El texto narra la experiencia personal de alguien que perdió la fe en su
país natal debido a la corrupción, la falta de solidaridad y la impunidad
postguerra
Gabriel Otero / escritor, editor y gestor cultural
El odio inconfesable que cada uno de los hijos de la patria lleva dentro
Extravié el encanto a mi país de nacimiento hace casi tres décadas, no sé dónde lo dejé, fue irrecuperable. Perdí fe en mis coterráneos y en la naciente democracia. No sucedió de súbito, la desconfianza creció por el sufrimiento propio de conductas hostiles. La ortodoxia ajena en su máxima plenitud. Era desgastante enfrentarse a gente obtusa, impositiva, egoísta, intolerante y poco solidaria, ello me impulsó a cortar por lo sano. A la larga no me equivoqué.
No puedo negar que fui afortunado de vivir en El Salvador en momentos clave, llegué en los estertores de la guerra y anduve en la ofensiva como reportero. Estaba yo joven y todo lo percibía novedoso e inédito, aunque me jugara la vida.
Desde el gobierno participé en la reconstrucción como ciudadano-funcionario aportando formación, creatividad y mis capacidades para beneficio de todos. Esa era mi visión, llegué a lo más alto que se podía sin involucrarme en asuntos partidistas, preferí mi independencia ideológica y fáctica, lo que facilitó analizar cualquier alternativa a partir de una perspectiva panorámica. Fue una época mágica y esperanzadora, pretendíamos sentar las bases para proyectos a largo plazo con miras a fortalecer una nación, fue en vano.
A unos meses de la firma de los Acuerdos de Paz una de las cinco organizaciones del extinto Frente nos invitó a Roberto Huezo, Fernando Umaña y a mí a una charla de café, la idea era preguntarnos nuestras opiniones sobre el concepto cultura, transcribieron la tertulia y pretendían repetir la experiencia con otros intelectuales. Fue un poco apropiarse las ideas, fui muy prudente y manifesté lo común y lo esencial.
Tenía claro que cualquier política cultural debía ser inclusiva y participativa, lo demás estaría condenado al fracaso. Eso lo había ejecutado, con éxito y mucha intuición, en el Suplemento Tres Mil y luego en la Dirección de Publicaciones. Al principio me entusiasmaba aportar al desarrollo cultural.
Empecé a perder el ímpetu con los proyectos de cultura de paz, en un par de ellos fui nombrado interlocutor por CONCULTURA, es decir la contraparte gubernamental y en las reuniones me percaté que el único interés de algunas ONG’s era obtener fondos sin importar resultados.
Había otra propuesta de edición de libros, a esta los escritores y poetas de un sector marginado, la veían como una piñata de textos y una oportunidad de publicarse y asignarse salarios con sus recursos.
El dinero era un botín de la posguerra, al igual que los cargos de elección popular, el recién electo diputado Eugenio Chicas del FMLN, que presidía la Comisión de Cultura de la Asamblea Legislativa me citó para precisar los cambios de horario de la Dirección de Publicaciones, el sindicato se había quejado porque según ellos, el gobierno quería privatizar la editorial.
La explicación era simple, la modificación de horarios laborales obedecía a que durante la guerra el turno vespertino debía salir temprano por el transporte hacia sus casas. Con la llegada de la paz había adecuaciones, esta era una de ellas.
Cada día surgía una nueva contrariedad, las reuniones para los proyectos de cultura de paz se tornaron en asambleas y en pugnas por liderarlos, el símbolo de Caín que todos los salvadoreños llevamos dentro comenzaba a manifestarse en la piel. Ese odio inconfesable que cada uno de los hijos de la patria lleva dentro.
Guanacos hijos de puta
El 22 de marzo de 1993 es la fecha de defunción de los Acuerdos de Paz, ese día la Asamblea Legislativa aprobó el decreto No. 486 mediante el cual se promulgó la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz. Esa fue la respuesta del gobierno al informe “De la locura a la esperanza” elaborado por la Comisión de la Verdad conformada por abogados y juristas extranjeros.
El documento contenía 32 casos de atrocidades cometidas por los bandos en disputa, más del 90 % de violaciones a los derechos humanos se atribuían a las fuerzas armadas, la ONU sugirió se escogieran extranjeros para la Comisión de la Verdad por su imparcialidad “ninguna de las partes en conflicto representaba totalmente a los intereses de las víctimas o de los sobrevivientes –ni de la sociedad salvadoreña en su conjunto” (Popkin, La Amnistía Salvadoreña: una perspectiva comparativa ¿Se puede enterrar el pasado?, p.4).
Con la amnistía se apuñaló de muerte a la justicia y no hubo vuelta atrás, la gente representó la carne de cañón sacrificada en nombre de la democracia.
Ese es el contexto con el que escribí la primera versión de estos versos.
Y después
de tantos años
descubrimos la república
y encendimos fuegos artificiales
el odio era el perdón
y el júbilo nuestra embriaguez
amanecimos con una resaca
de los siglos por los siglos
desde ese día
vagamos por las plazas
visitamos las ruinas
del sepulcro de Abel
extrañamos los cerros
los cuarteles
y aquella maravillosa
purga cotidiana
de la guerra.

(Otero, Sueños de Caín frente al espejo, Portal de poesía, 2006)
En El Salvador se enterró exitosamente al pasado fue la excepción en América Latina, no sucedió lo mismo en Chile, Argentina, incluso Honduras y Guatemala, naciones en los que hubo avances en la búsqueda de su verdad con aportes de la sociedad civil. Paso a paso buscaron la aplicación de la justicia.
Difícilmente se puede construir el concepto de ciudadanía y un estado óptimo de derecho teniendo como materia prima la idiosincrasia salvadoreña, el nativo de ahí es clasista, propenso a la testarudez y busca imponerse, aunque carezca de la razón, no admite nunca estar equivocado, no le gusta reflejarse en el espejo.
El salvadoreño le busca la cuadratura al círculo, se autodenomina “cachimbón”, “trabajador” y a prueba de adversidades, la realidad es que es un transgresor sistemático de las leyes, siempre busca mover sus influencias cuando se ha metido en algún problema, se queja de todo, el país está hecho mierda, pero no por culpa de él y reinventa el lenguaje a su conveniencia, hay tanto que investigar y escribir sobre la torcida identidad nacional. El salvadoreño intenta renovarse, cada cierto tiempo, imitando costumbres de otros lugares, se niega a si mismo por avergonzarse de lo propio y por ello es altamente manipulable.
El salvadoreño siempre personifica a Caín dispuesto a sacrificar a Abel.
En este valle
construimos la ciudad
creamos símbolos
dioses imaginarios
y uniones perecederas
para elegir la muerte
coronamos con laureles
a los herejes
nos creímos redimidos
por el aire respirado
y entonces
irrigamos la tierra
con la sangre
del hermano.
(Otero, Sueños de Caín frente al espejo, Portal de poesía, 2006)
Treinta y dos años después
¿Qué tiene el genoma salvadoreño que lo hace tan tolerante a las injusticias y tan afecto a estados represivos?, ¿por qué esa tendencia a borrar el comportamiento ignominioso y hostil de asesinos conocidos que luego se convirtieron en diputados constitucionalistas y padres de la patria y todavía respetar sus obras?, ¿estos personajes no tendrían que haber sido desechados en el basurero de la historia?, ¿podremos tener ojos y no ver sin ser ciegos?, ¿por qué nos resistimos a recordar? La desmemoria es el deporte nacional.
No puedo negar que amo profundamente el país en el que nací, pero me es imposible identificarme con su idiosincrasia.
No puedo.

Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.