Presentamos en El Escarabajo poemas inéditos de Vladimir Amaya, poemas que hablan de este tiempo, pero también del tiempo pasado y del porvenir.
El tiempo en oferta
Fue mi tía Ani quien les expendió aguas a los agitadores.
Se las dejó aprecios populares por motivos de la lucha.
Y fue con ellos a ver como caí la cabeza venenosa
del mayor de los asesinos…
Ana,
astuta comerciante y regateadora,
no había cliente al que dieras por perdido.
Ibas y venías en tu peregrinaje de asteroide
por las sucias calles de San Salvador.
Y es que sin puesto fijo,
en todas partes te encontrabas,
oh, omnipresente señora de las ventas;
en los mesones,
en los parques, en las plazas, en los mercados.
Desde tiempos remotos
dicen que la vieron llegar desde la pequeña Cojutepeque
con su bulto de cachivaches y mercadería importada de a saber dónde.
Que ya la habían visto, así dicen los más historiadores,
que fue mi tía, en una de sus primeras reencarnaciones,
la que le vendió, con insistencia y “gran poder persuasivo”,
las piedras que le lanzaron los indios a los españoles
en la Batalla de Acajutla.
Desde entonces
ha estado entre nosotros,
y vendió sus productos: carnes de res, binchas y camisas
en las afueras del estadio cuando se ganó, se empató
y se perdió amargamente.
Se parapetó a la salida de los colegios
y en cualquier esquina sin importar artículos
u ordenanzas municipales.
Y también estuvo en la marcha de los revolucionarios,
en el mitin de los maestros,
en las protestas de los gremios,
en los desfiles de los estudiantes.
Las balas nunca la alcanzaron cuando
hubo la orden del algún gorila con medalla
y los clientes se convirtieron en cadáveres a su lado.
Vendió agua en bolsa, chocolates y cigarros;
calzoncillos, calcetines y calzones;
utensilios de cocina, ollas y guacales.
Anduvo subida con la venta en los buses,
y garroteada por la Guardia,
garroteó a los del CAM muchos años más tarde.
Y la vieron, dicen los más historiadores,
en la celebración de la Paz frente a catedral
vendiendo banderitas salvadoreñas en aquella mañana de enero.
Y la vieron vendiendo banderitas del Vaticano
y estampitas del Papa en 1996.
Y la encontraron,
vieron que era ella,
quien vendía bisuterías, llaveros, cadenas
en las largas filas afuera de los bancos en el Siglo XXIII.
Pero también la reconocieron
(los más observadores)
en aquel año del 44 después de la huelga.
Porque fue ella quien les expendió aguas a los alborotadores alegres
que invadieron la calle para celebrar toda la noche,
y vendió esmaltes, ungüentos y cremas combinadas a sus esposas,
chicles y paletas a sus hijos
en la grandiosa mañana que sorprendió
al presidente en fuga subido en una mula vieja.
Porque fue mi tía quien pregonaba la última oferta:
aquella cachada de libertad que nos traía.
Y hoy, se ha dejado ver en la última de las protestas.
Ahí va en medio de la marcha vendiendo audífonos para celulares,
selfie stick con control remoto inalámbrico,
la caja de 50 mascarillas contra covid a 3 dólares;
Y trae la esperanza, la nueva cachada,
porque se encamina con nosotros a ver cómo cae la cabeza,
la cabeza venenosa del mayor de los mentirosos.
El Poeta
No sabe nada de los muertos.
Mientras la patria caga muertos,
“El Poeta” se caga en los muertos.
Dariela Quinteros
Llega el poeta Voz,
sin voz, sin embargo.
Levanta su insípida pantomima en el circo de su poema
y ahí presenta a esos muertos que va conociendo
en los tabloides y en las revistas.
Se los vende al lector incauto a cambio de “capital simbólico”:
entrevistas, reportajes, festivales y contactos.
