Dalton identifica dos tipos de poesía comprometida. Una poesía para el pueblo, que está escrita en las claves inteligibles por el pueblo, con los símbolos inmediatos de la cultura popular y en el lenguaje coloquial que pueda ser accesible de forma inmediata el “hombre común”,afirma el investigador social, economista y escritor Alberto Quiñónez Castro, en este ensayo sobre una de las facetas menos estudiadas de Roque Dalton, la faceta de teórico
Alberto Quiñónez Castro / Investigador social, poeta y ensayista
Introducción
La faceta teórica de Roque Dalton es quizá la menos conocida de este autor. Es ampliamente conocida su faceta como escritor, como poeta, como novelista a pesar de haber escrito sólo una novela y una novela-testimonio, su papel como intelectual en diversos países al servicio de la revolución, su faz como militante comunista y como miembro de la guerrilla que habría de asesinarlo en 1975 en El Salvador. Pero de toda su obra escrita, es poco lo que se ha dado a conocer de su obra ensayística y teórica; lo que se conoce sobre todo es su poesía, en lecturas algunas veces poco críticas y alumbradas principalmente por cuestiones biográficas.
La temprana muerte del autor fue quizás el principal impedimento para coronar una carrera, ya de por sí prolífica, que pudiera ahondar en algunas cuestiones teóricas o con cierta finalidad teórica. Pero ya decía Lenin, a quien Roque por cierto dedica uno de sus libros, que es más agradable vivir la experiencia de la revolución que escribir sobre ella. Fiel a su ética revolucionaria, prefiere volver a El Salvador y abandonar el trabajo intelectual. Los textos de Dalton en los que puede sondearse una aspiración teórica son precisamente los de la década que antecede a su asesinato, podría decirse, para redondear, la década de los sesenta, cuando el autor se encuentra exiliado en Praga y luego en Cuba, formando parte del equipo de Casa de las Américas.
En efecto, una lectura de los ensayos de Dalton permite entrever una faceta teórica nada despreciable. Eso no quiere decir, por otro lado, que es posible encontrar en Dalton un acendrado teórico; quiérase o no, su vocación de escritor, de artista, se impone. Más bien aquella faceta está constituida por destellos, por esbozos de cierta genialidad, siempre característica en Roque Dalton, por jirones de lucidez que permiten ver algunas vetas teóricas que tienen la relevancia de alumbrar a su vez algunos problemas de su tiempo y del tiempo presente. Por eso se ha preferido caracterizar este escrito acerca de Roque Dalton como teórico, y no de la teoría de Dalton acerca de temas específicos.
Es en este sentido que se pretende hacer un primer ejercicio de desbroce del terreno, en el entendido de que es sobre todo un desbroce bibliográfico de los textos de Dalton y de algunos de los estudios que se han hecho sobre su obra. En particular se han analizado tres de sus libros de intención claramente teórica o científica: El Salvador. Monografía, Profesión de sed, e Imperialismo y revolución en Centroamérica. La mayoría de este material es aún poco conocido en El Salvador pues, de hecho, los textos que los conforman fueron publicados originalmente en México o en Cuba, especialmente en la revista de Casa de las Américas.
El presente ensayo se ha estructurado en dos partes. La primera referida al ámbito de la literatura y del análisis cultural. La segunda, al ámbito de la política y de la revolución. Sin duda hay importantes vacíos y algunas limitaciones; lo que no empaña el objetivo de aproximarse a un aspecto siempre olvidado o marginado de Roque Dalton y es su aspiración más profunda como intelectual y revolucionario: construir algo más que un pensamiento coyuntural y contingente. Estudios posteriores con mucha seguridad podrán solventar las deficiencias de este escrito por demás introductorio.
