Publicamos, en exclusiva para El Escarabajo, este cuento del narrador y artista visual guatemalteco Álvaro Sánchez, con el cual fue finalista en el certamen Premio Literario Monteforte Toledo, Cuento 2024
En la corriente
Álvaro Sánchez
El grupo de niños se dedicaba a lanzar piedras al río. En ese lugar nunca había nada que hacer. Su única diversión era mover las rocas del lugar en donde las encontraban, lanzarlas a la corriente tratando de imaginar cuál sería su nuevo hogar en el fondo del arroyo. También lo hacían con ramas para verlas desaparecer mientras el curso del agua las llevaba a un lugar que ellos jamás conocerían. Sentados en silencio, observaron cómo de entre las grandes rocas, algo parecido a una masa de colores azulados y rojos aparecía frente a ellos, flotando. No podían precisar con exactitud qué era. ¿Un animal? ¿Un cuerpo humano? No podían descifrarlo. Lo que fuese que fuera, chocaba con las piedras que, de pronto, aparecían frente a él. Los infantes no le quitaron la vista en ningún momento, hasta que lo tuvieron en frente. Uno de ellos, el que solía siempre tomar la iniciativa para hacer las cosas la mayoría de las veces, se levantó del pasto y buscó una de las ramas secas que abundaban en la tierra. Encontró una lo suficientemente larga y fuerte como para tratar de jalar el cuerpo hacia ellos. El niño tuvo que saltar unas piedras para poder acercarse un poco más al bulto extraño. Cuando logró engancharlo, intentó arrastrarlo, pero se dio cuenta de que no era tan liviano como esperaba, que en realidad pesaba más de lo que había imaginado. Los otros niños, al ver el esfuerzo del chico, decidieron ir por más ramas y ayudarlo a jalar la masa hacia ellos. Al fin, lograron arrastrarlo hasta la orilla lodosa. Sus pequeñas y sucias narices percibieron la pestilencia que el misterioso cuerpo emanaba. Algunos, asqueados por el olor, aguantaban la respiración, y otros solo cubrieron la mitad de sus caras con la parte posterior del antebrazo. Minutos después de habituarse a la fetidez, tomaron las ramas y empezaron a picar y a mover el bulto, movidos por una curiosidad que no podían parar. Lo movían de un lado al otro, hasta que, de uno de los costados, gusanos blancos y negros empezaron a salir. En sus ojos, los gusanos eran miles. Uno de ellos dio algunos pasos hacia atrás para alejarse del resto y vomitar. Ninguno hablaba, y en el ambiente el sonido de pájaros y ranas a lo lejos era lo único que se escuchaba. Después de un rato, al ver que no sabían qué era finalmente, decidieron irse y dejarlo ahí, pensando que los animales se lo comerían por la noche. Empezaron a caminar de regreso a sus casas, excepto uno: el niño que había arrojado. Los otros le preguntaron si se iría con ellos, pero él les dijo que se quedaría un rato más, porque no se sentía bien como para caminar en ese momento. Los niños lo vieron con un poco de extrañeza y, sin embargo, no le insistieron más. Tomaron el camino que llevaba de nuevo a la autopista para irse de regreso. Empezaba a hacerse un poco tarde, a lo sumo quedaba una hora más de sol. Todo alrededor estaba teñido en tonos rojos y naranjas. Eso le daba al ambiente una atmósfera extraña. El niño tomó la vara que tenía en sus manos y empezó a rasgar un poco a la extraña masa. Vio salir a los últimos gusanos que quedaban. Por dentro, un fuerte color rosado llamaba su atención. Parecía que, de alguna forma, el cuerpo lo invitaba a entrar. Lo sabía porque un zumbido empezó a sonar en sus oídos, y se dio cuenta que entre más se acercaba a él, éste se hacía más fuerte. No parecía molestarle, sino al contrario. Armándose de un poco de más valor, acarició la superficie del cuerpo, sentía que no era tan desagradable como se miraba. Pasó así por varios minutos. No quería dejarlo ahí. Sintió de pronto una especie de compasión. No quería que los animales lo llevaran. Lo tomó, y con esfuerzo, lo arrastró para llevarlo de nuevo al río. Prefería devolverlo. Él también entró al agua, junto al cuerpo, y mientras lo manipulaba para dejarlo ir con la corriente, resbaló con las piedras lisas del fondo. No podía nadar. Entonces, como pudo, se aferró a la figura lo más fuerte que pudo. A esa altura, donde se hallaba, el torrente era más fuerte. Era inevitable que no lo arrastrara junto con el bulto que no se hundía, solo flotaba. No estaba asustado. Sabía que solamente tenía que sujetarse con todas sus fuerzas para no ahogarse. Los dos cuerpos avanzaban. El río los llevaba por lugares que le eran ajenos al niño. Como pudo, el chico logró subirse en el cuerpo. Era como una balsa improvisada. Acomodó su pequeño cuerpo en él. La masa empezaba a adaptarse a la forma del niño. Cansado por todo el esfuerzo, el chico se echó boca arriba y cerró los ojos por un momento. Al abrirlos de nuevo, no tenía idea de cuánto había transcurrido navegando por el río. Era de noche y el cielo estaba lleno de estrellas. Al verlas, se dio cuenta que eran más astros de los que había podido observar en toda su vida, y al observarlos tan brillantes, supo que no quería volver más a su hogar, tampoco deseaba volver a ver la luz del sol. El cuerpo flotante lo abrazó. La fuerza de la corriente siguió sin parar. Las ranas croaban con más vigor, y el resto de los animales nocturnos celebraban con gruñidos y aullidos, la travesía del pequeño niño.
Ellos sabían que a donde lo llevaban, él será feliz.
ÁLVARO SÁNCHEZ (Guatemala, 1975). Artista visual y narrador. Su obra ha sido expuesta en países de Europa, Asia y América. Gran parte de su trabajo se basa en técnica mixta. Ha publicado el libro Mañana Muerta de Domingo (Editorial X, 2020). Recibió el premio al mejor Cuento internacional de habla hispana en el Festival de Escritores de San Miguel de Allende, México. Territorios olvidados: quince cuentos del triángulo norte y uno más al sur publicado por Editorial X /Trinorte (Guatemala). Antología de cuentos latinoamericanos contemporáneos, (Astrolabio Editores, 2023).