Llega con su caja de muertos, los adorna,
los baña y los disfraza como a perros para una ridícula pasarela;
los acicala y construye la escenografía:
mundos apocalípticos,
baleados en el Centro de San Salvador
o también,
en antiguos paisajes de una milenaria China.
Pero estos muertos
no son los muertos de la calle,
o de la finca,
o del barranco.
Las mujeres que ya no regresaron a casa
no son las que el poeta Voz sin voz, grita y pregona.
Son títeres de su teatro,
marionetas para su función de 4:30 de la tarde y 7:30 de la noche.
Es el poeta Voz sin voz y las admiradoras se desmayan de la emoción
al verlo montarse en “la ola” de muertos,
y ser un éxito en el monopolio de la memoria y los patetismos.
Sus muertos son los muertos de un cuento sin historias.
Muertos de megáfono en donde el poeta no se cansa de decir sin voz:
país, país mío, sangre de mi alma, heces de mi dolor y blablablá.
Muertos de una narrativa sin alma, digna de excusados y discursos de presidentes.
Porque los muertos de este poeta son de utilería:
de lámina, plástico y cartón.
Y los viste de tragedia y de metáforas surrealistas de dudosa procedencia.
Los saca a pasear para que todos admiren y digan de estos maniquíes:
«El poeta tiene conciencia, este poeta toma conciencia.
No importa si es mascota de dos o tres dueños y sale en el canal oficial,
sus poemas hablan de nuestros muertos».
Sin embargo, sus muertos
no son los muertos que ahora mastica la tierra de tanta vida exterminada.
Son muertos disfrazados de payasos/
muertos con lucecitas de árbol de navidad/
son “los rellenos” de su trama,
los fantoches para sus simulacros de “coherencia y compromiso”
para verse mejor peinado en los videos y en las fotografías.
Los vende a mitad de lágrima y pena
porque siempre le está pidiendo a la poesía
que le remiende los calzoncillos.
Y si señala magistrados o instituciones
con referencias, dedicatorias y epígrafes,
es porque está en el guion y no se juega nada.
Cuidado: prostituiría a tu madre
por una página en el diario del gobierno.
Porque los muertos de este poeta son de utilería:
de cartulina, plástico y papelón.
También fabricados con materiales
amigables con el medio ambiente
(el poeta no toleraría quedar mal con los del Greenpeace,
y los de la CIA (…no preguntes…), y los sindicatos, y los futbolistas, y las mafias literarias).
Los muertos que trae en su caravana
son muertos de sus promociones:
muertos-salidas de baño, muertos-calcomanías, muertos-cuadros decorativos.
…La violada y el decapitado como figuras de acción coleccionables…
¿Esto es en serio?
Nadie puede tomar en serio
a un hombre que le gusta la cerveza tibia.
MORIRENMILOCHENTAY3YSOBREVIVIRPARANOCONTARLO
No voy a hablar de los muertos.
En su garganta de ripio y lata
sobrevivo
que es vivir tan poco.
No voy a contar de los muertos.
Los muertos son incontables
y se reúnen afuera de mi sonrisa que ya no pudo ser sonrisa.
No voy a hablar de los muertos.
O de cómo era el pueblo un día antes.
O de cómo quedó el pueblo un día después.
No voy a relatar sobre los muertos.
Cierro los ojos y los veo caer todavía.
No voy a contar el cómo fue,
si en el aire todavía se descascaran
los gritos de las mujeres que quedaron en la alambrada.
Los niños atravesados con las lanzas
aún sonríen y me hablan del futuro mientras escupen pedazos de su carne;
los hombres degollados, tirados sobre sus propios excrementos
y su sangre,
me saludan todas las mañanas.
Vienen los documentalistas a mi casa.
Y no lo entienden.
No voy a hablar sobre los muertos.
Todavía sigo en aquel cerro,
cubierto de sangre y de miedo.
Aún tengo quince años de edad,
y treinta y cinco de llorar cuando duermo desde entonces.
