El experimento Kravetz

El narrador salvadoreño Ricardo Hernández Pereira nos comparte un cuento de su libro Los lugares que abandonamos, título con el que ganó el IV Premio Nacional de Literatura “José María Méndez” (2023), en la rama de cuento, organizado por la Universidad de El Salvador

Ricardo Hernández Pereira / Docente y escritor.

Y mientras trabajaba, pensó en ella. 
Patricia Highsmith

Soy bastante chaparro. La verdad, no siempre fui así. Hasta sexto grado, mi estatura había sido la de un niño normal. Nunca fui el primero en la fila de los lunes cívicos, ni jamás fue mi apodo Chiquitín, Enano, Pitufo, sino que mis compañeros, a lo mucho, gastaban alguna broma pesada sobre el tono de mi piel, pero hasta ahí. Debo decir que mis padres tampoco fueron chaparros. Irónicamente, mi viejo formó parte del equipo de baloncesto en su instituto, y su estatura sigue siendo arriba de lo normal, igual que lo era la de mi madre, que en paz descanse. Supongo que algo se atrofió en mí cuando llegué a la pubertad —las hormonas, algún mecanismo que no detonó con fuerza, qué sé yo— porque, a partir de los once, mi crecimiento se ralentizó considerablemente. Mis compañeros comenzaron a mirarme de arriba abajo. Algunos acostumbraban a sacudirme la cabeza. Otros, se divertían apoyando los codos en mis hombros, cosa que detestaba. Tony, un niño a quien le había roto la nariz en tercer grado, comenzó a mirarme de manera amenazante a finales de la secundaria: me sacaba una cabeza de altura y yo ya no era el bravucón de siempre.

Para cuando me gradué del bachillerato, ya casi nadie me dirigía la palabra. 

En la universidad, mis compañeras acostumbraban a llamarme Chikypán, Llaverito, Mediometro y cosas por el estilo. La única que realmente se fijó en mí durante ese periodo fue Ana Lucía. Nadie más me miraba a los ojos y nunca a la cabeza, nadie me trataba con cariño ni me veía con genuina cortesía, nadie me saludaba o preguntaba qué tal mi día: sólo ella. Por eso, y como para compensar ese cariño que me prodigaba, me desvivía por completar sus tareas y las de sus amigas. No importaba si no tuviera tiempo: lo creaba. Cualquier excusa era suficiente con tal de poder hablarle al día siguiente. Fue una etapa importante en nuestras vidas, o al menos lo fue para mí. Sentí que, por primera vez en años, no era un cero a la izquierda, ni un chico raro, ni un fenómeno. Por eso, cuando se largó con un basquetbolista que medía treinta y nueve centímetros más que yo, y que jugaba de pivote en el Santa Tecla, no supe qué hacer con mi vida. La verdad, ya me habían quebrado muchas veces, es cierto, pero uno nunca se acostumbra a que lo rompan en mil pedazos a la vez. 

II

Los servicios del doctor Kravetz llegaron por intercesión divina, que es lo mismo que decir gracias al algoritmo. Desayunaba cierto día, con mi viejo, cuando la publicidad del tratamiento saltó de mi móvil y se almacenó en el compartimento más oscuro de mi corazón. La posibilidad de hallarme ante un estafador me hizo apretar los dientes, pero luego de pensarlo un rato, sentí que la curiosidad y el deseo me empujaron a buscarlo. 

—El método está ahora en su fase experimental —me dice Kravetz. Tiene los ojos más azules que yo jamás había visto en mi vida y unas manos blancas llenas de manchitas amarillas, como la gente mayor; sin embargo, su rostro transpira frescura.

Me desliza, por el escritorio, una serie de formas que dice que tengo que llenar. 

Hace calor. 

En el salón de al lado hay tres hileras de camas dispuestas paralelamente. Una chica rubia, flaca y con un lunar en la barbilla, se acerca y me pide que le entregue los formularios. La observo y pienso que se parece mucho a Ana Lucía. Lleva el cabello recogido, tiene los pies diminutos, usa zapatillas claras, como las enfermeras; pero ella no es linda, ni me mira con dulzura. Oculta entre los formularios, pregunta por mi nombre. Tulio. ¿Cuántos años? Veintisiete. Llena los papeles y pide que deje mi ropa en una cesta al lado de una cama cóncava que está conectada a un aparato metálico incrustado en la pared. 

Quitate los zapatos, me ordena.