Ámbito literario y de la cultura
En una serie de ensayos publicados por Ocean sur bajo el título de Profesión de sed, es posible rastrear algunos de los destellos teóricos de Roque Dalton. Se ponen de relieve a continuación algunos de los puntos más importantes en el plano de la teoría literaria y de la reflexión cultural. Vale decir que, aunque estos puntos se comprenden mejor a la luz de los debates de aquel contexto socio cultural, como por ejemplo, el gran rompe aguas que supuso la Revolución Cubana,
Acerca de la cultura, llama la atención que ya Dalton usa la categoría “transculturación” y no “aculturación”, más difundida ésta entre los estudios antropológicos. “Transculturación” es un término acuñado por el cubano Fernando Ortiz, que poco a poco fue siendo incorporado al corpus de la ciencia antropológica, a pesar de la reticencia inicial de grandes figuras de la antropología como Malinowski. El término fue lanzado por Ortiz en uno de los ya clásicos textos latinoamericanos: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de 1940. Para cuando Dalton escribe sus ensayos, probablemente entre la intelectualidad cubana ya el término contara con suficiente difusión y aceptación; no así en el resto de Latinoamérica. Transculturación será un término que después hará muy famoso en los estudios literarios el crítico uruguayo Ángel Rama, a principios de la década de los ochenta con su libro Transculturación narrativa en América Latina. A mediados de los sesenta, Dalton usa ya la categoría de transculturación de forma muy suelta y cabal.
Pese a ello, en Dalton todavía es posible observar una perspectiva moderna y homogeneizadora, hasta cierto punto unificadora de la cuestión de la identidad cultural. Si bien Dalton reconoce, con Lenin, que la cultura de una sociedad es sobre todo la cultura de los dominantes y no de los dominados, la cultura de los explotadores y no de los explotados (con lo que se podría plantear la cuestión de la hegemonía en un sentido gramsciano), Dalton no da suficientes indicios que permitan caracterizar su postura como una que reconozca la diversidad y el dinamismo de la sociedad en su conjunto y dentro de los grupos que la componen, por ejemplo, en el caso de las clases sociales o de las capas de “dominados” y “dominadores”, por usar un término más amplio pero a la vez más difuso.
Lo cierto es que al interior de cada una de esas capas de la sociedad hay sub capas de culturas, yuxtaposiciones, diferencias, contradicciones, antagonismos, es decir, todo aquello que da más una idea de heterogeneidad, que de unificación. Por ejemplo, en las culturas precoloniales es falso pensar que existía una sola identidad cultural entre los mayas, una cultura maya, o entre los aztecas una cultura azteca sin contradicciones, sin fisuras, que era una cultura que se encontraba por encima de las dinámicas de dominación y subyugación, condiciones que le son impuestas sólo tras la llegada de los colonizadores. Tales culturas ejercían en su tiempo, en sus regiones de influencia y con sus posibilidades materiales, cierta condición de dominación sobre otros pueblos, que a la vez tenían identidades culturales diversas. La sola configuración étnica del territorio y de la población salvadoreña es testimonio de esa diversidad cultural. En las condiciones generadas por la colonia o por el capitalismo, esa heterogeneidad entre los dominados no desaparece, sino que se amplifica.
El campesinado, la población obrera, los indígenas en su gran diversidad, las particularidades que doscientos años de políticas nacionalistas han creado entre pueblos de diferentes Estados, entre otros aspectos, son ámbitos en donde operan diferentes identidades, que difícilmente pueden ser aunados de forma tajante bajo la categoría de “cultura de los dominados”; ésta sólo puede aparecer por oposición a la cultura de los dominadores, siendo que ésta sí tiende a cierta homogeneización en cuanto que es la ideologización de una visión particular de mundo, la visión de los dominadores, que no admite fisuras ni contradicciones. Es la ideologización, la conversión en instrumento de dominio de una ideología. Y aun así, la identidad de los dominadores tiene sus puntos de fuga, sus manifestaciones antagónicas. Por ello, es poco factible el planteamiento de una “identidad” o “personalidad” unificadora de los pueblos centroamericanos, que es a los que se refiere Dalton.
Con todo, Dalton reconoce el origen de la cultura latinoamericana como la simbiosis de dos tradiciones culturales que no dan un resultado mecánico, por un lado la herencia precolombina, diferentes en cada área de las grandes culturas originarias (azteca y maya en el corredor mesoamericano; inca en la región andina), y por otro, la herencia española, castellana, que se trasladó a América en el periodo de la conquista y la colonización y que ha fungido como polo dominante desde entonces, con todo lo que ello implicó: instituciones, religión, mitologías fundantes, idioma, tramas simbólicos, entre otros. Tal combinación ha dado lugar a una cultura mestiza, a un mestizaje que además ha venido actualizándose con el avance del capitalismo en la región latinoamericana. El mestizaje es para Dalton la urdimbre en que recalan diferentes formas de ser en el mundo, diferentes formas de asumir ese mundo, pero no por diferentes, no por contradictorias, aparecen de forma separada: el mestizo es tal porque en su seno aparecen aspectos contradictorios unificados en un solo espíritu.
