Perdidos en la traducción:  la ternura de los corazones rotos 

Un poema inspirado en la película «Lost in Translation» que explora la conexión y la soledad en una ciudad desconocida

Ramiro Guevara / Comunicador social, periodista cultural y escritor. Corresponsal y coordinador de las estrategias de comunicación en el periódico El Faro.

El 29 de agosto de 2003, la cineasta estadounidense Sofía Coppola, estrenó en el Festival de Cine de Telluride «Lost in translation», una comedia dramática que relata el breve encuentro que hay en Tokio entre dos personajes que -aunque con parejas y vidas opuestas- se sienten solos: una joven ex estudiante de filosofía y un actor de comerciales. Sus monótonas rutinas los llevan a aventurarse, durante algunos días, en una ciudad desconocida que dará pie a un sutil pero poderoso vínculo. El sentimiento de estar perdidos, en un mundo insípido y sin compasión, es quizá lo que los vuelve tan urgentes el uno para el otro. 

Este poema, surge de su visionado. 

Visitaban una ciudad de neón
iban de paso
y estaban aburridos

Se escondían entre la multitud, 
buscaban sus sueños 
en lo extraño: en el cómic que eran las calles, 
en los viajeros del espacio que 
anunciaban las ofertas 
de los restaurantes

Seguían sus sombras, 
solitarias sombras 
como el bonsái viejo y retorcido que crecía 
en medio de la neblina, 
rodeado de pétalos rosas 
que llovían permanentemente 
en el bosque de los suicidas

Se movían con cautela entre 
dragones de papel que rugían 
y volaban para posarse en 
un templo donde 
una congregación budista meditaba en colectivo 
mientras hacían sonar un gong

Y cada vez que el gong sonaba, 
un latido de su corazón se agudizaba como un acorde dulce. Por error, llegaron ahí. Por azar, como el resultado de un juego de cartas, tuvieron que saberse el uno 
del otro. Y se saludaron. Y se miraron. Y hablaron un poco, tímidos. 
Y la noche siguió su curso, 
y ellos con sus vidas aparte: con sus pequeños suicidios cotidianos, sus enormes, enormísimos triunfos cada que lograban no llorar 
de hartazgo una noche.  


Y miraban la televisión, 
no podían dormir. No podían dejar de pensarse. 
Y la televisión era rara, no la entendían: concursos que parecían torturas. Cantatas infantiles entonadas por una orquesta de ranas. Documentales sobre civilizaciones marinas. Caricaturas inexpresivas. Recorridos por museos dedicados al sexo. Fantasmas de gatos hermafroditas.
Botánica alienígena. 

Miraban la ventana 
y los brillos de la ciudad, 
la noche pasando lento, 
fría, indiferente. 
El viento soplaba en otro idioma, 
como toda esa ciudad, que era un anagrama, un laberinto por descifrar

Y se volvieron a encontrar. Y otra vez se hablaron, y se contaron 
acerca de sus familias, sus obligaciones,  sus canciones favoritas. Se miraban estudiándose. Y a veces retiraban la mirada porque les daba vértigo el vacío, la altura, 
esa terrible altura desde la que iban a lanzarse
los dos.

No entendían el lenguaje: no podían descifrar la ciudad. A veces se paseaban solos entre el ruido de las maquinitas, de los robots, de los pulpos en cocción. Se buscaban, 
se extraviaban, caminaban en círculos 
hasta que volvían a encontrarse de nuevo. Y no dejaban de hablarse y compartirse datos inútiles, 
y a veces reían y a veces cantaban o también sólo callaban y se acompañaban 
en medio de la oscuridad dolorosa
del tiempo joven, el inicio del siglo, el despertar de los monstruos, que les ha tocado vivir. 
Y empezaron a citarse, 
a ciertas horas, en ciertos sitios, todo en secreto. La gente pasaba rápido. Desaparecía como bruma. 
Y empezaron a reír más, y a enojarse y a perseguirse 
como niños carentes de vergüenza, curiosos, con los ojos brillantes 
y luminosos. 

A veces, con los ojos, se miraban las bocas
y se decían en silencio 
palabras de amor. Y entendieron que no era la ciudad, ni sus programas de televisión nocturnos, ni los bebés de plástico que nacían de repollos, ni los zoológicos 
de mutantes intergalácticos. Entendieron que no era ese el anagrama,
porque ellos hablaban el lenguaje 
indescifrable, 
el misterio de la melancolía, 
de la velocidad de los trenes en forma de bala 
que viajaban a lo largo y ancho de ese país 
sin formas exactas, 
como sus gestos, 
como sus abrazos eternos y trágicos que intentaban penetrar la carne del uno y del otro, 
en silencio, 
como un lago quieto, 
como un espejo rígido por el que no se refleja nada. 

-No te vayas. Quédate conmigo, y juntos, formaremos una banda de jazz. -le dijo ella una noche. Era la última noche. Cerca del amanecer. 

Los ojos de ambos se habían llenado de lágrimas, 
y el sol naciente detrás de las montañas, 
amenazaba con separarlos. 

Y él la vio a ella. Y no le dijo nada. Y la mañana llegó, 
y también sus rutinas. 
Pero hubo una llamada telefónica más. 
Se citaron antes de que él se fuera, 
y se dijeron adiós y se separaron, 
pero no bastó con una vez, 
y él la volvió a buscar a ella, 
y ella caminaba en medio de las tiendas, 
tenía los ojos cargados de lágrimas. 

Él corrió donde ella estaba, y la ciudad futurista los vigiló, 
y la ciudad vio cómo él la llamaba y ella se daba la vuelta, 
y un abrazo intempestivo los convirtió en un bulto 
único, en una sola persona atrapada entre ropas 
y susurros, 
y lágrimas, 
y besos, 
y besos
y más besos desesperados. 

Y la ciudad los vigiló y fue testigo de aquello: de aquella risa en medio de lágrimas, de aquellos gestos, 
de aquella soledad que volvía a rodearlos mientras la multitud los devoraba, 
como olas que destruyen los restos de un naufragio, 
que poco a poco se fue rompiendo
en el misterio, 
en el futuro distópico que se avecinaba,
en las canciones que escucharían sólo para recordarse
e imaginar cómo hubiera sido esa 
banda de jazz 
que formarían juntos 
si acaso no se habría acabado ese abrazo
que se rompió como un continente, 
porque él se fue y lloró
y la vio llorar, 
pero se fue, porque no podía
aunque no quería. 

Pero se fue. Se fue. 
Se fueron con la certeza de 
al menos, 
haberse traducido, juntos, un poco, su lenguaje secreto. 

Ramiro Guevara (San Salvador, El Salvador, 1997). 
Comunicador social, periodista cultural y escritor. Corresponsal y coordinador de las estrategias de comunicación en el periódico El Faro. Ha colaborado en los medios No Ficción, La Prensa Gráfica (LPG), Revista Gato Encerrado, Grafomaniacos, Revista Espacio e Informativo In Tempo. También ha hecho crítica de cine para la revista argentina Taipei. Finalista en el certamen literario de Nueve Editores de Colombia, en la categoría de Novela Latinoamericana.

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