Todavía sigo en aquella calle polvorienta donde desaparecieron
a mis amigos;
empapado de frío y de soledad.
Los periodistas vienen con sus libretas y grabadoras.
No comprenden que…
no sobreviví.
Estoy aquí,
sentado en la mecedora que era de mi abuela,
pero no sobreviví.
En este país
nadie sobrevivió nunca
aquello tan amargo.
(Estoy todavía arando la tierra,
cuando se escuchan los primeros disparos).
Vivo ahora
en la garganta de todos los que llevo enterrados en el pecho.
Existo en estos días que debieron ser sus días;
en esta vida muerta que nunca pedí sobrevivir.
Los periodistas vienen
y me dicen “buenos días, señor”.
Sin notar que todavía
sigue siendo una larga noche de 1983.
Vienen
y me dicen: “¿Podemos hacerle algunas preguntas?”.
Quieren que les hable de los ahorcados.
De aquellos que ahogaron en el río.
De los bombardeados que al final quedaron irreconocibles.
Los documentalistas vienen y no saben
que todos estos muertos todavía siguen en sus casas.
No entienden
que yo no sobreviví.
Que los busquen ahora en otra parte.
Que les pregunten a ellos cómo es la vida después de la vida.
Que los busquen en otra parte,
lo menos que tienen es una tumba.
Y todavía van a la milpa,
a la corta y al mercado.
Que los busquen.
Yo los he visto todavía muriéndose en las calles y en los buses.
Arrojados de los puentes,
enterradas en sus propios patios sin que nadie lo sepa.
Muriendo también por no pasarle la cuota a los policías.
También por impedir que los mareros se llevaran a sus hijas.
Yo los he visto morir. Los he visto vivir toda mi muerte.
No voy a hablar de los muertos.
Se rehúsan a morir,
porque así es como gritan la vida
que nos están arrebatando a todos ahora.
Sus mañanas
son nuestros ayeres.
A Fercho le gustaba la quesadilla con gaseosa
Lo devolvieron frío y callado
como el alma de la noche llega a la espesura
de un dios de palabras sombrías.
Devolvieron tarde al muchacho,
en un sobre negro de sordera impura,
donde caben sus 20 años
y la carne que se pudre de todas sus estrellas,
en donde la voz de la madre
ya no puede entrar e iluminar flores.
Porque lo devolvieron masticado
por la amargura de un tiempo apuñalado de sí mismo.
Con número de identificación lo mandaron,
para no confundirlo con otro pájaro sin nido u otro nido sin árbol.
Tarde lo devolvieron al tibio atardecer de su barrio,
porque ya no llegó al territorio del beso con la novia
o al tibio sazón del abrazo con la abuela.
Dicen sus hermanos que ni tatuajes tenía,
y hoy que se los han devuelto
las marcas en el cuerpo
son las salvajes huellas de un cigarro.
Ayer se lo llevaron los policías
por la sospecha, por la fachada, por los resultados de una política divina.
Hoy lo devolvieron, sí,
con los pasos en la tierra, arrebatada;
quieto, lento, sí, en la lágrima detenida,
con 50 años más enfermo en los ojos pálidos de miradas,
con el informe que prueba causa de muerte: “neumonía”.
A Fernando le gustaba la quesadilla con gaseosa.
Venía de la tienda/cuando se lo llevaron.
Ley del árbol caído
En su abismo repugnante
cada mosca es ese beso que ya no fue entregado.
Porque no se sale limpio ni bueno
de la baba que deja el gusano cuando marca su territorio.
Esa es la ley del árbol caído donde se amontonan y se pudren
las fotografías de quienes ya no regresaron.
En el eco de las moscas,
su chupar de cartílagos me despierta en una memoria de poema,
y estoy debajo de hojas fosilizadas por la espera,
bañado por la oscuridad de esqueletos en caravana.