En el salón, hay otras personas en similar postura. Todas acostadas, con los ojos cerrados y los pies desnudos, como si navegaran al mismo tiempo en un enorme océano de sueños —el movimiento de sus párpados los delata—. Y de pronto, la idea de formar parte de un sueño colectivo, me perturba. A mi derecha, una mujer se frota el vientre con especial insistencia. Noto algo familiar en ella, pero la chica rubia me impide apreciarla mejor, y me pregunta: ¿Padecés de gastritis? No. ¿Sos hipertenso? Tampoco. ¿Dolores de cabeza? Menos. Es probable, entonces, que sintás un poco de dolor. Bajo ninguna circunstancia debés mojar tu cuerpo hasta pasadas ocho horas de esta prueba. Traés camiseta blanca, ¿verdad? No, ¿por qué? La ropa blanca siempre ayuda, dice y se agacha para tenderme los papeles donde debo estampar mi firma. Ahora, necesito que te relajés. Necesito que te pongás esta diadema y que cerrés los ojos. Vas a sentir un poco de sueño. No te asustés, sólo dejate llevar, me dice.

La máquina comienza a chillar. La vibración hace que mis músculos comiencen a destensarse. Una sensación de calor me invade y, poco a poco, intento soltarme, dejarme llevar como quien se mete al mar con intención de ser arrastrado por las olas, pero sin temor a ahogarse. Respiro despacio. Sé que el doctor Kravetz está ahí y que observa diligentemente la operación. Tiene una libreta roja y toma nota de cada uno de los procedimientos. Creo que es Kravetz. Se parece a Kravetz. Pero cuando abre la boca, lo que me llega al oído no es la voz pastosa del doctor Kravetz, sino el grito agudo de mi mamá llamándome a cenar. ¡Tulio!, me dice, ¡Para dentro!, me grita. Entonces, intento moverme, pero las piernas me pesan. No me responden. Es como si ambas estuviesen hechas de cemento o estuvieran pegadas a dos enormes bloques de metal.

III

Despierto y me veo más pálido y un poco más delgado de lo normal. Algunas articulaciones me truenan, pero supongo que es debido a la edad y porque tengo sobrepeso. Cuando deslizo los dedos por mi cabeza, algunos cabellos quedan pegados en la palma de mi mano. También veo que mis palmas están más blancas de lo normal, llenas de puntitos blancos, y en algunas zonas, con un poco de piel muerta a punto de caer. De cualquier modo, no creo que deba preocuparme. He seguido religiosamente las prescripciones del doctor Kravetz: he dormido nueve horas diarias ininterrumpidamente, he practicado mis ejercicios de respiración todas las mañanas y, sobre todo, he tomado muchos líquidos para metabolizar mejor las píldoras que ingiero antes de dormir. También, he soñado con Ana Lucía. Pienso que esto se debe a las pastillas, o sea una consecuencia más de los ejercicios de respiración controlada. Sinceramente, mentiría si digo que he olvidado la tarde en que nos vimos por primera vez en la universidad. Las banquetas de la facultad estaban recién pintadas (la mayor parte del campus había sido remodelado) y yo me hallaba debajo de un árbol de aguacate, leyendo tranquilamente un libro de filosofía, cuando la voz dulce de Ana Lucía me sacó de mi diálogo con Karl Popper. Levanté la vista y me topé con un par de labios delgados, una nariz recta, un cabello recortado, y dos hermosos ojos negros, uno más oscuro que el otro (una condición que, según supe, se llama heterocromía), que me contemplaban. La chica sonrió y volvió a hacerme la misma pregunta: ¿Qué leés? El mito del marco común de Popper, dije, un poco descolocado. ¿Estás en clase de Economía con Meza? Yo creo que sí, musité. Sí estás, me replicó. Me he sentado casi a la par tuya las últimas semanas. ¿Cómo es que te llamás? Tulio. Mucho gusto, Tulio, yo soy Ana Lucía. No recuerdo qué más dije, pero ella cerró la presentación con una sola pregunta: ¿No sería mucho pedirte que me expliqués el tema que vimos la semana pasada, por favor?

Ese día charlamos hasta que nos devoró la noche. Y nada, a partir de aquella noche, volvió a ser igual para mí.

IV

Ayer perdí dos muelas. Sucedió en la noche, mientras me cepillaba los dientes. Sentí cómo las piezas se movieron cuando comencé a frotarlas con el cepillo. Cuando me metí el dedo para tocarlas, terminé arrancándomelas del todo. No sentí dolor. Tampoco manó mucha sangre, afortunadamente, porque no tenía papel para limpiarme. Me miré al espejo y encontré dos agujeros negros donde se supone estarían mis raíces. 

Mi padre está en la sala. Me pregunta qué tal estoy, y yo le digo que muy bien.

