Esto y esto y esto

Antes de que finalice el año del centenario del nacimiento del surrealismo, presentamos una breve selección de poesía surrealista latinoamericana, incluyendo algunos poetas salvadoreños que, en determinado momento, se han identificado con el surrealismo, o han escrito poesía que refleja ciertas técnicas de dicho movimiento. Sin pretender constituir listas definitivas, esta es solo una muestra de la poesía surrealista latinoamericana y de la poesía salvadoreña que se acerca a las características propias del surrealismo. Como revista esperamos que esta breve selección de poetas salvadoreños, sea el inicio de investigaciones exhaustivas sobre autores o autoras de El Salvador que se han acercado al movimiento

ESTO Y ESTO Y ESTO

El surrealismo ha sido la manzana de fuego en el árbol de la sintaxis

El surrealismo ha sido la camelia de ceniza entre los pechos de la adolescente poseída por el espectro de Orestes

El surrealismo ha sido el plato de lentejas que la mirada del hijo pródigo transforma en festín humeante del rey caníbal

El surrealismo ha sido el bálsamo de Fierabrás que borra las señas del pecado original en el ombligo del lenguaje

El surrealismo ha sido el escupitajo en la hostia y el clavel de dinamita en el confesionario y el sésamo ábrete de las cajas de seguridad y de las rejas de los manicomios

El surrealismo ha sido la llama ebria que guía los pasos del sonámbulo que camina de puntillas sobre el filo de sombra que traza la hoja de la guillotina en el cuello de los ajusticiados

El surrealismo ha sido el clavo ardiente en la frente del geómetra y el viento fuerte que a media noche levanta las sábanas de las vírgenes

El surrealismo ha sido el pan salvaje que paraliza el vientre de la Compañía de Jesús hasta que la obliga a vomitar todos sus gatos y sus diablos encerrados

El surrealismo ha sido el puñado de sal que disuelve los tlaconetes del realismo socialista

El surrealismo ha sido la corona de cartón del crítico sin cabeza y la víbora que se desliza entre las piernas de la mujer del crítico

El surrealismo ha sido la lepra del Occidente cristiano y el látigo de nueve cuerdas que dibuja el camino de salida hacia otras tierras y otras lenguas y otras almas sobre las espaldas del nacionalismo embrutecido y embrutecedor

El surrealismo ha sido el discurso del niño enterrado en cada hombre y la aspersión de sílabas de leche de leonas sobre los huesos calcinados de Giordano Bruno

El surrealismo ha sido las botas de siete leguas de los escapados de las prisiones de la razón dialéctica y el hacha de Pulgarcito que corta los nudos de la enredadera venenosa que cubre los muros de las revoluciones petrificadas del siglo XX

El surrealismo ha sido esto y esto y esto
Octavio Paz (México, 1914-1998)

VISIÓN DE PIANOS APOLILLADOS CAYENDO EN RUINAS

El incesto representado por un señor de levita
Recibe las felicitaciones del viento caliente del incesto
Una rosa fatigada soporta un cadáver de pájaro
Pájaro de plomo dónde tienes el cesto del canto
Y las provisiones para tu cría de serpientes de reloj
Cuando acabes de estar muerto serás una brújula                   
                                                                                  borracha
Un cabestro sobre el lecho esperando un caballero
          moribundo de las islas del Pacífico que navega en
           una tortuga musical divina y cretina
Serás un mausoleo a las víctimas de la peste o un
            equilibrio pasajero entre dos trenes que chocan
Mientras la plaza se llena de humo y de paja y llueva
algodón arroz agua cebollas y vestigios de alta
          arqueología
Una sartén dorada con un retrato de mi madre
Un banco de césped con tres estatuas de carbón
Ocho cuartillas de papel manuscritas en alemán
Algunos días de la semana en cartón con la nariz azul
Pelos de barba de diferentes presidentes de la república
           del Perú clavándose como flechas de piedra
         en la calzada y produciendo un patriotismo
         violento con los enfermos de la vejiga
Serás un volcán minúsculo más bello que tres perros
          sedientos haciéndose reverencias y
          recomendaciones sobre la manera de hacer crecer
          el trigo en pianos fuera de uso

