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Vladimir Amaya

TIERRA ARRASADA

                Escena única


No siempre el aire del pueblo fue gris
ni las casas tan ahogadas en su vacío.

Antes, sí había casas donde
el calor familiar y la bella costumbre de lo cotidiano:
en la mirada de la madre era la risa de papá;
en las travesuras de los hermanos
la tierna complicidad de los abuelos.     

Regreso al pueblo
y sigue siendo de noche,
pero
no siempre fue el frío suelo de la nada.
Aquí había niños
y eran alegres,
su sonrisa era pobre pero «sonrisa» también,
y subían a los árboles a comer las frutas,
a mirar el mundo
desde la rama más alta de su inocencia.
Y es que por aquí no siempre fue todo tan sombrío.
Si yo vi al sol extender su mano sobre la milpa cada mañana.

No siempre fue el silencio, víbora entre las piedras.
Si había una iglesia con el aroma de mi infancia,
si había una escuela con mis ganas de no levantarme tan temprano,
y una pequeña plaza donde caminaba al mercado
y mi perro me seguía.

No siempre fueron los días tumbas de los días.
Había niñas y cantaban sus sueños.
Y sonreían sobre las aguas del río al peinarse y cortar flores.
Los más ancianos contaban leyendas extraordinarias,
historias de amor de bestias maravillosas.

Este lugar no puede ser ahora el infierno.
Si aquí aprendí a tocar guitarra con mis primos,
a plantar frijoles con mis amigos,
a rajar leña con mi padre,
a descifrar el barro cuando la hierba
crecía en contra del viento.

Porque el pueblo no siempre fue un sepulcro,
si aquí había fiestas y agradables alborotos,
y había romances bajo estos cielos:
las estrellas pedían deseos
a los corazones de los jóvenes enamorados.

Este lugar no puede ser ahora el infierno.
Yo vuelvo y es de noche siempre.
Volví porque no tenía lugar adonde ir.
Volví porque creí que alguien más había quedado.

Siempre es de noche ahora,
y siempre estoy volviendo cada vez más tarde.
Y veo de nuevo:
a los niños asustados vomitando en sangre su futuro,
a las mujeres tiradas en el suelo llorando las lágrimas que ya no tienen.

«No sé nada de eso, apenas si puedo leer y escribir», les dice el abuelo
antes de que la noche entrara por el agujero que dejaron atrás de su cabeza
y los grillos hicieran ahí su morada.

Veo otra vez a todos aquellos hombres sencillos,
hincados en fila,  manos en la nuca,
caer uno a uno al paso de la ráfaga.

Granos robados.
Nos mataron a los animales.
¡Qué culpa tenían los animales!

Aquí no siempre fueron las casas destruidas,
aquí no siempre fueron los graneros quemados.
Y veo otra vez como violan a las niñas
y a las muchachas atrás de los años que ya no tengo. Que ya no tenemos.
Sus gritos sostenidos en el aire… sus suplicas en mordidas al aire, perdidas.

No siempre el aire fue tan gris como ahora.
No dolía tanto respirarlo como ahora.
Aquello era humo y olor a carne quemada.
Las abuelas sin cabeza
que reconocí solo por el color de sus delantales.
El alarido de los muchachos
se hizo eco entre la polvareda y el olvido.
Se desprendieron las flores de la sangre de las madres.
Quedaron las bellas memorias precipitadas en el lodo,
debajo de aquellas botas que siguieron su marcha hasta el caserío más cercano.

Es de noche ahora y siempre vuelvo.
Volví porque no se dieron cuenta
que mi corazón seguía con los ojos abiertos.
Y me hice el muerto junto a mi novia muerta.
Junto a mis amigos muertos me hice el muerto
en el montículo de muertos que habían formado en medio del patio.
Oí la risa y la maldición,
las oraciones y el silencio hundido en las voces.

Y apilaron a los muertos,
a niños y mujeres;
a ancianos y hombres los apilaron.
Echados unos sobre otros.
Altar de huesos y carnes cercenadas,
Ahí en medio estuve haciéndome el muerto.
Junto a mis vecinos, empapado por su sangre,
viendo frente a frente su última mirada ya sin dueño.
Soportando su peso muerto de sombra exterminada.

Apiñado, todo el pueblo,
esa noche en la que regreso ahora cada vez más tarde,
donde cada vez voy muriendo rodeado de aquellos muertos.

