidencia opera a través de pautas de transculturación en las que es posible identificar tanto modificaciones productivas y consuntivas (quizás las más visibles), como cambios ideológicos y valorativos acerca de la vida cotidiana de las familias de los migrantes. Dichos cambios se encuentran muy lejos de representar una salida de las condiciones de subalternidad en las que esta población se ve puesta por el sistema económico, social y cultural hegemónico.

El caso que aquí se presenta, como forma de demostración de las hipótesis planteadas al principio de este trabajo, es la valoración de la vivienda como locus de reproducción de la vida familiar y que, en tanto lugar primario de socialización y de pertenencia a una comunidad, asume un espacio de proyección intra, inter y extra familiar. Intrafamiliar en tanto que constituye el lugar de vida común de la familia; interfamiliar porque sirve de lugar de referencia del habitat entre diferentes familias; y extrafamiliar porque coloca a la familia en una situación de estatus particular frente a la sociedad en su conjunto.

Tradicionalmente, la situación de precarización que suponen las condiciones económicas y políticas para la mayor parte de la población, hacen que la vivienda sea –al igual que muchos otros elementos de la vida cotidiana de la población- expresión del lugar subalterno que las masas populares ocupan en el sistema de relaciones económicas, sociales, políticas y culturales. Los procesos de migración han llevado a revalorizar la vivienda tanto en la mentalidad de los migrantes como en la de sus familias, especialmente en las familias que permanecen en territorio salvadoreño. Tal revalorización se muestra en el cambio arquitectónico de las viviendas de las familias de los migrantes.

Para demostrar las hipótesis que se han planteado al respecto de la relación entre migración, transculturación y subalternidad en el caso salvadoreño, se ha recurrido a la obra “Faraway brother style”, del artista salvadoreño Walterio Iraheta (2012)[5]. La obra consiste en una serie de fotografías de las viviendas construidas en territorio salvadoreño por las familias de migrantes. Todas las fotografías corresponden a viviendas construidas en áreas rurales y en la mayoría es notorio el contraste que se genera entre la vivienda “importada” y el contexto comunitario. La estructura de todas las viviendas difiere en muchas maneras de la estructura típica de la vivienda rural salvadoreña. Por ejemplo, carecen de corredor, principal sitio de estancia de la familia rural tradicional; posee fuertes mecanismos de seguridad, a diferencia de la vivienda rural que es abierta a la visita de vecinos y a la carga y transporte de insumos agrícolas. De esta forma la vida familiar se atomiza y se desapega de la vida comunitaria tradicional de las familias rurales.

Los diversos diseños arquitectónicos del hábitat humano son testimonio, todavía precariamente explorado, del pasado y del presente, así como un atisbo del futuro. En las infraestructuras de las viviendas está expresada, como una acumulación de tiempo pasado, la tradición de las clases subalternas, tradición que a su vez es continente de una dinámica de clases, de una particular división social del trabajo, de luchas, de procesos de dominación, de estereotipos étnicos y de género, de imposición cultural y de sincretismo, entre otros; esa amalgama cultural se expresa en la forma simple o compleja de la vivienda. La discrepancia entre unos diseños y otros, además de ser muestra de la complejidad del “ecosistema” o, más exactamente, de la comunidad, del espacio social, da muestra de las relaciones de poder que existen, con sus estructuras y dinámicas correspondientes. Pero, esas muestras aparecen como pistas, como señales no siempre legibles e inequívocas, como indicaciones contradictorias.

El recorrido fotográfico que propone Walterio Iraheta en su obra expresa el desasimiento de la vivienda importada, no sólo frente a un contexto comunitario de precariedad material evidente sino también frente a los usos y valoraciones del hacer arquitectónico normal. Lejos de propiciar un salto por sobre las condiciones de la subalternidad, la vivienda “importada” se presenta como el monumento mudo de una subalternidad que desesperadamente busca encontrar una identidad que no está en su contexto de vida. No está en el lugar del que fue exportado (Estados Unidos), ni del lugar al que fue importado (la ruralidad salvadoreña). Lejos de permitir un encuentro intersubjetivo, aplaca la identificación de la población migrante y de sus familias frente a su contexto de origen; mientras que sirve de sostén material a la ideología consuntiva de la hegemonía burguesa y neoliberal del individualismo, la competencia y el consumismo. Si, como se ha dicho antes, los estilos arquitectónicos de la vivienda pueden brindar pistas contradictorias de algo que fue y es, así como un posible panorama de indagación sobre lo que será, los contrastes entre los diseños de las viviendas, la modernidad, mayor tamaño y suntuosidad de aquellas viviendas de población migrante, podría hacer creer que la subalternidad que se produce es en detrimento de la población no migrante; pero es dable pensar que más bien ocurre lo contrario pues la población migrante (o familiares de estos) son quienes se encuentran en el vacío identitario del que no pueden salir, entre el “ellos” y el “nosotros” del que ya han salido.