                    César Moro (Perú, 1903-1955)


OBRA PLÁSTICA

 Los trazos naturales de tu árbol reducen
la lógica del mundo, el robo de sus pinturas
–arco iris, tarde febril, orgasmos múltiples–
suena como la tierra replantando misterios,
las minas sudorosas que guardaban las contraseñas
del modo más empírico de reconocimiento
de la caída en sí, a una hora determinada
pudimos separar el tiempo, de modo que
algún día volvería a tener sentido, los hábitos
alguna vez fueron traviesos –nubes cubiertas
de lágrimas, tabúes rendidos, un corazón
olvidado en el cofre– y un pequeño
diablo masticaba sus pinceles
antes de pintar la catedral de inciensos.

                        Floriano Martins (Brasil, 1957)

 
EN PLENO OTOÑO

 Tu cuerpo descansaba sobre el mío.
Nuestros ríos conjugaban
una pequeña historia
robada en la puerta
de un último beso.

No importa cuán abiertas estuvieran las ventanas
no había nada ahí fuera.
La dos estábamos en reposo
sin que otro nombre pudiera contener
las sílabas de nuestra luminosidad.

Las formas en que ahora podemos disfrutar tanto
son como susurros de lo intangible.
Tus pechos se ajustan a los míos
y mi corazón reconoce en sí mismo
el ritmo penetrante de tu pasión por lo indecible.

                                    Floriano Martins (Brasil, 1957)


EL SUEÑO Y LA PALABRA

Espejo cuyo reverso me habla
oscuramente.
Sombra de cada uno de mis actos
que al calcarme
me multiplica en otro tiempo
o espacio.
Calladamente obedeces
a esa simetría ineludible
que llaman destino,
a ese concierto cuyo director
de orquesta
asoma en el entreacto,
pero que elude mi encuentro
y me contradice para afirmarme
en la certeza de mi sueño.
El que sueña me despierta,
el que despierta
me sueña,
pero de otro modo,
siempre de otro modo.
Mi infierno es su paraíso,
mi cordura, su locura.

Raúl Henao (Colombia, 1944)


EL CIRCO

El aire matutino arrastra por la bocacalle las presagiosas letras desprendidas de los periódicos. El verso del adiposo bardo de moda en la tertulia. Vuelan las cometas decembrinas sobre los tejados ataviadas con el blanco organdí de las muchachas casaderas del pueblo. 

El circo anuncia su función de la tarde y el público acude a mirar la jaula donde yo mismo dormito buena parte del día.

Me señalan como a una fiera enjaulada y un gramático calvo como un avestruz, salpicado de tinta china, director encastillado y bulímico en una biblioteca de provincia, se presenta delante de mi vista, intentando enseñarme el habla del loro y el perro amaestrado, que sólo ladra en homenaje del amo.

Raúl Henao (Colombia, 1944)


Unívoca, se asemeja a la bruma…

A Gabriela Aberastury
Unívoca, se asemeja a la bruma,
nos esperará pronto detrás de una puerta entornada;
no es de su especie el ancho mediodía
ni el timbre de la voz desde el escenario
ni el veloz zambullirse del ave en el agua calma;
qué entonces del guión que vacila,
del pan servido entre anuncios y temblores,
de la prometida recompensa a los que viajan;
si hay lámpara la iluminación es sólo a medias,
si hay oscuridad no hay total extravío,
si alguien llora no es con lágrimas,
si alguien ríe no puede evitar el repetido paso del cometa;
adiós a los nidos, a las divagaciones,
 a los dibujos en el reverso del papel,
a la danza entre arenas y malezas,
a la edad, al pulso de la edad, tan ligera como colmada.