En el mismo ensayo sobre Vallejo, en el que vale decir Dalton califica a Vallejo como el más grande poeta que ha dado Latinoamérica, Dalton señala como uno de los más grandes aciertos del peruano, su uso del lenguaje, casi se podría decir, la forma en que Vallejo domeña, pone a su servicio al lenguaje de una forma radical. Vallejo, que había publicado cuarenta años antes, a principio de la década de los veinte, uno de sus trabajos más señeros y revolucionarios en términos estilísticos, Trilce, ha puesto, según Dalton, al lenguaje en una dirección humanizada. No se trata de hacer juegos con o del lenguaje, sino de darle nuevas funciones que estén a la altura de las necesidades de los seres humanos en una época en que el sojuzgamiento de las mayorías es la regla general.
Hay que recordar al Vallejo de Poemas Humanos: “amadas sean las orejas sánchez”, con toda la particularidad fonética que el verso genera, y que es el mismo Vallejo que habrá de suscitar en Trilce una postura tan radical al decir: “Oh estruendo mudo, odumodneurtse”. Es un Vallejo que pone al lenguaje al servicio de la poesía, que trasciende el lenguaje en función de un resultado mayor: el acto poético. Pero la poesía sirve a su vez a un fin mayor: la emancipación humana. De ahí que el lenguaje no sea un fin en sí mismo, un ámbito que deba permanecer fijo, incólume, que merezca el respeto total, la divinización absoluta. Como todo producto humano, el lenguaje es –o ha de ser- un producto del ser humano y un producto para el ser humano. Atribuirle funciones fijas, cualidades transhistóricas, más allá de las necesidades humanas concretas, es nada más que fetichismo. Vallejo y Dalton parecen comprender eso. Por tanto, el lenguaje ha de servir para el ser humano, y en las sociedades en que la dominación es la condición política prevaleciente, el lenguaje ha de ser humanizado, puesto en su justo lugar como un arma para la emancipación. Por eso, parece que Dalton podría estar más cerca de las posturas actuales en que el lenguaje se pone al servicio de causas políticas, de las posturas que politizan el lenguaje (como el feminismo), que con aquellas que tratan de mantener una anacrónica defensa conservatista del lenguaje. Walter Benjamin sostuvo que ante la estetización de la política, la izquierda habría de responder con la politización del arte; se podría decir que, ante la comunicatización de la política, habrá de responderse con la politización de la comunicación, y, por ende, del lenguaje como la materia prima de esa comunicación.
Dalton habrá de decir sobre Vallejo: “Por medio de un nuevo trato de los vocablos, estos toman lugares, funciones y (suponemos que no será demasiado decir) actitudes inauditas en castellano. Las palabras, provistas de nuevos papeles en el drama de la construcción poética, quedarán aptas para multiplicar su función en el futuro”. Precisamente, la desacralización del lenguaje, permite convertirlo en un acicate político de la emancipación. De eso se trata: de humanizar la poesía, y el arte en general, haciendo estallar los moldes que prefiguran funciones deshumanizadas del lenguaje y del arte. Hacer nuevas las cosas es la tarea de la revolución; por tanto, no se trata sin más de darle un giro al uso lenguaje, de hacer reformas con ese lenguaje muchas veces lejano de la humanidad misma, sino de revolucionarlo, de acercarlo a la humanidad y de ponerlo a su servicio. No es el ser humano al servicio de un lenguaje anquilosado, es el lenguaje como fuerza viva al servicio de los fines que la humanidad misma se traza para sí misma.
