El debate sobre qué tanto incide la violencia del cine en la violencia social (y viceversa) vuelve a reanudarse con la película Censor (2021), ópera prima de la directora inglesa Prano Bailey-Bond y coescrita con Anthony Fletcher
Ramiro Guevara | Escritor, divulgador cultural y comunicador social
Un verano caluroso. Un crepúsculo apresurado. Una cabaña abandonada en medio de la nada. Tal vez un neumático pinchado. Una chica solitaria que se ha perdido y busca ayuda. Un camino incorrectamente tomado. Una motosierra (o cualquier otra herramienta cortante). Un loco enmascarado acechando en las sombras. Piezas clave para un resultado anunciado: persecuciones, gritos, tripas, sangre y más sangre.
Hacia el final de la década de los años 70 e inicios de los 80, mientras Margaret Thatcher ejercía como primera ministra en el Reino Unido, se popularizó el término video nasty, cuya traducción al castellano vendría siendo ‘video desagradable’ o‘video repugnante’. Este término se introdujo en el acervo popular inglés —que más temprano que tarde llegaría a América— desde el interior de la British Board of Film Classification (BBFC). Esta institución, fundada en 1912, funciona como un ente que regula y clasifica, según su contenido, a las películas y su distribución.
La censura impuesta por la BBFC en la última mitad del siglo XX, se justificaba bajo parámetros moralistas que les daban autoridad para sugerir cortes en escenas de violencia o sexo explícito, hasta incluso prohibir en su totalidad la circulación de una cinta, lo que en ocasiones generaba polémicas y pleitos entre la institución y algunos artistas. Cuando el cassette o video casero se introdujo en el mercado, hubo una importante ruptura entre realizadores y entidades de la censura, ya que la posibilidad de la piratería abrió un camino a la distribución ilegal en la que algunas producciones, aunque estuvieran censuradas, circulaban secretamente en tiendas de películas.
Las preocupaciones del Estado inglés frente a este fenómeno se extendieron también a Estados Unidos, debido a que, desde que la Segunda Guerra Mundial y todo su aparato propagandístico llegaron a su fin, gran parte de la sociedad conservadora de Occidente solía pensar que los ciudadanos eran posibles reproductores de aquello que veían en televisión o en el cine. Por tanto, la violencia y la sexualidad debían quedar reducidas al plano de la ilegalidad y la invisibilización en los medios masivos.
Por mucho tiempo se pensó que el cine violento generaba más violencia, y la BBFC fue una de las instituciones que más creía en esto. Recientemente ha existido una oleada de críticas que van por este sentido, hechas a películas irreverentes e inmorales que se han exhibido en cines. Tal es el caso, por ejemplo, de Joker (2019) de Todd Phillips o The House That Jack Built (2018) de Lars von Trier (en cuya proyección en Cannes —tal como lo afirma el editor de la revista Variety, Ramin Sethoodeh— más de la mitad de la audiencia decidió abandonar su butaca por la brutalidad de las escenas feminicidas e infanticidas, provocando comentarios de desaprobación hacia el autor).
El cine no es el único formato artístico al que se le ha exigido moralismos y asociado a provocaciones de hechos violentos. Un ejemplo es el caso del artista Marilyn Manson, que alcanzó a documentarse en el film Bowling for Columbine (2002) de Michael Moore, en el que se le acusó de difundir, a través de su música e imagen, mensajes que indujeron a los jóvenes Eric Harris y Dylan Klebold a perpetrar el tiroteo en la Escuela Preparatoria de Columbine, Colorado, en el año 1999, una de las masacres más trágicas y brutales ocurridas en tiempos modernos en el país norteamericano. Manson se defendió alegando que él en ningún momento había incitado a alguien a usar un arma, y que, si hay algún culpable, ese es el mismo sistema de leyes que en Estados Unidos ha permitido la compra y venta de armas de fuego de forma facilísima. Pero, más aún, una sociedad que con la excusa de la protección personal impulsa a la tenencia de armas incluso desde su documento constitucional en la Enmienda II a la Constitución.
Este debate sobre qué tanto incide la violencia del cine en la violencia social (y viceversa) vuelve a reanudarse con la película Censor (2021) —disponible en Amazon Prime—, ópera prima de la directora inglesa Prano Bailey-Bond y coescrita con Anthony Fletcher, la cual tuvo su estreno en el Festival Internacional de Cine de Sundance bajo la sección Midnight. El film se ambienta precisamente en la década de los 80 y nos presenta a Enid Baines (interpretada por Niamh Algar), una trabajadora de la BBFC, cuyo ojo clínico y crítico es profesionalmente reconocido por ser una de las más duras censoras de su tiempo; implacable y mordaz con la violencia que se muestra en películas. En algún momento, ella misma afirma que su trabajo no es solo censurar, sino proteger a las personas.
Sin embargo, a medida que acompañamos a Enid descubrimos que su serenidad profesional no es más que un escudo frágil y autoimpuesto, debido a que sus problemas personales se concentran en un trágico recuerdo que la perseguirá por siempre: la desaparición forzada de Nina, su hermana menor, mientras ambas jugaban en un bosque oscuro cuando eran niñas. Estas memorias comenzarán a tomar mayor fuerza a partir de otro hecho que desestabiliza a Enid. Y es que un periódico la culpa de ser la responsable de haber aprobado una película violenta que inspiró un crimen en la vida real. Dicho escándalo la llevará a participar en una búsqueda personal por recobrar la confianza en ella misma y erradicar todo síntoma de violencia en el cine, pero también a entender y encontrar lo que fue de su hermana menor. En este camino realidad y ficción se confundirán, haciendo que Enid cometa acciones que la convertirán en un potencial peligro para quienes la rodean.
