Cuando uno está en el jardín de aquella iglesia, la respiración se corta. Son tantas las emociones que se sienten al saber que el suelo que pisas —que aún está manchado de sangre— un día fue el escenario de una de las masacres más grandes de Latinoamérica en tiempos modernos
Inés Ramírez | periodista y docente universitaria
El Mozote, Morazán. Es un viaje largo. Para llegar a El Mozote a las 10 de la mañana hay que salir, al menos, a las seis de San Salvador. Nos esperan muchos sitios que visitar, todos relacionados con la guerra civil ocurrida en El Salvador entre 1980 y 1992. Nueve personas ansiosas por conocer esos lugares históricos me acompañan; soy su guía de turismo.
La primera parada de rigor es para desayunar en San Rafael Cedros. La segunda es para apreciar la hermosa vista al volcán Chichontepec de San Vicente. Todos sugieren bajarse del microbús para fotografiarse con el majestuoso volcán de fondo. Seguimos el camino. Cada uno de los presentes tiene expectativas por lo que encontrará. Alguien saca un mapa y ve que nos falta mucho por recorrer.
Es entonces cuando comienzo el relato para los turistas, extraído de libros, crónicas y, lo más importante, del testimonio de la gente que de alguna manera estuvo involucrada con lo sucedido. Es importante que cada uno conozca lo que pasó en aquel lejano lugar ahora olvidado; menos de la memoria histórica salvadoreña.
Rosas rojo vivo
El Mozote siempre fue un caserío apartado. Cuentan que la mayoría de personas que allí vivían eran religiosas, gente que se mantenía de las bondades del campo y del ganado; pero la guerrilla controlaba todo ese territorio, lo cual era una evidente amenaza y muestra de flaqueza del gobierno de turno, que utilizó una táctica de guerra para «arrasar» con todos aquellos que colaboraran con los insurgentes.
Domingo Monterrosa, un hombre de no mucha estatura, pero de carácter firme y carismático, logró entrar al Ejército; a los 23 años ya era teniente, y con base en su desempeño poco a poco fue escalando puestos hasta llegar a ser teniente coronel. Recibió entrenamiento fuera del país, lo que lo hizo uno de los elementos más fuertes dentro de la institución castrense.
Monterrosa llegó a estar a cargo de uno de los Batallones de Infantería de Reacción Inmediata, específicamente del Batallón Atlacatl. Estos estaban formados por soldados entrenados especialmente para el combate antiinsurgente; y a quienes, cuentan, que el teniente coronel llamaba «mis angelitos de la muerte».
Ese batallón era de élite. Pocos podían ser sus miembros; para demostrar que merecían serlo debían hacer los méritos de rigor. Según cuentan, una de las pruebas se llamaba «Formación de carácter», que consistía en pasar hambre varios días y después tener que tomar sopa de animales como perros y zopilotes.
Poco a poco los soldados, en su mayoría jóvenes, iban perdiendo el temor a enfrentarse con la muerte; era lo que sus comandantes requerían. Para poder afrontar lo que venía, debían tener sangre fría. En las formaciones militares, los oficiales les inyectaban mensajes de odio hacia los guerrilleros. «Nos decían que eran perros, que mataban por placer de matar; que si ganaban la guerra nos iban a matar a todos los soldados y a nuestros familiares», cuenta un soldado que perteneció al batallón.
Mientras la guerra se agudizaba, la guerrilla ganaba más protagonismo ante la opinión internacional. Esto era grave para el Gobierno, no podía dar muestras de debilidad. Es entonces que se crea la estrategia «Tierra arrasada», comandada por el coronel Monterrosa y ejecutada por el Batallón Atlacatl, la cual consistía en «quitar el agua al pez», es decir, terminar con todos aquellos que apoyaran a los guerrilleros. Todo estaba listo para que el batallón comenzara la «Operación Rescate».
Mientras tanto, en El Mozote, la gente ignoraba estas medidas, tenía la firme convicción de que no era vista como una amenaza, pues —según confirman— no apoyaba ningún bando. Un infiltrado en el Ejército se enteró de la operación y avisó a la guerrilla, que inmediatamente mandó alertar a la gente para que huyera con ella hacia zonas seguras, pero la gente de El Mozote no hizo caso a la alarma y decidió quedarse.
* * *
A esta hora, hemos avanzado bastante en nuestro viaje. Se comienzan a ver las verdes praderas, el ganado pastando, unas cuantas gaviotas a lo lejos. Comienza el calor y la nostalgia. Todos me piden que continúe, pero les digo que lo que sigue ya no me corresponde narrarlo; serán los habitantes del lugar quienes terminarán el relato de los trágicos hechos.