Otro aspecto a mencionar es el debate acerca de la poesía. La claridad comunicativa de la poesía ha sido un aspecto de debate que tuvo alguno de sus mejores momentos en el auge de la poesía coloquial o conversacional, entre las décadas de los sesenta y setentas. El debate se plantea en torno a la cuestión de si la poesía debe ser sencilla o debe ser compleja, si debe ser clara o debe ser oscura. Para Dalton, la cuestión se plantea más allá: cuál es el deber de la poesía, lo que habrá de alumbrar la paradoja acerca de sus medios, de su forma. La pretensión a priori de ser claro o de ser oscuro, alude a una postura poética de inicio deformada. No se trata de aspiraciones formales solamente, sino sobre todo a cuestiones éticas y estéticas: a qué debe aspirar la poesía en sociedades dependientes y atrasadas como las sociedades latinoamericanas, cuál es el peso de esos productos, como productos culturales, en el acumulado de productos culturales de la humanidad.
Dalton llama la atención acerca de la necesidad de un nuevo arte; y, por tanto, también de una nueva estética. Eso no significa negar, por un lado, el cúmulo de adelantos culturales que ha significado la creación en las épocas anteriores de la humanidad, pero si es importante reconocer que estas formas de creación también han sido pergeñadas por una ética de la creación que mantiene la diferencia entre el artista y el pueblo como un receptáculo pasivo. En algunos lugares, Dalton señala la debilidad con que, a dichas alturas, los autores, artistas y teóricos, aún deban manejarse con las categorías y conceptos propios del idealismo, de las estéticas liberales, por usar un término también al uso. Las categorías del idealismo parecen insuficientes para enfrentar las nuevas realidades, pero, vale señalar, también las categorías del marxismo parecen no estar a tono, si no ¿por qué no recurrir precisamente a ellas para explicar los fenómenos de la realidad estética?
Para Dalton, la poesía debe contribuir a la emancipación humana y el poeta, como el sujeto hacedor de la poesía, debe asumir ese reto. Este reto no significa hacer una poesía panfletaria, en donde de forma llana se expongan las condiciones de explotación, marginación, subyugación, en que las masas se desenvuelven. Más bien implica evidenciar creativamente las contradicciones del mundo moderno. No se trata de hacer una poesía de propaganda, una poesía mimética, en que el poema sea el mero reflejo de la realidad inmediata. Ese papel lo cumple mejor, vale decir, la ciencia y de forma más profunda, en un ámbito mucho más integrador también lo cumple la filosofía; la poesía, entonces, no puede contentarse en hacer digerible la patencia de esas condiciones para las masas. Debe aspirar a más: la poesía, como el arte en general, debería aspirar a que, a través de los productos artísticos, pone al desnudo las contradicciones materiales y espirituales de la sociedad, pero no lo hace de forma explícita, revelando de tajo el contenido, sino que lo hace a través del juego de las formas. Es la forma entonces la esfera en que el poeta ha de manifestar la posibilidad creadora, la potencia del arte, pues el contenido se puede considerar que está dado por las circunstancias.
En ese sentido, es comprensible que el papel del poeta no se contente con ser mediador de la comunicación propagandística; de ser el transmisor de las ideas del partido o de la clase, sino que ha de tomar esas ideas, así como las condiciones materiales de la sociedad y hacer con ellas, obras que desde la novedad de la forma logren contribuir al cuestionamiento de la realidad y a la realización espiritual de los seres humanos. El poeta no es un pequeño dios, al decir de Huidobro, es ante todo un obrero, como sostuvo Maiakovski, pero no por ello su trabajo pierde su especificidad, su trabajo como trabajo concreto, como trabajo creador de valor de uso debe ser reivindicado como una pieza esencial del trabajo por una sociedad nueva. En ese trabajo, cabe reiterar, no se trata de hacer de la poesía un mero reflejo, sino de convertirla en lámpara que permita al ser humano encontrarse con el mundo y reencontrarse consigo mismo.