Carlos Barabarito (Argentina, 1955)

No tiene lugar, no se impone…

No tiene lugar, no se impone; flota
lejos, cabeza y pico de pájaro ciego;
en el descarte, en el seguro retroceso
de sombras como mantarrayas,
como figuras del extravío,
como vanos remedios para un niño
que se acuesta para no despertar;
apenas un hueso, una linfa reseca,
una urgencia sin motivo;
no tiene espacio, no halla geometría
ni ebriedad, ni solsticio:
qué fiebre lo consume,
qué tenglón, qué abertura,
qué alma dividida, expuesta a la radiación,
al peso desnudo al que urge
un ocaso vasto devenido en tedio;
instante o eternidad, no importa,
firme evidencia de la noche,
agua que no hierve, sola,
en un breve inmenso patio
adonde van a caer las hojas secas.

Carlos Barbarito (Argentina, 1955)


EL HIJO PRÓDIGO
A Heberto y Pablo Armando

Un país como este no es el mío. ¿Qué me ha dado
el mundo sino este menearse de hierbas?
Saint-John Perse (Anábasis)

¿…hasta cuándo iba a ser dócil?
Pobre país, ¿cómo te han podido amar así?
Henry Michaux (Laberintos)

I. AVERTENCIAS Y EPÍTETOS

Todas las sombras del temblor, las que quedaban para el resto del año,
crujen en este día cuando aun a la muerte tomaron por sorpresa.
No estoy del todo en contra. Mi atrevimiento en estos casos se quedó lejos
hecho jirones en la ciudad que bajo el sol es más mujer desnuda
que una ondulante multitud de sus mejores hijas en la arena.

Entre las sombras no queda más remedio que brillar.
Flaco futuro, comprobado con sólo pasar revista a mis riquezas:
la amistad de un leproso, huesos de viajes largos como viejas,
el dominio de una edad implacable, amores bien guardados,
objetos de dureza y filo, golpes
tomados muy en cuenta por el alma. Y vuestros ojos,
llenos de esta ceguera como miel creciendo.

Andaríamos mejor sin estas sombras. Con ellas hay un nombre
que no podré enseñaros. Se incendiaría la negrura quemándoos,
quemándonos en dura solución de silencio. Y debo confesar
que ello es alto obstáculo, muro perseverante,
clima enemigo en la misma fundación de la caminata.

Seamos fieles sin embargo tan sólo a lo acontecido.
Como los arrojados de la canoa al caos del torrente,
los que no lloran la pólvora perdida o las armas sorteando las piedras veloces
y antes bien caen en a temible playa con la sonrisa del bien recibido
en esa casa que nunca estuvo al alcance de sus pocas monedas.

Apuremos entonces la hora, el siglo de las enumeraciones.
Antes de ello podréis marcharos con honra, pero luego
habrá peligro. (hay faenas en la palabra que sólo yo me sé).
Temo sobre todo por quienes al entrar
sufrieron inquietud a causa de mi intranquilidad.

Vamos. El tiempo que se queda es ya enemigo.


II. EDAD DE LA PARÁBOLA

Edad de la parábola. Sólo un trono hay para la ostentación y en él únicamente cabe la mentira. De tal manera que las únicas profesiones posibles son la del cínico y la del perseguido. La impunidad del pavorreal en el patio de las bestias saciadas en aves menos bellas o la máscara que no trasluce las lágrimas ni los desconocidos gestos del coraje. De ahí surge la terrible situación de tener que rendir culto a la verdad, de profesar su religión. ¡Y cómo nos duele el espíritu sismático que es nuestra sangre de gozar! Porque conocemos las escaramuzas de toda gran verdad al caer -extraviados sus anhelos de altura- en el centro del hormiguero. Comedores de maíz, llamamos con sucios nombres a la sed de salvación del enemigo o de quien recorre hacia atrás nuestra ruta. Edad de la parábola, ¡cómo ha calado hondo vuestro impulso corruptor, niebla sobre los harapos-del-alma para el país que se inicia en esa puerta!
Roque Dalton (El Salvador, 1935-1975)


ESTADOS SOBRENATURALES

hojas sobre el fruto de tu vientre, suaves hojas que suben y levantan el viento verde del sueño, los laberintos del tiempo como una vieja película, el reino de los hombres sin cabeza, miedo infantil de que mi abuela camine sin zapatos.