En la entrada a El Mozote, la calle está pavimentada. Según algunos lugareños, esto se hizo por la llegada del expresidente Mauricio Funes a dar aquel sentido discurso en el que pidió, a nombre del Gobierno, perdón por la masacre. Los visitantes están ansiosos por bajarse del microbús. Han sido muchas horas de viaje, y aún nos quedan varios lugares por conocer.
La gente del lugar advierte nuestra presencia, toma sus puestos en las tiendas; los niños corren por todos lados, y varios se acercan para ofrecernos pulseras con frases como «El Mozote nunca más», «Recuerdo de El Salvador», etc. También se acerca una mujer de unos 40 años de edad. Ella nos relatará su versión de lo que allí sucedió entre el 8 y 14 de diciembre de 1981.
Todos ven con atención los detalles del lugar. Según dicen, la plaza se conserva como si fueran aquellos tiempos. Al costado izquierdo de la iglesia, hay un monumento con una placa que tiene grabado, en letras mayúsculas, «ELLOS NO HAN MUERTO, ESTÁN CON NOSOTROS, CON USTEDES Y CON LA HUMANIDAD ENTERA». Unas siluetas de un hombre, una mujer y dos niños tomados de las manos parecen mirar la dolorosa lista de nombres escritos en tablas de madera en una pared detrás del monumento.
«Yo no vivía aquí, pero Rufina Amaya, que fue una de los sobrevivientes, nos contó. Dice que vinieron los soldados del Batallón Atlacatl. Les dijeron que iban a dar consultas médicas a la gente; que todos salieran de las casas. Pero, cuando lo hicieron, comenzaron a hacerles preguntas: que si conocían a los guerrilleros; que si los tenían escondidos; que si les ayudaban. Y todos dijeron que no, porque de verdad que nadie era guerrillero en este caserío.
»Como nadie dijo nada los mandaron a las casas y les dijeron que se encerraran; que si alguien salía en la noche lo iban a matar —así lo describe también el informe de la Comisión de la Verdad—. Al día siguiente los sacaron de las casas y los separaron; a los hombres, niños y mujeres… Comenzaron a matarlos… Estaban locos, como poseídos. No respetaron entre ancianos, mujeres y niños, aún recién nacidos y mujeres en cinta, así pasó.»
«Y Rufina, ¿cómo logró escapar?» —alguien pregunta—. «Ella aprovechó que se descuidaron. En lo que estaba haciendo fila para que la mataran, se escondió detrás de un palo y luego detrás de unas vacas. Ella dice que escuchaba cómo sus hijos gritaban: “¡Mamá! ¡Mamá!”, pero no los podía ayudar. Casi se volvió loca. Hasta que la encontraron los de la guerrilla.»
Según cuentan, a Rufina la encontraron los guerrilleros una noche en un río; se asustaron porque pensaron que era la Ciguanaba. Pero era ella, que se escondía entre las rocas y salía en la noche a buscar alimento. Fue la primera persona que contó lo sucedido en El Mozote en Radio Venceremos la Navidad de 1981.
El relato de Amaya también ayudó a que los periodistas Raymond Bonner, de The New York Times, y Alma Guillermoprieto, de The Washington Post, dieran a conocer al mundo lo sucedido aquel enero de 1982 en Morazán. No obstante, el Gobierno salvadoreño negó rotundamente los hechos, lo que le permitió que un mes después Estados Unidos le aumentara la ayuda económica para combatir a los disidentes.
Rufina descansa ahora junto al monumento donde se enterró a las personas masacradas en tan fatídicos días. Unas flores artificiales adornan la sencilla tumba. Felizmente esta mujer pudo escapar de la muerte, pero nunca dejó de sufrir por los malos recuerdos, por aquellos gritos que clamaban por ella.
Según documentos de la Comisión de la Verdad, en El Mozote había una veintena de casas. Sin embargo, debido a los constantes enfrentamientos, personas de caseríos aledaños se encontraban residiendo también en el lugar. Se detalla, además, que en los cantones Cerro Pando, La Joya y en los caseríos La Ranchería, Los Toriles y Jocote Amarillo también hubo masacres.
Observo los rostros de todos los presentes. Sin duda, la historia los ha conmovido. Después de escuchar el relato, nos dirigimos al patio de la iglesia, donde antes era un convento; ahora se ha convertido en un hermoso jardín en memoria a los niños que allí fallecieron. Se respira vida en donde un día hubo tanta muerte. Entre las rosas rojo vivo que crecen, en sus raíces, en lo que queda del antiguo convento, aún se puede ver una mancha negra; la sangre aún ronda los jardines, es un recordatorio de que, entre tanta belleza, aún hay cuentas pendientes que saldar con la justicia.