—Pues no parece— dice— Estás delgadito y más pálido que ayer. Deberías ir al médico y de paso hacés el supermercado. Mirá que ya no hay leche— señala el refrigerador.

Lo pienso por un rato y decido que un poco de aire fresco no me caería nada mal.

  V 

Siempre he visto a los supermercados como enormes galeras donde la gente camina como zombie, adivinando qué va a comprar o qué cosas necesitará en un futuro hipotético; muchos no saben qué necesitan, y otros compran por la mera necesidad de consumir. Esta vez, veo piernas y caderas moviéndose de un lado a otro, y mucha gente hablando entre sí con miradas maliciosas. Al instante, advierto la figura de un famoso presentador de televisión acompañado de un tipo con una enorme cámara en el hombro. Seis carretillas están dispuestas al inicio de algunos pasillos, y es ahí cuando caigo en cuenta sobre el origen de toda aquella agitación: están a punto de grabar el segmento Las carretillas locas para un estúpido programa dominical. Una voz por altoparlante anuncia que el concurso comenzará en cinco minutos, tiempo suficiente para ir hasta el área de Carnes y Mariscos y tomar un número que aseguraría mi atención en el mostrador. Es entonces cuando me escabullo por el pasillo de los aceites para salir directamente a la sección de Embutidos. Cuando llego al otro extremo, es ahí, de pie, dentro de unos pantalones flojos, frente al cartel de Puyazo Importado, que la veo: es ella. Luce más alta de lo que recordaba y un poco más robusta, pero es ella. Lleva el cabello más corto que la chica del consultorio que, de algún modo, le imprime un aspecto más tosco, masculino, marimacho, como diría mi viejo, pero sigue teniendo la piel perfecta, sin ningún lunar, y su mirada, por lo que alcanzo a ver, se mantiene tan radiante como en nuestro tiempo en la universidad. Me cuesta creerlo, pero lo es. Un par de arrugas asoman alrededor de sus ojos, pero me sigue pareciendo hermosa. Cuando gira el rostro, veo que uno de sus ojos sigue siendo más oscuro que el otro, lo que borra en mí cualquier duda. Heterocromía, me digo, Es ella. La observo desde la rendija de una torre de cajas de Corn Flakes como los que solía comprarme mi mamá. Miro sus largos brazos e imagino cómo sería tocarlos. Imagino cómo sería hundir mi cara en sus piernas, en sus glúteos, acariciar la firmeza de sus senos, o comprobar tal vez la elasticidad de su piel morena. No lleva anillo de casada y por cómo viste, supongo que ha regresado a su antigua soltería. ¿A qué habrá vuelto a la ciudad?, pienso. Sea como fuere, retengo la imagen en mi retina mientras me escabullo hacia la izquierda, por el pasillo de las verduras. Un minuto, a lo mucho, y ella seguirá directamente a la caja registradora. Un minuto mientras yo me confundo entre el departamento de juguetes, de licores, de papel de baño, los insumos de limpieza que me golpean la nariz y hacen que comience a estornudar. ¿A qué habrá venido? La gente me mira como siempre: con desconcierto por mi naturaleza anormal. Yo sigo directo hacia la salida. Camino deprisa como si algo me persiguiera. Camino más y más, y luego, cuando intento correr, algo impacta en la parte derecha de mi cabeza. Una fuerza me lanza hacia el lado izquierdo y hace que choque en la base de una torre enorme de latas de gaseosa. Siento un peso más conmigo, sometiéndome, ahogándome, y me sotierra. Y ahí, en medio de esa oscuridad opresiva que impide que llene de aire mis pulmones, es cuando creo que pierdo el conocimiento y que muero.

VI

Siento que alguien más vive en mí, le digo a mi viejo. Veo sus ojos plagados de tristeza. Está sentado a mi lado, junto a la cama del hospital: acaba de decirme que me darán el alta y que puedo ir por mis cosas. Llevo dos días aquí, luego de que una de las concursantes de Las carretillas locas estrellara su carrito en mi cuerpo y encontrara en mi espalda una especie de asiento. Mi padre dice que estuve muerto por un par de minutos. Jura que intentaron reanimarme, que incluso usaron electroshocks pero que ni con eso me lograban revivir. Dice que fue Ana Lucía quien me reconoció entre el tumulto, que fue ella quien me cargó en sus brazos y me trajo directamente hasta el hospital.

    —Te estás muriendo, me dice mi padre. Coloca un espejo frente a mi rostro y veo que mis cuencas están marcadas, al igual que mis pómulos, hay grietas en mis labios y casi ya no tengo cabello. Me cuesta reconocerme, la verdad. Parezco salido de un campo de concentración nazi. Mi viejo señala un jarrón con flores que descansa en la mesita de la habitación, al lado de la percha donde cuelga una bolsa de suero vacía. Te dejó su número, me dice, y me entrega un pequeño sobre marrón con un listón blanco que lo sujeta. 