En cuanto al papel de la poesía, Dalton, sostiene que “el poeta debe ser fiel a la poesía”. En ese sentido, aunque ya se ha dicho que la poesía y el poeta deben asumir un rol ético, más allá del arte mismo, asumiendo a su vez un papel en la gran tarea de la emancipación humana. Para Dalton, el papel del poeta no puede dejar de ser un compromiso con la naturaleza de la poesía, que es la belleza (entendida ésta en un sentido dialéctico). Así, podría entenderse que para Dalton resulta factible la máxima establecida por Sánchez Vázquez: “el arte puede ser un arte revolucionario, a condición de que sea arte”. La poesía puede pues cumplir una función más allá de la poesía bajo la condición de ser poesía, de ser una praxis creadora, de ser arte. No puede pensarse en una poesía revolucionaria que no cumpla su función poética, su función alumbradora, creadora, su función como obra de arte, como producto humano que a la vez humaniza y crea. Dice Dalton: “El poeta es tal porque hace poesía, es decir, porque crea una obra bella. Mientras haga otra cosa será todo lo que se quiera, menos un poeta”.
Tal postura no es reductible, como se entenderá, a una postura del “arte por el arte”, del poeta que se justifica a sí mismo a partir de la mera obra; a propósito del lugar del poeta en la sociedad, para Dalton resulta claro que la poesía ha de convertirse en un arma y el poeta en un combatiente. La poesía y el papel del poeta como intelectual sólo puede entenderse históricamente, es decir, como realidades históricas, como sujeto y actividad situados en un momento histórico determinado, con especificidades que remiten al lugar y al tiempo, a las condiciones materiales y espirituales de la sociedad. Así, para Roque resulta claro que el papel que juega el intelectual, el poeta, en una sociedad que ha hecho la revolución y que construye el socialismo, como el caso de Cuba, es distinto al papel de conciencia crítica frente a casi todo en una sociedad burguesa. Ello no significa que, en las sociedades socialistas, en los proyectos de transformación social, el intelectual pierde su capacidad crítica. Al contrario, está debe ser ejercida con el encono necesario para hacerle frente a las taras de la realidad, pero eso no puede significar que esa crítica va a situarse y por tanto a ejercerse desde una condición abstracta, en la que se critica desde un marco de valores ideales, desde proyectos o programas que no tienen un anclaje en el marco de las posibilidades reales de esa sociedad.
Por ello, el intelectual se ve acotado por dos márgenes: por un lado, el marco de lo ideal-utópico, que sirve como instancia de formación de las exigencias de transformación de la sociedad, y desde el cual se desarrolla la crítica a las sociedades capitalistas modernas; y, por otro lado, el marco real-posible, desde el cual se construye activamente la nueva sociedad en el seno de las posibilidades dadas por las condiciones materiales y espirituales y que debe ir en ascenso. Ahora, surge el problema de que el intelectual se ha mantenido históricamente en una suerte de burbuja que gravita al margen de la sociedad, o al menos al margen de la política y de la vida cotidiana de las masas. En ese sentido, el intelectual debe ser pensado también como un trabajador, como un sujeto práxico, como un hacedor de la realidad; que en las sociedades burguesas su papel haya sido relegado al de ser parte de la industria del entretenimiento no desdice su rol como intelectual en un sentido gramsciano. Maiakovski, al calor de la revolución rusa, ha de sostener, por ejemplo, que el poeta es también un obrero, un orfebre que trabaja con palabras, lo que por tanto tiende a difuminar la frontera que la modernidad levanta entre el artista y el “hombre común”. El poeta debe asumir pues que su especificidad no es un privilegio, sino una condición que le impone a la vez una obligación: resguardar, salvar el momento presente del torbellino de una historia que oprime, “guardar para otros hombres el tiempo que nos toca”.
Esto no niega, cabe aclarar, el papel específico, el trabajo concreto desarrollado por el intelectual, por el artista, por el poeta. Esa especificidad es reconocida precisamente como trabajo concreto en un sentido marxista, pero no como creador de valor abstracto, mucho menos como vehículo de una forma específica de valor, como es la plusvalía. La reivindicación de la forma específica del trabajo y del producto artístico o intelectual, no debe conducir a la elevación de barreras entre distintas formas de trabajo, sino solamente al reconocimiento del papel específico del intelectual en la coordinación y distribución social del trabajo. Maiakovski, al calor de la revolución rusa, habría de plantear que el poeta es también un obrero, un obrero que trabaja con la materia prima que son las palabras; es decir, el trabajo intelectual se asimila al trabajo manual del obrero en las fábricas o del campesino en la tierra, se asimila precisamente porque son creadores de valores de uso que satisfacen necesidades fundamentales del ser humano, que coadyuvan al mantenimiento de la sociedad y a su transformación. Como tal, el intelectual, el poeta, no se encuentra por encima de las masas trabajadoras, simplemente desarrolla un trabajo específico, particular, pero que es, como todo trabajo, productor de valores de uso, “intercambio de energías entre el ser humano y la realidad objetiva”, tal como definiría Marx en El capital.