en eso el grillo de esencia indígena abrió las puertas del ruido y tragué todo el viento con sus hojas pequeñas y sus montañas y sus pirámides de vejez asombrosa y comí el excremento divino de una guacalchía atrapada en lo más silencioso,

después por todos lados entra la luz, desaparece la noche en una taza de café y la conversación comienza sin palabras, solamente un estarse acodado en las meditaciones, laberintos del tiempo como vieja película.

las paredes están dentro de mí que estoy creciendo contra el suelo. Una sola palabra me pasea en el agua hasta tocar el fuego. Infierno del amor de grandes fauces. Conoce la dimensión de estas puertas el sacerdote del mal. Se necesita la idiotez, estados de locura que permitan viajar a lo más simple. El resto será magia. Llave de los misterios ocultos en la claridad primitiva.

Estoy fuera de todo pensamiento, de todo círculo y mis únicos dominios son los silencios de este anillo de fuego.

en la pirámide más pequeña y el cielo infinito duerme mi cabeza y soy menos que un palito de fósforo y tan humilde como un grano que renace mil veces, gracias a que invento un mundo sin palabras lleno de imaginaciones, para ver en el odio una manera de ser triste.

gozo de las celebraciones, las pompas sobre el manuscrito de un hombre a quien a sus actos le anteceden las enfermedades, del que es una manzana a los pies del rey y serio entre los locos, me duelo de él y por él gozo con alegría esta suerte de purgatorio, de infierno interior.

Alfonso Kijadurías (El Salvador, 1940)

I

El episodio terrorista: 1

Salir  a estas horas a la calle
borra todos los pecados del mundo
Roque Dalton

Y suenan estos ojos -brillantes, afilados frutos- en la oscuridad del peligro,
suenan abriéndose contra lo visible que es una real conjura,
un día maduro a fuerza de silencio, como conviene a las
profundas gracias.
Eso, dirá cualquiera, no es otra cosa que la costumbre
literaria de hacer inteligible
   una aventura individual, una historia de enmascarados,
   contra el aire indiviso de las gentes que pasan,
   las señoras que podan sus claveles,
   las sirvientas que cuidan a los niños en sus triciclos,
   los carpinteros que trozan la madera con una sierra eléctrica,
   las auroras color turquesa clandestina, con árbol natural
sabiéndose de madre,
      y de repente            todas las objeciones serían válidas si la gran experiencia
-la que pasa de boca en boca y llegar alguna vez al libro-
no se levantara de estas anécdotas tan personales
como rasurarse, o soñar con una mujer de pelo rojo,
o asomarse un segundo a la ironía de las vanguardias armadas;
las objeciones serían válidas si se pudiera comenzar
de alguna plaza, estación o ventana que no fuera el yo,
ese yo abarcador que irrestañablemente es la obra común,
la alfarería de las dulces manos, de los ásperos sueños,
como volver la cara en el salón de los espejos
-conflagración de aquella sola imagen: la Dama de
Shanghai y el matador con la llama en los ojos-,
y donde se ven, las bocas de las madzen,
invisibles.
La verdad es que el aire crece  y prospera desde los
cuatro rumbos de la memoria;
y aquí en la realidad el enfrentamiento de los poderes memorables
y oscuros -la Violencia, el Destino, el Valor-,
no queda más que el instinto y sus alas chorreando sangre,
la conciencia de vivir un mundo que se desintegra
por el acompasado oficio de los que gimen por conservarlo
y los que sueñan con su reconstrucción: años de tala,
desvelados verdugos del rocío,
entre las sábanas trozos de yelo, cercenadas cabezas de caballos,
y pienso:
            “la naturalidad del caníbal no tiene fin;
            estamos signados por un pecado original que no es el que creíamos,
            y el único antídoto es el sonido de la propia alma en su fuego carnal”;
además, estas sombras del juicio cotidiano,
brazos de elemental serenidad que se extienden sobre nuestras cabezas
confundidas por la rebelión de los desechos industriales
y las soñadas músicas de dulzainas
en pasadizos de los trenes subterráneos, qué son sino el alumbre
del fanatismo, la inconsciencia inefable de la promiscuidad,
la culpa seca y virgen de las adoraciones productivas,
la limitación de universales juegos sobre la cuerda floja?
En las orillas del urbano río -cambian los nombres
de las ciudades, pero el río es el mismo, las vidas son los ríos…-
   ello es un gran jardín de yeso marchitándose,
   la continencia divide los trabajos,
   ordena las diversiones,
   niños solares juegan con avestruces sin saberlo, son
hijos de animales prehistóricos; ánimas, pozos, años, que
son palabras quebradizas.
   Delante de mis ojos, la luz se refleja y me enseña el
color, me pita las paredes,
   apela a lo mejor del sentimiento, como las frases hechas
de la fustigación publicitaria,
aprendizaje fino, dúctil, gracioso -evaporada la palabra
“sangre”-;
   y detrás de mis ojos, la luz es una piedra real,
   un hueso triturado para siempre, un hueso mío,
   enseñanza recóndita, parábola escrita con carbón en la
pizarra del aliento;
de esas dos evidencias nacen estas visiones ajusticiadas,
resurrectas, extensamente verticales, para mi propia y
sórdida bonanza;
   y el solitario sol sigue brillando,
   despertando mi cara pulida por la sal de vivo amor.