Bajé al campo, me escondí.
Nadie me vio arrastrarme
sobre la sangrante lengua de diciembre.
Y esperé para regresar,
porque me pareció escuchar todavía niños rogando que no los mataran.

Aquel pueblo era mi único lugar en el mundo.
La vida que vivía.

Regresé por si alguien había quedado.
Busco a mis hermanos.
Busco a algún vecino,
Pero sus ojos abiertos nada dicen.
Sacudo los cadáveres:
Doña Susana,
Niña Francisca,
Respondeme, Ricardo.
Respondeme, Juan.

A mis espaldas:
crujieron hojas y ramas bajo unas botas.

Desde entonces
los grillos afinan sus cantos atrás de mi cabeza.

Pero puedo asegurarlo, por mi alma:
el pueblo no siempre fue tan triste.



PRÓXIMO SUEÑO: LA PAZ

El cielo, cuando el día era la misma eternidad.
Su recuerdo se abre ahora
como la fruta agridulce
            en mis manos traídas por la ausencia:
el tío tuerto por la granada,
el abuelo cojo por la mina,
La prima violada por los soldados,
la hermana mayor decapitada en la emboscada;
el hermano reclutado a la fuerza y luego asesino de mis otros hermanos;
los pedazos de madre que nadie pudo encontrar en la casa después del bombardeo.

La eternidad de aquel día era el mismo cielo.
Entrábamos al sueño cuando la muerte despierta.

En la radio habían dicho:
Esta es una alborada jubilosa que anuncia un nuevo amanecer.
Ahora cada salvadoreño será un obrero en la reconstrucción
trabajando unidos en paz y armonía 
Lloren al repicar de las campanas.
Enciendan una vela.
Reunámonos todos en la plaza.
Vistan de azul y blanco.

Lo que me quedaba de familia fue de rojo.
«De rojo», me dijo mi padrino,
para que nunca se nos olvide la sangre que nos costó este día.

Solo a mí me vistieron con aquel pantalón azul desteñido
y con aquella blusa blanca tan amarilla.
Me veo ahora en la antigua foto
sentada en los hombros de papá. 

El cielo de aquel día era la eternidad misma.
Y el recuerdo se abre ahora
como la fruta agridulce
             en mis manos traídas por la esperanza:
el niño que se aferró al de los comandos y salió del fuego cruzado,
la mujer que, escondida en los matorrales, sobrevivió a la masacre del pueblo;
el llanto de una bebé en la casa llena de cadáveres que alertó a los seminarista.
La hija que llegó sana y salva tras cruzar el río, tras cruzar el desierto del norte.

La eternidad de aquel día era el mismo cielo.
Entrábamos al sueño cuando la muerte despierta.
Nadie sabía que la muerte nos había estado soñando.

La música en aquel concierto era como una luz que nos estremecía el alma.
La risa en el concierto era vivir otra vez.
Las lágrimas eran cálidas solo por aquellos por quienes las derramábamos.

La plaza era una fiesta. Nadie sabía.

Recuerdo mi alegría en aquella paz sin justica,
en aquella paz sin perdón.
Nadie sabía.

De aquel sueño incierto, una voz baja del aire
desde la tarima con un frío eco de micrófono:
Viva el pueblo salvadoreño.
Ustedes, campesinos,
ya no van a sufrir más en sus casas.
Ya no les van a destruir sus hogares.
Ya van a tener tierras.
Ya van a tener trabajo.
Ya no les van a matar a sus gentes.

Y las voces cercanas decían:
dicen que se entregarán las armas
y también los territorios controlados;
se reduciría el ejército a la mitad.
Los guerrilleros que lo deseen se volverán policías.

Aquella tarde fue un baile y una canción.
Éramos los desplazados,
los mutilados, los huérfanos,
y nadie lo sabía.

A unas cuadras de ahí.
Los ricos también celebraban en su propia plaza
el fin de la guerra,
y pensaban en sus inversiones,
celebraba con música, lágrimas,
su paz sin perdón,
su paz sin justicia.

***

Vladimir Amaya (San Salvador, 1985) Licenciado en Letras y profesor escalafonado de Educación Media. Ha publicado nueve poemarios y medio, entre los que se mencionan: Los ángeles anémicos (2010), Tufo (2014), Este quemarse de sangres entre lágrimas y excrementos (2017) y Pura guasa (2020). Ha publicado varias antologías de poesía y cuento salvadoreño, así como sus propios libros educativos de acuerdo a los programas de estudio del Ministerio de Educación, los cuales utiliza con sus alumnos. Fue director de la revista Cultura.

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