En las sociedades burguesas, el papel del intelectual como conciencia crítica debe también emparejarse con el papel con la lucha material por la emancipación humana, con la “crítica de las armas”, como podría decirse con Marx. Para Dalton este punto es al parecer irreductible, lo que no sólo se vislumbra en sus textos sino sobre todo en la ética que lo empujó a tomar las armas en la lucha revolucionaria salvadoreña, de la que es mártir. Para Dalton, el intelectual debe hacer la lucha contra los mecanismos de dominación de la sociedad burguesa, el intelectual, para esa sociedad sólo puede ser un enemigo, si ha de ser un intelectual auténtico, como lo escribiera en el parágrafo a sus Poemas clandestinos. El intelectual no es un ser puro que se eleve por encima de la sociedad y para el cual estarán destinadas las tareas ideológicas, discursivas, de representación del movimiento o frente de lucha, el que debe permanecer al margen de las tareas cotidianas, grises, tediosas o crueles de la revolución. El intelectual debe proletarizarse hasta el punto de participar materialmente en la lucha por la emancipación, es decir, debe tomar en sus manos la lucha del pueblo y estar dispuesto al sacrificio.
La postura de Dalton es radical, sin ambages. En uno de los Poemas clandestinos habrá de decir, siguiendo al Che, que la revolución no sólo necesita hombres que estén dispuestos a morir por ella, sino también hombres que estén dispuestos a matar por ella, a tomar un nido de ametralladoras por ella. En un encuentro con Ernesto Cardenal que es reseñado en un artículo de la selección ya citada, Dalton reafirma ese punto: la necesidad de darlo todo por la revolución, incluso el sacrificio de trasgredir una máxima ética de primer orden para todo comunista: no matarás. Aquí se entronca de forma ineludible la reflexión literaria con la reflexión política. El papel de los intelectuales ha de ser conformar la vanguardia artística, pero también contribuir a la transformación social a través de la revolución, y ésta a su vez no se puede realizar de forma pacífica y sin contradicciones, no se puede enfrentar al poder hegemónico con abrazos y buenas intenciones. Por eso la violencia, en las sociedades modernas y en contra del poder dominante del capital (y al que habría que añadir: el poder hegemónico racial, de género y colonial), se vuelve un mal necesario para llevar a cabo las transformaciones necesarias.
Si el intelectual ha de hacer la crítica de las armas, no por ello debe descuidar al arma de la crítica, lecho natural por antonomasia de su ejercicio profesional. Es decir, que no porque el intelectual se convierta en militante, deja por ello de ser intelectual; así como el obrero o el campesino, el trabajador en general, no deja de tener un trabajo concreto, como obrero o como campesino, por el hecho de que sea un obrero o campesino revolucionario. Ahora, a diferencia del obrero o del campesino, el hacer específico, el trabajo concreto del intelectual, es el arma de la crítica, es decir, la construcción teórica o artística que en cuanto tal busca superar la realidad material dada, ese trabajo concreto debe ser hecho, la obra de arte revolucionaria debe ser producida, no ya como mercancía sino como valor de uso. El intelectual ha de enfrentar al aparato ideológico del enemigo de clase, desnudar la realidad en sus contradicciones fundamentales desde el campo de su praxis que es el arte.
En este sentido, puede decirse que para Dalton la poesía auténtica es aquella que asume un compromiso con la transformación de la realidad, y no solamente en términos abstractos, sino con la transformación emancipatoria para las clases oprimidas. La poesía, como obra intelectual, sólo habrá de dar todo de sí en la medida en que sirva como instancia de emancipación de las clases oprimidas, de las mayorías populares que en el momento actual sufre las condiciones de explotación del capital, la amenaza imperialista, las crisis múltiples de la modernidad, entre otras cosas. Pero, vale decir también que Dalton, a pesar de que defiende la poesía como vehículo de la razón popular, no avanza hacia el planteamiento de una poesía participativa, colectiva, en la que el receptor sea parte de la misma praxis artística. Para Dalton, las masas se empoderan con la poesía en el momento del consumo, la asimilación de la poesía se da por vía consuntiva. Por lo que la forma en que las masas participan de la poesía es a través de una participación consuntiva.