David Escobar Galindo (El Salvador, 1943)


En su rincón el fuego

            Último sorbo de agua. Cántaro roto. En la gran noche, en la inmensa noche, en la sola noche, entre la gravitación universal, libre, caigo.

            Todo cerrado, menos el portón que con su claridad sorprendente produce extraños ruidos e imágenes en tranquila nostalgia.

            Alguien brota de ella y asume, junto a mí, mi posición. ¿Vienes? Invita, se acerca y se me introduce. Ya somos uno.

            Traspaso el arco y a mis espaldas dejo el silencio en el hondo jardín oscuro de las visiones. Ya no sé si volveré…Pero el mármol aún irradia…

            Se sabe que el musgo acecha en los alrededores.

Mientras las nubes arborecen aquel cuello comienza a doblarse y la cabeza, en últimos aromas, a cerrarse en sí misma: Soy una flor…murmura.

Las nubes arborecen.

            Una sola abertura para escapar; pudiera hacerlo por la voz, pero las gargantas acechan. Por eso desciendo y desciendo en mí mismo, para llegar a la estrella gigante y roja. Allí está mi planeta.

            Piensan que es de cera y le miran de lejos. Su pasión por las flores altas, las flores islas; y por las esbeltas ramas que las sostienen y que mira a través de la ventana, la misma ventana de todas las tardes a la deriva, lo inmoviliza. Y a ella, que es una niña, l a inmoviliza el pájaro que así prisionero no canta. Todos piensan que ella es de cera y los miran de lejos, aun cuando sonríe.

Lluvia. Lluvia. Lluvia. Los truenos se arrastran, se congregan allá en el bosque; puedo escucharlos, hablan de mí, me llaman…Viejos barbados, luminosos rostros de maya…Celebran un juicio, un juicio; el mío…Debo huir, hijo de hombre…

Cerco en la ciudad que no podré romper, no podré nunca…Allí salta otro, otro que huye del juicio lluvioso…Lluvia. Truenos. Salto muros. Me gritan y huyo…Nunca escaparé.

Blancos paredones de un largo camino; flores silvestres en el viento solitarias; grandes árboles inconmovibles; cuerpo caliento de los valles; veredas serpientes: arrastro los pies. Estoy ciego y sudo. Una piedra, para morir rojamente y escupiendo.

Rolando Costa (El Salvador, 1941)


OJOS FRÍOS LOS DE ESTE REINO

«…Todas las aguas van a los ojos fríos del tiempo», a esos cuerpos
amargos que explotan de desesperanza; debajo de la flor fúnebre
de las lámparas, la desnudez que rueda estrangulada de ropas.
Mientras la zarza se anticipa a la sed, el corazón de la noche:
todo aquí, el tatuaje de las humedades colgado del tabanco,
la hora repentina en los vacíos de los objetos perdidos alrededor,
las vísceras precedidas de la ignominia; aquellos espejos de ramera
con olor a muerte, la lengua de Sartre en un bar.

