Un, dos, tres para mí y todos mis amigos

Compartimos el cuento Un, dos, tres para mí y todos mis amigos de la narradora salvadoreña Flor Aragón, un relato emotivo sobre el amor y niñez en el difícil  contexto del conflicto armado salvadoreño

Flor Aragón / Escritora


El un dos tres para mí y para todos mis amigos suena lejano y ella se escurre entre las sombras, en las gradas que, a sus diez años, parecen más interminables que las vacaciones que se alargan más de lo esperado. Y ojalá que no, que nunca acaben, piensa, mientras la luna se esconde entre los palos de almendras que dejan caer hojas como si fuera el final de una época que no entiende y se le va entre los deditos largos y delgados que, alguna vez, le dijeron que parecían de pianista, pero que no pudo ser pianista, ni podrá, porque ¿de dónde van a sacar pisto los papás que apenas le pueden pagar el colegio privado de tercera categoría? Todos sus amigos, todos los bichos de la calle, van a escuelas públicas y a los papás les alcanza para comprarles zapatos chivos y de esas camisetas Lacoste de moda. Pero ella se tiene que conformar con los vestidos de algodón que le cose su mamá todos los fines de mes. 

El un dos tres para mí y para todos mis amigos suena por allá otra vez y, según sus cuentas, ya solo queda ella y otro más por ser descubiertos. No le gusta ser la última Esa posibilidad de ser quien los salve a todos o ser la condenada a contar y buscarlos luego, la mata. Mejor ser la que llega penúltimo y puede ser salvada. Mejor, piensaBaja hasta la grada del medio para ver cómo están las cosas con el vigía. De repente, arriba, en la parte más oscura, se escucha un ruido de hojas secas, este viene acompañado de una sombra que se mueve sigilosa. Ella se aparta hasta la orilla en donde está la parte más oscura. Está muy lejos de los demás y se la atora algo en la garganta. Ya la mamá le ha dicho que no se vaya tan lejos cuando juegan escondelero, sobre todo si son más de las diez.

Se enrosca envolviendo sus piernas con los brazos y repite la única oración que recuerda en ese momento ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. Ni de noche ni de día. ¿Qué sigue? Y el qué sigue se le va con el alma cuando el dueño de la sombra y la figura se mueve unos pasos más hacia ella. Clau, Clau… ¡Es el Roberto, el del final de la calle, el hijo de la profesora de inglés de su colegio privado de tercera categoría! Shhhh, ¿qué? ¡Nos van a descubrir!, le dice entre susurros.  Roberto tiene once años y una bicicleta nueva solo para él. Tiene un hermano también, con el que de seguro compartían la bicicleta, hasta que lo mandaron para los Estados. Se andaba metiendo con los bichos esos que andan armando no sé qué relajo en la iglesia. Un relajo raro, seguro, porque uno desapareció, y a los otros los sacaron del país… O desaparecieron también, a saber. Clau, Clau. Shhhh, ¿qué querés? Que tenía ratos de querer decirle algo, le dice. Pues, no decirle. Pedirle.

Ella sigue en su puesto de vigía, alerta, esperando a que el otro se descuide, salir corriendo y dejar al Roberto para que sea el último, por menso, por andarse metiendo a querer decir o preguntar cosas en los momentos más estratégicos de la vida. ¿Qué querés, pues? Puráte que en ratito salgo corriendo, allí quedate si querés y los librás a todos. Que ella es bien bonita le dice, que todos en la cuadra se dan cuenta que es bien bonita, pues, que él le hubiera dicho antes, pero que el Jaime se le adelantó. Ella abre tremendos ojos y piensa en Jaime, colocho y chele y de trece años, con dos hermanas menores con las que juega barbies los fines de semana. ¿Jaime? ¿Qué quiere Jaime? Que lo mandó a preguntarle si quiere ser su novia, le dice.

La novia de Jaime, pues.

Cuando la Clau iba a decir algo sonó a lo lejos una ráfaga helada y metálica y el un dos tres para mí y todos mis amigos, al mismo tiempo, seguidos de un desastre de sonidos huecos que hicieron mecerse las hojas de los árboles.

La ráfaga no se detuvo.

Todos salieron de sus escondites, todos corriendo en un relajo de niños, mamás, papás, abuelas y hermanos mayores gritando desde las casas. Víctor, el hermano de 16 años de Claudia, la alcanzó a medio camino y, sin dejar de correr, la metió debajo de sus brazos, encorvándose, como rama de palo de mango, para protegerla. Pasaron segundos que Claudia sintió eternos. Eternos como mis diez años o eternos como el año que tengo que esperar para que estrenen la otra temporada de Candy-Candy.

Eternos.

Cuando entraron a la casa, las ráfagas se escuchaban todavía más cerca, como si los estuvieran persiguiendo cuando corrían al patio mientras buscaban donde refugiarse. La mamá los llevó al fondo en donde estaba la pila para lavar ropa. Víctor y Neto, el otro hermano, jalaron un colchón desde uno de los cuartos y metieron a la Claudia debajo. Las ráfagas ya sonaban afuera de la casa, acompañadas de ruidos de gente gritando, corriendo, diciendo malas palabras. En ese momento un olor intruso invadió la casa. La que antes olía a café, chocolate con leche y a dulce de guayaba, se llenó de olores a humo, a muerte antes de tiempo. Claudia se puso a llorar suavecito, sabiendo, a sus diez años que, si lloraba a gritos, igual, no la iban a escuchar. La mamá se preguntaba ¿dónde está José?, el mayor de todos los hermanos. Ninguno sabía dónde estaba, y la mamá también se puso a llorar suavecito mientras la bulla de balas y malas palabras continuaba, mientras el olor intruso seguía colmando la casa. Los guerrilleros se deben haber quedado en el cementerio, mencionó Víctor. Y luego que en la tarde habían anunciado una ofensiva hasta el tope, que obviamente la venían preparando desde hace días, que eso no es así nomás, que a saber cuántos días se van a quedar allí en el cementerio.

Y que a saber qué putas se hizo el José.

Aquel enfrentamiento entre guerrilla y ejército se prolongó casi toda la madrugada. Al final, los hermanos jalaron otro colchón. En uno durmieron la mamá y Clau, el otro sirvió como una especie de escudo, de capa protectora, una especie de escondite al que tendrían que acudir tantas veces.

Un dos tres para mí y todos mis amigos.

FLOR ARAGÓN (El Salvador). Cuando era pequeña quería ser trapecista. Esas tantas vueltas de la vida me llevaron a convertirme en comunicadora, publicista, profe de redacción, de comunicaciones integradas de marketing y de storytelling. Me gusta ver el cielo desde mi ventana.

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