Con una fotografía contemplativa, rodada en formato Kodak 35 mm, de la mano de Annika Summerson y un obsesivo diseño de vestuario coordinado por Saffron Cullane, que incluso —según la misma directora— decidió vestir a los personajes con ropa interior de la época para ajustar mucho más el espíritu ochentero, esta película se presenta como una nueva mirada al panorama del cine de horror. Uno que reconoce —como lo dilucida Umberto Eco en su análisis de Scooby Doo— que los monstruos más reales son humanos.
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En una entrevista realizada por Kaleem Aftab a Prano Bailey-Bond para el portal de noticias Cineuropa, la directora comenta que tras leer un artículo sobre los censores que revisaban películas moralmente incorrectas durante los 80, y que pretendían elevar cierto estatus de moralidad en la industria cinematográfica, se enfrentaba a un trabajo tan subjetivo que le hizo preguntarse: ¿quién protege al censor de toda la violencia que absorbe por su trabajo?
Este interrogante no solo queda expuesto y resuelto en la película, sino que también refleja una luz frente a la idea de la configuración ideológica existente en una época, es decir, que desvela cómo una sociedad, enmarcada en un tiempo específico, se hace de recursos y talentos humanos para definir lo que es permitido y lo que no, inclusive en las artes y la cultura popular, y esto inconscientemente nos dice mucho del espíritu histórico que se vive en determinado momento.
Un planteamiento muy similar se puede apreciar, por ejemplo, en la película Boogie Nights (1997) de Paul Thomas Anderson, quien también se atrevió a cuestionar a los 80 desde la industria pornográfica. Con una sintonía crítica con Baily-Bond, Anderson reconoce que muchos de los cambios y movimientos dinámicos que la sociedad norteamericana tuvo en el siglo XX en materia de leyes, fluctuaciones económicas y plataformas que propician la comunicación no se excluyen de haber estado influenciadas de otros mundillos y mercados negros que también fueron parte de aquellos cambios en ocasiones romantizados. El sexo en los 80 cambió porque también cambió la forma de verlo. Y cuando algo tan relevante y personal se tiñe de nuevas experiencias, existe la posibilidad de que los deseos más oscuros afloren.
El filósofo Antonio Gramsci lo decía: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».
Es en este claroscuro en el que tanto Anderson como Bailey-Bond colocan sus miradas. Los años 80 como la época en que no solo cambiaron los medios, sino también sus mediaciones, y una de ellas es la violencia. Solo pensemos en la Guerra Fría, en las tensiones políticas que descuartizaban a América Latina con sus enfrentamientos entre guerrillas y militares, o en las pandillas modernas que arrojan terror en Centroamérica. La violencia, como una fuerza aterradora, auténticamente humana, es la epidemia de tiempos actuales. Primera plana de periódicos. Herencia de las prácticas fascistas y experiencias traumáticas del viejo mundo que agoniza, para darle paso a las sombras que nacen mutantes.
La afirmación tajante que nos deja Censor, en tiempos de mordazas moralistas, es que en ninguna época la censura ha acabado con las malas prácticas. La violencia no se cura con censura. La violencia real, desde luego, aquella que tiene protagonistas específicos, con responsabilidades muy específicas; por la que hasta el día de hoy gobiernos y grupos ideológicos prefieren echarle toda la responsabilidad al arte y al consumo, a la gente desinformada y esterilizada con películas donde violar, matar o torturar es la norma.
Desde luego que no se niega la posibilidad de que los contenidos mediáticos influencian de muchas maneras las acciones de las audiencias. Por ello, uno de los pendientes más importantes no es querer emprender la empresa de la censura en épocas cuando internet permite acceder con un solo clic a vasta información. Sería casi imposible eliminar todos los contenidos digitales inapropiados. Lo crucial y lo que tendría que estar en agenda, a estas alturas, es procurar audiencias mucho más críticas, lúcidas y capaces de elegir lo que quieran ver y tomar postura frente a aquello que leen, escuchan, ven o, en general, consumen. Educar a las audiencias y entablar diálogos reales entre ellas y las plataformas o industrias de entretenimiento. Empoderar el pensamiento crítico. Creer y trabajar por una cinefilia saludable e incluso productiva, que valorice los derechos humanos y que pueda tomar distancias para distinguir los diálogos que traza la ficción sobre las preocupaciones que engendra la realidad.
RAMIRO GUEVARA (El Salvador, 1997). Comunicador social, divulgador cultural y escritor. Realizó sus estudios universitarios en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Hizo teatro bajo la dirección de la actriz Dinora Cañénguez y estudió dramaturgia con la ganadora del Premio Casa de Las Américas, Jorgelina Cerritos. Ha publicado ensayos, columnas de opinión, entrevistas, críticas literarias y cinematográficas en medios como La Prensa Gráfica (LPG), revista Gato Encerrado, Grafomaniacos, Informativo In Tempo y revista Letra Capciosa. Forma parte de la antología de poesía contemporánea Torre de Babel (2015), del autor Vladimir Amaya. Obtuvo una mención honorífica en la convocatoria internacional que realizó la editorial independiente Nueve Editores de Colombia en el año 2021. Conduce el podcast Cine Paréntesis y actualmente es miembro del equipo de Estrategias de comunicaciones en el periódico digital El Faro.