II
Inútil, triste negociación
con velas encendidas de silencio,
cuando la mañana es una voz parecida a un tubérculo
que se consume en la espuma de la cerveza,
puesta al calor de las lágrimas del aquel que busca,
del que todavía nos recuerda.
Y al final, los platos quedaron sin lavar,
la ropa no se dobló ni fue guardada en las gavetas…
Yo vivo en la calle de los desaparecidos,
a siglos de mi lengua, de lo visto y de lo amado;
de mi querencia de soñar lo amado y lo perdido;
en la garganta de Dios mudo
acurrucado y con miedo a su propia ausencia.
Y vivo en la calle de los que no volvieron.
Y me nacieron flores en donde un día el corazón me gritaba.
Aquí, el silencio es una larga luz sin calor, tibia por silenciosa;
helada por ciega.
III
La voz atizada por la furia del viento
solo es otro hoyo en la tierra;
una ausencia de días que es sangre coagulada
en las paredes del árbol caído en las miradas
de aquellos que ya no vieron sus ojos
en los de sus hijos.
A dónde vamos en esta calle
si los comercios cierran hoy temprano por la niebla
y por una madrugada de pausados cuchillos y grises plegarias.
En las casas vecinas es mejor hacerse los dormidos.
No abrir las puertas con el miedo de irse.
No cerrar las puertas con la culpa de quedarse.
Yo vivo en la calle de los desaparecidos,
con promesas como focos fundidos todavía dentro del caparazón.
¿Quién devuelve al pez de mis venas su agua interrumpida?
¿Y a las campanas el aire que no germina más en sus metales?
¿Quién devuelve el pellejo de la piedra?
¿Quién le dará otra vez hueso y carne a lo que hoy es solo piedra?
En el poema también vamos desapareciendo,
vamos faltando a la oficina,
a la clase de las cuatro con quince.
IV
Pero en los panfletos oficiales ni uno de nosotros ha desaparecido.
Para estos expertos estamos completos en nuestras casas
y gozamos de buena salud.
De vez en cuando,
informan que se ha perdido algún perrito, de esos de raza:
pequeños y peludos,
para que no se diga que en mi país no hay malas noticias.
O a veces, comunican que mataron a un hombre,
porque es mejor eso a que maten veinte, dicen.
Y que cuando maten a veinte siempre será mejor a que maten cuarenta.
Y todo esto
lo he visto en mi televisión de barro y pujantes hojarascas y escorias.
Mi televisión de cuarenta pulgadas
y con más de siete metros de profundidad,
desde mi cómodo sillón hecho con mis propios despojos
y con las alimañas —voraces vecinos.
Ahí veo, y me siento aliviado,
cuando sale el presidente
a decir que las criptomonedas salvarán la patria,
que hoy inicia nuestro futuro,
que vivimos un tiempo cachimbón.
Los muertos por las calles del mundo
Vi a los muertos por las calles del mundo.
Tenían sed y sueño
y vivían todavía con los ojos abiertos abrazados a las estrellas.
Los escuché aún hablar de sus melodías
en la fosa, el predio, el huerto desatendido.
Y contaban los días con los gusanos que les devoraban los dedos.
Manchados estaban con la palabra estéril del poeta sin voz;
con la memoria como hueso expuesto a las rapiñas.
Y los escuché confesar sus culpas inútilmente,
empapar la vida con su llanto de rabia entre sus dientes podridos.
Y hablaban sobre sus deudas
y sobre esas promesas que caducarían en tierra sin haber dado su leche fresca.
Y vi sus lágrimas construir un tiempo distinto a sus lágrimas.
Una mueca oscura vi surgir como quemadura en sus manos
que se instalaba como una nueva bandera sin plegaria.
Vi a los muertos camino a Tenochtitlan,
destazados los encontré por los arcabuces y por las flechas.
Vi a niños y ancianos
tirados
por las calles irreconocibles de Varsovia, Moscú, Viena.