En el camino a casa, a través de los cristales del miniván, veo cómo la ciudad cambia de aspecto a medida que nos alejamos del centro. Las calles se vuelven más angostas, poco iluminadas y lucen más solitarias que nunca. Una extraña sensación de desasosiego me invade y siento los dedos de mis pies entumecidos. Cuando me los reviso, me doy cuenta de que hacen faltan todas las uñas. La carne rosada brilla donde antes estaban protegidas. Me arde. Me duelen. Siento miedo. 

Pienso que necesito llamar al doctor Kravetz cuanto antes.

VII

Nunca tuve suerte con las mujeres: o me veían como un fenómeno o como un enano desagradable que no les inspiraba la mínima confianza. Intenté conocer algunas chicas a través del algoritmo, pero éste me arrojó a una aplicación de paga que me permitía ver chicas desnudas en tiempo real. Me obsesioné viéndolas. Y me gustaba pensar que ellas también disfrutaban sentiéndose observadas. También fisgoneaba, de tarde en tarde, a la cuarentona del edificio de enfrente, cuando su marido no estaba. Gracias a mi estatura, inventé una variedad de formas para lograr fotografías de mujeres jóvenes que caminaban por la calle, y con el tiempo, conseguí armar una colección de fotos que aún atesoro en lo más profundo de mi ordenador —imprimí algunas para frotarlas en distintas partes de mi cuerpo—. Todas eran mujeres robustas, de cabello corto, nariz recta, y mirada dulce, como la que sólo las mujeres perfectas son capaces de prodigar.

Pero yo sabía que todo eso era una forma de consuelo. Que mi naturaleza me permitía disfrutar aquellos actos justificados, y que la vida era simplemente justa, es decir, irónicamente cruel. Kravetz, al menos, me dio la oportunidad de probar con otra manera, y cambiar, así, el alcance de mis posibilidades. Pero cuando le llamo, por tercera vez, Kravetz me dice lo mismo que me ha dicho las veces anteriores.

—Es sólo un experimento. Es completamente normal que sufra usted algunas modificaciones, confíe en mí—dice, con acento marcado, y yo intento creerle: no tengo otra opción. No importa si huelo mal, o que haya bajado de peso, o que me ardan los ojos, o que haya perdido cuatro muelas más durante la tercera semana de tratamiento.

Necesito creerle.

Mi padre me observa como si contemplara el cadáver de un animal atropellado en la carretera. 

—Algo se te pegó en el hospital, Tulio —me señala—Te estás muriendo.

La verdad, ver al viejo así me duele. Pienso en el algoritmo. Recuerdo la colección de fotos que conservo en la carpeta más profunda de mi ordenador. Pienso en la dieta, en las píldoras, en los ejercicios de respiración controlada de todas las mañanas. Y pienso, por supuesto, en Ana Lucía. El viejo dice que no volvió a aparecerse por el hospital, pero que llamó un par de veces cuando yo aún no había despertado. Mis pequeñas manos intentan sujetar el teléfono, tratan de levantarlo para, tal vez —y sólo tal vez—, darle las gracias, pero es como si el auricular estuviese hecho de acero, como si el hombre que habita dentro de mí, por alguna razón, me impidiese contactarla. 

Mejor la llamo otro día, me digo.

VIII

Anoche soñé con mamá. Las imágenes que guardo de ella son imprecisas, borrosas. Conservo sólo un par de fotos con ella: yo, de tres años, sentado en sus piernas, en medio de una fiesta de cumpleaños. Luce un vestido floreado, y en el sueño, ella usa el mismo vestido. Tenés que abrir el sobre, me dice, pero en el sueño no encuentro ningún papel a mi alrededor. No es hasta que despierto, que recuerdo el sobre marrón que me entregó mi viejo hace dos días en la habitación del hospital.

El sobre tiene una letra hermosa, impecable. Para Marco Tulio, dice, y cuando lo abro, encuentro la misma caligrafía pequeña en una hoja de papel rayado.

Tulio:

Te vi en el consultorio del doctor Kravetz. No pude decirte nada porque estabas en medio de una sesión, pero honestamente, me alegra haberte encontrado, aunque sea ahí. No sé cuál fue tu deseo, pero sea cual sea, espero que podás cumplirlo. No me debés nada.

Cuidate. Un abrazo.

Ana. 