En el sollozo de las entrañas, corren las bestias y los pájaros 
del abandono como dramáticos débitos: uno amanece
en la vendimia de la nada sin más símbolos frente a los ojos,
que la bestia del estiércol en los sentidos.
Pesan las marcas oscuras del aliento sobre el pecho;
ahí, las cortinas de humo congeladas en las ventanas, las distancias
entre luciérnagas y relámpagos,
los andamios para subir al mercado:
(siempre esponjoso de papeles sucios y verduras llovidas
y palabras que huelen a gentío a neumáticos, radiadores
y llantos bocarriba como deseo oscuro);
pero en el murmullo de los techos, escarba el musgo su camino.
Golpea paredes. Grandes miserias naciendo de la boca.

Emigran las historias mutuas desde las miradas envejecidas
de la salmuera. No he podido reconciliarme con el frío.
Emigran los pájaros y su cosecha de sombreros: el fuego arrea
la tormenta. El viento sin cesar lo hace con los pájaros.
En la promiscuidad de la tristeza y la desesperanza, el horizonte
se arrodilla en el sollozo para volverse definitivo en el destrozo.
Este tiempo es imponente como un caballo sin domar:
florean ataúdes en discretos jardines igual a una epopeya cotidiana;
se abre la resonancia de muchas polifonías mientras anochece,
—entre ellas—, la elocuencia de los huesos y sus axiomas clericales.
Hay frío en los ojos y también lenguajes diversos a la orilla
de la niebla. Lenguaje como un candil contra la muerte.
El respiro cunde en la crudeza de cada hierro gastado en el cuerpo,
su silencio cavernoso hace agónica la ternura.
Ahora los vemos en todas partes, es incansable su abundancia
ante los dientes depredadores de la violencia.
Procuro oírme en esta cercanía inalcanzablemente distante, exhumar
tanta historia de desaparecidos sin que ello se convierta en metáfora
de Cupido: todo resulta infame, Maupassant en el manicomio,
nosotros entre arcángeles usureros, resistiendo alimañas y maleantes
como el sistema que nos mira con sus ojos fríos,
mientras esperamos la bajada del Mesías en nuestras bocas míseras,
pero no es tan simple tener cuna y tumba a la vez y hospedaje;
las viejas feligresías están hechas de matones, santorales, catecismo,
una metafísica más parecida al Apocalipsis y al absurdo.
El camino es largo donde nadie espera a nadie, el mundo musical
de la vigilia, Cloaked in Rain’s o algo parecido a un night-club,
lloramos frente al vozarrón de la miseria y a su vez nos sentimos
cristianos, hijos de ese alambique llamado Reino de Dios.

Del libro inédito: Ámbito del náufrago,
André Cruchaga (El Salvador, 1957)


FRENTE AL ESPEJO EL BÚHO DE LAUTRÉMONT

Por la noche y frente al espejo el búho, Lautréamont encajado,
su carne de espectro desesperado, al parecer impasible
con su mollera de rehén del tiempo.
—cuando se limpia las manos, la estatua de ruda en el poniente
postrero, desnuda por completo el murmullo
de los pensamientos,
el fuego de las piedras, la teología de la fe del psicoanálisis
y la madera de la cual uno está hecho.
Para eso fue la transparencia en los dedos de la brújula:
desnudar el plomo del territorio con emuladores decadentes,
desvelar las raíces que se tornan en piel y en semblante.
Ahí se ve la soledad como las piedras frente al agua,
al frío roce de la sangre y los huesos.
Al ver los ojos las puertas del pecho se abren de sepulcros,
redondas desde el horizonte interior, gruesas chatarreras
de vidrios —cuerpo con relojes desnudos, sombreros perdidos
bajo los árboles del tránsito de la arcilla.