En Hiroshima los muertos apenas si se reconocían
en la ceniza estelar del hongo que posó para la foto sempiterna.
Morí
y seguí andando con ellos.
Vos que leés,
te encontrarán muerto por los caminos del poema.
No habrá en las catedrales misa de tu cuerpo presente
ni nadie en los helechos que reconozca tu rostro hipócrita de perrito amable.
Vi a los muertos en las calles que conducen a Chiapas, Las Vegas.
Pasé por los campos mascados por los rifles en Somalia,
Y ahí estaban sus muertos todavía cantando himnos y cuidando a sus vivos.
Vi a los cuerpos amontonados y colocados en cruz
por las calles de Chile –los mares de cuerpos calcinados en los galpones.
Y vi esclavos muertos en Egipto
aplastados al acarrear piedras de pirámide.
Los muertos en las calles de Babel
inventaron todo idioma: una cara hinchada y verde/ una lengua verde e hinchada.
Y por los caminos del mundo encontré al mundo también muerto.
Fantasmas sus palabras que todavía gritaban en su ausencia,
que caminaban y llegaban a un dios que dormía abrazado a una tibia ametralladora.
Y los muertos tenían mi cara, el rostro de mi hijo y el de mi padre,
Y también tenían la voz de un hombre agonizando que decía, que dice:
“no puedo respirar”
Estaban los muertos de todas las insurrecciones,
de todas las revueltas.
Estaban los muertos
a lo largo de esos caminos que llevan a los puteríos,
a las sinagogas, a las Iglesias;
hacia los centros comerciales caros y lujosos.
Vi a los muertos en las calles del mundo:
Una niña con el esqueleto de una flor entre sus piernas,
llegó muy tarde y no pudo alcanzar el último “buenos días”
que la llevaría de regreso hacia su madre.
Hay muertos en las calles del mundo.
y el mundo se ve desde las calles de un poema.
Y uno lo cruza ya muerto que se vive.
Que se muere, que se mata.
Y se ve ahí también:
un hombre apuñalado
que guarda en su herida todos los cuchillos de Milán, París y Pamplona;
a una mujer decapitada
que todavía guarda en la tierra de sus uñas
la aurora boreal de Groenlandia,
un atardecer en Poneloya,
la primera lluvia en Cartagena.
Y seguí andando con ellos, con los muertos,
a empezar de nuevo los caminos del mundo
en los ojos blancos / sin caminos ahora
del hombre vestido de mujer –mi hermana definitiva–
baleado su cuerpo en una calle de Apopa.
Porque la sangre
(Del porqué no quise ir a un recital de poesía)
a Blanca Archila y Michelle Recinos
Porque el tiempo no perdona
a la poesía que se miente a sí misma.
Porque la poesía no perdona
al tiempo que se pierde a sí mismo.
Y porque la sangre
no me lo perdonaría jamás.
VLADIMIR AMAYA (San Salvador, 1985). Licenciado en Letras, graduado de la Universidad de El Salvador. Fue miembro fundador del taller literario "El Perro Muerto". Ha publicado los poemarios: Los ángeles anémicos (2010), Agua inhóspita (2010), La ceremonia de estar solo (2013), El entierro de todas las novias (2013), Tufo (2014), Fin de Hombre (2016), La princesa de los ahorcados y otras creaturas aéreas (2015), Este quemarse entre lágrimas y excrementos (2017), Sentado al revés (2019), Pura guasa (2020), además de Mausoleo familiar (2012), abominNación (2021) y Morir en 1821 y sobrevivir para contarlo en el siglo XXIII (2021). Asimismo ha publicado varias antologías entre las cuales destacan: Una madrugada del siglo XXI (2010), Perdidos y delirantes. 36/34 poetas salvadoreños olvidados (2012), Segundo índice antológico de la poesía salvadoreña (2014) y Torre de Babel: antología de la poesía joven salvadoreña de antaño (21 volúmenes; 2015, segunda edición 2018).