Y recuerdo, de golpe, a la mujer que me resultó familiar en la sala de sesiones. ¡Qué ironías de la vida! Se frotaba el vientre e imagino al doctor Kravetz explicándole paso a paso cada una de las etapas del tratamiento. La imagino con el ombligo hinchado, rodeada de sus amigas que la felicitan y le tocan la barriga. Pienso en eso cuando, de la nada, tengo una arcada. Algo me punza en el vientre. Me llevo las manos a la boca, y luego viene otra, y otra, y otra. Me arrastro como puedo al baño. Me aferro al retrete y siento, de nuevo, la punzada en medio del estómago. Vomito todo lo que puedo. Es un vómito azul-rojizo, como sangre, y siento que comienzo a entrar otra vez en la fase de sueño. Escucho la voz de mi viejo. Me llegan las voces de varios desconocidos hablándome. Escucho ruidos metálicos y la estridencia de una ambulancia. Oigo puertas abriéndose y cerrándose, y luego, un silencio total, y en medio de ese silencio, me veo siendo otra persona, un tipo alto, fornido, con un cuerpo atlético, un biotipo semejante al de mi padre.

IX

Abro los ojos, y veo que estoy de nuevo en la misma habitación del hospital. Pero esta vez, la habitación luce un poco más pequeña. El cuerpo me pesa, y siento algo metido en medio de las piernas, adentro del pantalón. Extiendo mi mano y palpo algo extraño. Levanto la cabeza y veo algo parecido a un pepino donde antes estaba mi pene. Mis muslos están igual. Lucen largos y enormes. Y descubro que mis brazos y mis piernas también han crecido más de lo normal. Mi padre está sentado a mi lado. Me alcanza un espejo y compruebo que el tipo que aparece de aquel reflejo soy yo y a la vez no. Ahí está el hombre que vivía dentro de mí, un tipo alto, de barbilla pronunciada, y me mira con mis propios ojos, mi misma nariz, y mis orejas, pero no soy yo quien mira. Me incorporo en la cama. Intentamos pararnos, pero nos cuesta controlar el cuerpo. Nos cuesta apoyarnos en las paredes, hasta que papá se pone de pie e intenta sujetarnos. Caminamos lentamente hacia el aparato, y levantar el teléfono nos produce una sensación de alivio. Ana. Es por eso que marcamos cuidadosamente cada uno de los números, porque tenemos la seguridad de que, por primera vez en años, sentimos algo muy parecido a la gloria, y porque nuestras posibilidades han sido ampliadas considerablemente, porque ahora disponemos de un cuerpo como el de papá, de una estatura superior al de Ana Lucía. Ana. No importa si Ana Lucía desea tener un hijo con cualquier otra persona. Ahora apelamos a la oportunidad de convertirnos en esa “cualquier otra persona”. Las segundas oportunidades existen, nos decimos, mientras escuchamos el tono de la línea sonando dos veces.

—¿Ana Lucía?

—Tulio, ¿cómo estás?

—Ana Lucía, quiero hablar con Ana Lucía, por favor.

—Soy yo, Marco Tulio. ¿Cómo seguís? ¿Ya estás bien?

—¿Hablo con Ana?

—¿También te resultó el tratamiento del doctor Kravetz? —dice una voz masculina, de hombre emocionado, que me llega desde el otro lado del auricular— El resultado… todo ha funcionado perfectamente. ¿Y a vos?

—Sí —decimos, con decepción, recordando que las ironías de la vida son también parte de su propia crueldad— Supongo que todo ha funcionado muy bien, ¿no?

—¿Te gustaría que nos viéramos? Quizás ir por un café o algo así— nos propone con malicia.

— Claro —respondemos, como si no hubiera mayor obviedad en toda esta vida— Claro que me encantaría. Digo, ¿por qué no?

RICARDO HERNÁNDEZ PEREIRA (El Salvador, 1985). Docente. Perteneció al taller literario de La Casa del Escritor que dirigió Rafael Menjívar Ochoa. Sus relatos aparecen en Memorias de La Casa: 12 narradores (Índole, San Salvador, 2012); Tierra breve: antología centroamericana de minificción (Centroamericana, San Salvador, 2018); en la revista Cultura 122 (DPI, 2017); Voces desde el encierro: antología de cuento latinoamericano (Editorial X, Guatemala, 2020). "Ganador del XV Certamen Literario Conmemorativo a los Mártires de la UCA 2022. Ganador del IV Premio Nacional de Literatura "José María Mendez" (2023). Es editor y fundador de Pantógrafo Editores. Autor de los libros de cuento Soft Machine (Índole, 2021) y Los lugares que abandonamos (Editorial Universitaria, 2024).

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