La noche nos da frío y vuelve nebulosos, los carbones:
de muletas canónigas, espectros de jaulas ebrias de gafas,
forma vaporosa del cuerpo hundido que ocupan.
En el picaporte del búho Ezra Pound cruza el So-Shu
de pájaro incierto, cruza el yo tumescente de Charles Olson.

Los espejos están ahí transparentes y desnudos, desnudos.
Pero también nosotros somos ese mismo vidrio convertido
en página detrás de los sueños mudos de un pantano.
A veces da terror, pero es el reflejo mismo —y no el destrozo
estéril de balcones acurrucados en los calcetines— 
de cuanto brilla en el semblante roído de las reliquias
que testimonian el espejo de los muertos convertido en raíz.
No hay espejo que se niegue a ser agua cristalina,
ni cara diferente a ser su habitada carne. 
Al fin es la casa tendida en los poros.
Todo es real o irreal según las sombras dibujando el horizonte.
Nada es otra cosa a la vista de tendederos inalámbricos,
desde dentro el fósil preservado del horóscopo.
Cuerpo y alma en su tacto, fantasmas negros:
—nada cambian sino todos los días del calendario,
el trajín temporal de las vigas anudadas al crujido del tiempo,
la queja o el silencio de las ruinas.

Cuando miran, cuando se ven desde su aliento líquido,
el árbol gime, indeciso. Gimen los fósiles apolillados.
Nadie sabe en la semejanza de río,
qué aguas cruzan la conciencia estremecida del espejo,
qué palabras esconden las venas del ataúd del búho,
qué hilos del corazón desembocan y urden nudos
para hacer del miedo otra vestidura de huesos tenebrosos,
otro rostro sin vacíos encarnados.
Nadie acepta el latido de su palidez de extrañas lentejuelas
—esa que la tierra incendia solitaria a través de bramidos
de pescado, esa que siendo puerta o ventana
traduce los silencios en recuerdos.

Los espejos están ahí, en todas partes, dan vértigo, heridas,
pero nosotros somos también esos espejos de cementerios;
no hay disfraz que valga para engendrar ángeles
ni ser caricia ni simple sueño en embarcaderos analfabetas.
En cada imagen emerge la fronda del recuerdo,
lentos inviernos, hélices del verano con su hojarasca de relojes,
—celajes de un mar hundido
en la concavidad de los anteojos que cuelgan de las orejas
del aire, versátiles como un estafador de litografías.
Nada es diferente al ojo del abismo.
—Abismo de la noche o del día. Cientos de payasos agolpados.
Luz o sombra se delatan en el labio:
—espejos de una misma herida galopante.
Sólo hay una salida para no permanecer bajo la niebla.

Y esa salida única
es no mirar ni que nos mire el ancla desbocada de los cipreses
—esa porfía, digo,  
de deshacer los sueños en los ríos,
y hundirse en un verdor de sombras aparentes.

En cada estadio de las tormentas, en cada horizonte del ansia,
en cada camisa extendida en los brazos,
hay infinitos vitrales, quizás cielo de arrugas,
soles de secretos fuegos, blancos dilatados,
o negros de ceguera.
Por eso, entre espejos, cada uno es el suyo,
cada uno al mirarlo o mirarse, barcos chamuscados,
está rompiendo su propio interior:
el espejo que es desde el subsuelo del paisaje.

El libro inédito: El búho de Lautréamont,
André Cruchaga (El Salvador, 1957)


NEÓN PRIMITIVO

Comienza el ruido neón del día de los locos
          y ya el tiempo y la luna
son filos de una misma navaja que sonriente
parte la nieve del autoexilio cuando ni el amor o la poesía
alimentan este viejo cuervo enterrado vivo en el mármol del pecho

Comienza mi memoria y tus ojos
son dos gusanos anaranjados que rezan al pie
de un promontorio de piedras como huesos como sueños
mientras nazco de nuevo de la mano del pan del infierno del estío

Sólo la escalera imaginaria de las calles cuenta
a la hora que el pasado se ve en lo primitivo de la azul bruma
          y yo y mi otro yo suben
a los estadios del silencio donde la paz reina como el vientre de una prostituta
o la conciencia de un país abandonado en el lobby de los pederastas

¡Ah cómo extraño el tiempo de cuando el tiempo aún era tiempo,
y no una palabra desgastada por la repetición de su nada!