Se manejan diversas cifras de muertos. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fueron 765 fallecidos. La Comisión de la Verdad habla de más de 200 víctimas sin tomar en cuenta las que no se pudieron identificar. Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador menciona 765 personas ejecutadas; mientras que un equipo argentino de antropología forense determinó que, en El Mozote y en los cantones aledaños, fueron asesinadas 989 personas; más de la mitad, niños y niñas menores de 12 años.
Jardines entre montañas
Continuamos nuestro viaje. Aún nos falta visitar tres lugares. Cuando estábamos subiendo, al microbús se acercó un joven; dijo que nos podía acompañar al siguiente lugar y contarnos más de lo que allí sucedió hace años. Aceptamos el ofrecimiento, y desde que subió al vehículo nos comenzó a contar la historia como si él hubiese estado allí, a pesar de su corta edad.
Manejaba datos importantes, como el hecho de que, después del interrogatorio a los pobladores, los soldados descubrieron que allí no había guerrilleros, como les habían dicho; pero sí hombres de todas las edades, una señal de que los insurgentes no habían reclutado a nadie en el lugar.
«Un soldado —que parecía estar al mando—hizo una llamada a “alguien importante”, quien suponen era Monterrosa. Le comentó que en aquel lugar no había guerrilleros, que era gente común, trabajadores del campo; que no encontraron indicios de que colaboraran con los rebeldes. Sin embargo, la orden fue tajante: “Mátenlos a todos”. “Pero, aquí hay muchas mujeres… niños” —dijo el receptor—. “¡Acaso no tienen los h… suficientes! Si regresan sin cumplir la orden, los muertos serán ustedes” —les respondió—». Cuentan que algunos soldados se drogaron o embriagaron para ir a la acción y soportar la culpa. «Se llevaban las mujeres a los cerros y allí las violaban», dice Pedro, nuestro acompañante, mientras señalaba hacia lo lejos.
Hemos llegado al siguiente destino, el monumento más grande construido en El Salvador. De repente, uno se siente como en otro mundo. Se respira paz en un lugar en el que en una época sucedió una guerra fratricida. Es por eso que, justo en la entrada, en lo alto del cielo, hay una estatua de Cristo con las manos extendidas y las palabras «Mi paz les dejo, mi paz les doy».
Cuatro estatuas rodean al Cristo de la Paz: la de la madre Teresa de Calcula, de Juan Pablo II, de Martin Luther King y de Mahatma Gandhi. Pero el monumento no es solo eso. Al lado tiene otra estatua, la de Francisco de Asís con un niño. Estas esculturas son de tamaño natural, hechas de fibra de vidrio. Agentes de la policía permanecen en el sitio para protegerlas. Según Pedro, el lugar se llama «Monumento a la Paz y la Reconciliación».
Los jardines se extienden a los lados del monumento, donde hay otra figura: la Virgen María con Jesús recién bajado de la cruz. Pero la efigie más representativa está ubicada en una montaña, al frente, que parece invitarnos a subir; nos espera con los brazos abiertos. Emocionados, todos, subimos a lo alto de la montaña y encontramos en la cima a monseñor Romero, solo a él, y el amplio paisaje; extiende sus manos al horizonte, con la vista hacía el monumento.
El viaje sigue. Nadie ha comido nada, pero eso no importa; la experiencia para todos es inolvidable. Agradecemos a Pedro por su compañía y los relatos. Yo lo invito a escribir su versión de la historia, que, recogida de retazos de otros que seguramente ha escuchado, podría armar un poco el complejo rompecabezas del fratricidio.
Llegamos al río Sapo. Se dice que este es el más limpio del país porque no recibe aguas negras; es un río caudaloso o, al menos, quizás en una época lo fue, así como también fue testigo de los asesinatos y del dolor que lavaban las viudas, madres e hijas de los muertos en sus aguas.
Es imposible resistir bañarse en el Sapo. Aunque el agua es muy fría, su cristalinidad invita a sumergirse. Algunos de los viajeros lo hacen y disfrutan el momento, otros deciden preparar comida. Luego nos despedimos del generoso río, que más bien parece, de lejos, una verde y serpenteante culebra entre las montañas.
Celajes de despedida
Son las tres de la tarde. Nos queda una hora para poder visitar el Museo de la Revolución en Perquín. Juan —uno de los guías del museo— siempre nos recibe amablemente.
El recorrido comienza por una sala donde Juan nos explica los motivos por los cuales inició el conflicto armado. Recostada en la pared, una niña de unos 12 años sostiene a su pequeño hermano entre sus brazos. Ambos reflejan la pobreza en la que muchos vivían, situación que en la actualidad tampoco ha cambiado; peor aún, ha crecido.