De esta manera, el proceso de transculturación que ha sido efecto de la migración reproduce las condiciones de la subalternidad. Cambia el modo o el sentido de lo que se ha denominado en apartados anteriores como “subalternidad de origen”, pero dialécticamente opera produciendo nuevas formas de subalternización que, al fin de cuentas, adquieren una correspondencia con la hegemonía de las élites. Lo que la referencia a Beverley se planteó al principio como una hipótesis, se presenta entonces como un hecho constatado. La población migrante es así subalternizada una vez más en un espacio social que encuentra ajeno, que le es incluso impuesto como ajeno, por sí mismo o por los “otros”.

Conclusiones

Las condiciones de subalternidad tienden a reproducirse a través de los procesos de transculturación. En el caso analizado, la transculturación que han propiciado los procesos migratorios de parte de las clases subalternas salvadoreñas, ha ido aparejada por el reforzamiento de su condición de subalternidad, ya sea porque la “subalternidad origen” ha sido fomentada o porque se han creado nuevas formas de subalternidad.

Por otra parte, este proceso de subalternización muestra ser correspondiente con las condiciones de hegemonía de las clases dominantes pues reproduce el mundo de significados y valoraciones propios del poder hegemónico burgués en su fase específicamente neoliberal. En otras palabras, la brecha entre élites y grupos subalternos se amplía en el plano de las subjetividades a pesar de que, en el plano puramente material y objetivo, pueda existir un mejoramiento de las condiciones de vida de los grupos subalternos.

Finalmente, si bien este ensayo ha tenido la intencionalidad de abrir hipótesis acerca de la transculturación salvadoreña y su relación con la reproducción de la subalternidad, área más propia para el abordaje desde las ciencias sociales, se ha tratado de contrastar las principales hipótesis con el material empírico proveído por el arte contemporáneo salvadoreño, lo cual intenta ser un puente de comunicación entre la ciencia social y la hermenéutica del arte. En este sentido, es de considerar que el nodo de contrastación e interpretación debe aspirar a fundarse filosóficamente para superar el impase entre la practicidad de la ciencia y la especulación estética.

Referencias

[1] Por un lado, el migrante es para el no migrante un “otro” que asciende en la escala social y que, al menos en el plano material, sale de su condición de marginado o subalterno; por otro lado, el migrante no deja nunca de ser uno de los “nuestros”. En la mentalidad del migrante existe también una visión correspondiente hacia sí mismo y hacia sus pares no migrantes. En el caso de la familia del migrante, ésta pasa a ser un “otro” para los no migrantes en tanto que han obtenido vínculos significativos con otra área de influencia material y cultural, condición que es a veces motivo de rechazo. Por otra parte, también es importante recordar que la salida de la condición de subalternidad y/o marginación es siempre relativa pues el contexto al que el migrante llega es uno que lo ve como extraño y que como tal lo subalterniza.

[2] No obstante, la apología de Dalton sobre la participación y liderazgo del PCS ha sido ampliamente discutida y rebatida, especialmente por el historiador Erik Ching (Anderson, 2001: 55 – 63).

[3] Pese a la generalización, que puede resultar imprecisa al estudiar los casos concretos de cada una de las organizaciones de izquierda, estas fueron las grandes demandas que las unían. Pese a ello, las visiones e ideologías eran bastante diversas, desde la socialdemocracia del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) hasta el socialismo revolucionario de carácter marxista-leninista de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), pasando por el reformismo proletario del Partido Comunista Salvadoreño (PCS) y el reformismo pequeño burgués de la Resistencia Nacional (RN).

[4] Todavía hoy dicha etiqueta se utiliza de forma peyorativa y reiterada para justificar crímenes cometidos en contra de civiles al calor de la guerra civil. No de otra forma muchos círculos de la derecha llaman a Monseñor Oscar Arnulfo Romero o a los sacerdotes jesuitas masacrados en la Universidad Centroamericana, UCA; igual denominación se utiliza contra algunos políticos de la ex guerrilla. El nivel de peyoratividad resulta evidente cuando se compara con otro de los motes que todavía utiliza la derecha y la fuerza armada para referirse a los “comunistas” de antaño: “terengos”, que en el habla popular salvadoreña significa “tonto” o “idiota”.

[5] Más información y reseñas sobre esta obra pueden encontrarse en la página web del artista: http://farawaybrotherstylewalterioiraheta.blogspot.com/.

Bibliografía

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Página de Walterio Iraheta. http://walterioinfoynoticias.blogspot.com/

Alberto Quiñónez Castro. Investigador social. Economista por la Universidad de El Salvador (UES), maestro en derechos humanos por la Universidad de San Martín (UNSAM) y doctor en filosofía por la Universidad Centroamericana de El Salvador (UCA). Poeta y ensayista. Ha publicado: Hierro y abril (Editorial Equizzero, 2014), Del imposible retorno (DPI, 2018), Poemas del hombre incompleto (DPI, 2019).

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