¡La Inmolación! ¡¡La Inmolación!! ¡¡¡La Inmolación!!!

He aquí la música de la neblina y sus ventanas infinitas

Apenas comienza el día negro el fuego de los locos

          y ya mis neuronas como globos de gas
penetran en el secreto donde mórbidos ángeles fuman el tabaco de los dioses

Alfonso Fajardo (El Salvador, 1975)


Paraíso de hojas secas

Uno viene a estar en su propio mundo debajo de las hojas
Navegar hacia adentro como la luz nace en cada instante
Después algo se establece y las palabras vuelven al asombro

Las palabras vienen caminando dentro de su luz
Estableciendo mi columna sobre esta raigambre de árboles
(Que si viene una sombra viene también el asombro)

A las palabras le nacen hojas en la garganta del niño
Adentro de su carne un pájaro se derrama
Adentro del mismo pájaro un canto le atraviesa como escalera
La persecución de la edad incendia los peldaños
que ascienden su plumaje

Se deshoja mi sueño en cuya estación navego
Los pañuelos vienen jugando su pesadilla en blanco
La escalera transcurre antes de tiempo
y los pasos padecen sed de huellas ascendentes

(El paraíso es el ojo del mismo árbol
y yo el corazón de mi sueño paralelo)

Mi garganta crece hasta su edad como una hoja
y cada miembro ruega por la memoria de mi árbol leve

Soy en el sueño de mi árbol la pesadilla de la hoja
y vuelvo a la unidad para volver a marcar el camino

Naufraga en mi garganta el mar de ataúdes del poeta
y las hojas recuerdan su antiguo verdor
como el sueño de aquellos árboles y su temblor de inviernos baldíos

Una sed ha nacido Una sed de palabras corriendo tras su péndulo
Mira en su carne mi paraíso
Soporta el estruendo de ese pájaro que llora

Fluctuación de ataúdes marca el péndulo
Estación de latidos y estertores paralelos
La sangre no para de llover sobre las hojas
Suéñalas como yo sueño mi árbol leve
Mi árbol repicante en el centro de sus horas

No recuerdes la memoria de mis peldaños descendentes

Edenilson Rivera (El Salvador, 1973)
De Sarcófago de viento



Algo de lluvia crece ahora desde mi mar, un agua sin edad
que satura de frío cuando puede y se tendía en su inocencia
Imperativo es que busquemos la tibieza con las manos abiertas
pues algo se ha roto desde el centro en filamentos.
De piedra es la oscuridad y líquida la tristeza,  sello de lo perdido.
Maneras del agua de herir la roca, en alborozo y aspersión.
Mi piel se convierte en río, chorrea irremediable,
amenaza desbordar los muros del laberinto.
Mi existir se mimetiza con unas gotas que pronto se confunden,
estrellas vaciadas en la losa de lo vivido.
El mañana es albor y una blanca palabra,
premoniza luz cuando irónicamente cruje todo el cielo.
El vacío grita sus últimas necedades, con estridencia que ondula entre las paredes,
pero mi voluntad se alza como una montaña llameante de fiebres,
tiene un nombre indócil que no me atrevo a callar.
Ahora llueven pájaros con progresivo ritmo, sin dolor casi.
Qué escarnio de vuelo en sus alas pequeñas como besos,
qué injuria del viento en su iridiscencia de plumas, magia de arcoíris y relámpago,
cuánto congelado trayecto sugiere su fulgor de músculos vencidos.
Son guijarros de altura en la palma y tienen de salino los amaneceres y las rutas
Imagino cuánta libertad insuflaron sus alas en un vértigo azul,
remoto en el espacio y en un tiempo sideral donde no llueve.

Claudia Meyer (El Salvador, 1980)

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