Luego nos muestra las armas y las técnicas que usaban para hacer la guerra. Todo el registro histórico está apoyado con fotografías y artefactos: bombas, granadas, fusiles y ropa. Cada una de las salas es una historia desde el inicio, desarrollo y fin del conflicto.
Llegó el momento que nos ‘encontremos’ con un viejo conocido: el coronel Domingo Monterrosa. Juan nos cuenta cómo la guerrilla puso fin a su legado. «Monterrosa tenía una obsesión: el transmisor de Radio Venceremos [una de las radios clandestinas de la insurgencia]. A través del tiempo, los guerrilleros habían logrado esconderlo de diferentes maneras. Había veces que este pasaba a la par de él y no lo encontraban [se ríe]. Monterrosa se sentía burlado y también molesto, porque fue la radio la que por primera vez denunció la masacre en El Mozote; y esto dejaba mal parado al Gobierno ante los organismos de derechos humanos.
»Entonces se ideó un plan: “Si Monterrosa quiere el transmisor, el transmisor, se lo vamos a dar”. Se filtró información en el Ejército de que por fin se había encontrado el aparato. Los guerrilleros fingieron haberlo abandonado. Inmediatamente se le comunicó la buena noticia al coronel, quien armó una comitiva para hacer el reconocimiento del aparato.
»Y así sucedió. Monterrosa llegó con un aire triunfante, y confirmó que sí, que era el tan anhelado transmisor de la Radio Venceremos. Lo subió al helicóptero en el que se irían él y la comitiva. Despegaron y, a unos metros de altura, … ¡Boom! Todo había sido una trampa.
»Esta fue la operación Caballo de Troya. En realidad, nunca se le entregó el verdadero transmisor. A los pocos minutos de sucedido el atentado, la Venceremos anunció la muerte de Monterrosa. Quien a hierro mata, a hierro muere» —concluye Juan.
La evidencia de la historia es clara. Ante nuestros ojos está el helicóptero destruido donde murió Monterrosa y todos sus acompañantes el 23 de octubre de 1984, a cinco kilómetros de El Mozote. Si bien es cierto que soldados bajo su mando lo tildan de que era «cosa seria» a la hora de matar, también reconocen que fue un líder nato. Muchos, hasta en estos días, lo ven y defienden como un héroe nacional.
El recorrido termina justamente en uno de los lugares que fuera locación para transmisión de Radio Venceremos. Allí se encuentra el famoso transmisor, el original. En las paredes hay muchos agujeros de disparos y mensajes ocultos en el piso. Al fondo, en la puerta de salida, se encuentra la misma niña que encontramos al iniciar el recorrido. Esta vez es a su hijo al que tiene en brazos, aunque su carita, y quizá su edad, continúe siendo la de una niña.
El sol se está poniendo, es hora de partir. Todos estamos agotados. Es un viaje cansado, pero que vale la pena. Ver los celajes de despedida del sol en esos parajes es algo hermoso. Pero mi mente sigue en el jardín de los 140 niños y niñas masacrados, quizás alguno de ellos hubiese sido un personaje importante en la historia. No, todos ya son importantes: representan un pasado que nunca se debe olvidar y menos repetir.
Aclaraciones al lector
Esta nota no pretende ser una investigación, y menos sentar un debate ideológico sobre quiénes fueron los buenos y los malos en el conflicto armado. Se escribió con el objetivo de relatar, brevemente, la historia de personas que murieron en una guerra de intereses, una guerra donde los más dañados fueron los niños; almas totalmente inocentes. Esa guerra que provocó el quebrantamiento de nuestra sociedad.
La historia está ahí, y se ha revivido en parte en estas líneas por la necesidad de recordarnos que tenemos una deuda pendiente con estas y tantas otras personas que murieron por causas injustas. Es cierto que muchos de los que ahora viven en el lugar ya no son parte de las familias afectadas en aquel momento, porque estas se fueron de El Mozote buscando la paz y, seguramente, el olvido.
La Comisión de la Verdad registró, en tan solo tres meses, más de 22 000 denuncias de graves hechos de violencia ocurridos entre 1980 y 1991, de los cuales casi el 60 % correspondió a los ejecutados por efectivos de la Fuerza Armada. Sin embargo, el Gobierno de entonces —y el de turno— poco o nada han hecho para juzgar a los culpables.
Este es un resumen de muchos relatos de abuelos, padres, hijos. Nunca sabremos con exactitud cómo fueron aquellos aciagos días (8-14 de diciembre de 1981). Pero sí debemos estar conscientes de que nunca debemos olvidar que ellos, los mártires, no han muerto, están con nosotros y la humanidad entera.
(Publicado en la revista digital ContraCultura en el 2015.)