Dalton identifica dos tipos de poesía comprometida. Una poesía para el pueblo, que está escrita en las claves inteligibles por el pueblo, con los símbolos inmediatos de la cultura popular y en el lenguaje coloquial que pueda ser accesible de forma inmediata el “hombre común”. Otra poesía es la del pueblo, que no necesariamente está hecha para que sea difundida de forma masiva, o para que sea comprendida de forma inmediata por las masas populares; eso no significa que esa poesía no ponga de manifiesto las condiciones de sometimiento en que se mantiene a las clases populares. Pero esa develación no la hace necesariamente a través del contenido, del mensaje, no es una comunicación inmediata. Como ha sostenido un gran teórico marxista latinoamericano, Adolfo Sánchez Vázquez, al respecto de la pintura: el arte no sólo manifiesta un mensaje, sino también una forma de relación del ser humano con el mundo. Así, la poesía no sólo es vehículo de un mensaje explícito, sino que ella toda manifiesta la forma en que el ser humano está relacionado con el mundo moderno.
En las sociedades burguesas contemporáneas, la relación del ser humano con su sociedad y, en general, con el mundo, tiende a ser una relación unidimensional, como ha señalado Marcuse, una relación de carencias. La poesía ha de poner eso de manifiesto no sólo diciéndolo explícitamente sino planteando dicho problema a través de su forma. El mismo Dalton sirve de testimonio para dar ejemplo de ello: en el poema Taberna, de su libro Taberna y otros lugares, confluye una diversidad de voces, con distintos tonos, distintos matices y diferentes posiciones ideológicas, que dan cuenta de la diversidad misma de percepciones y vivencias de la juventud praguense acerca del socialismo. Ello, más allá del mensaje, da cuenta a través de la forma de una situación social: las contradicciones inherentes a la lucha por la transformación social. La polifonía de “Taberna” es la polifonía de la sociedad, la multiplicidad de voces y percepciones que aparecen en el devenir de la construcción de la sociedad.
La relación con la tradición es en esencia una relación crítica, que no da concesiones a la herencia cultural, pues esa herencia es también una herencia de dominación, por eso precisamente hay que romper con la tradición cultural que ha coadyuvado a sostener una forma determinada de dominación de las masas. En este sentido, Dalton asume una posición muy propia de las vanguardias modernistas europeas, que intentaron rescribir desde una interpretación sui generis a su propia estética la historia cultural de sus pueblos. En ese sentido, por ejemplo, es que son entendibles los exabruptos de Dalton con personajes como Alberto Masferrer, al que no duda de tildar de viejuemierda, y es entendible precisamente porque parte del hecho de que la relación con la tradición (en este caso, literaria pero también política), es una relación crítica, que debe asumir la tarea de constituir un punto de partida de la cultura nacional y la de construir una sociedad nueva. En este punto, Dalton es radical, en cuanto señala que la nueva cultura, la cultura de la sociedad porvenir, ha de cortar de raíz la tradición burguesa, la tradición que es manifestación de una situación de dominación.
Pero no toda la herencia cultural es negativa. Ya se señaló anteriormente que Dalton reconoce, con Lenin, que hay otra cultura al interior de una cultura dominante, o más bien debajo de una cultura dominante, y es la cultura de los dominados. Con esa tradición de resistencia Dalton parece sentirse cómodo al establecer no sólo nexos de continuidad literaria o política, sino también moral e ideológica, como reclama para sí al considerarse “ultraizquierdista” (ahí sí, contra Lenin, o al menos contra el Lenin que no se quiere ultraizquierdista). La relación con la tradición habrá de complejizarse, habrá de tensarse al máximo, tras la experiencia cubana. En un coloquio con intelectuales cubanos y latinoamericanos, acaecido en La Habana, Dalton es uno de los que más radicalmente plantea el problema de la relación del intelectual en la nueva sociedad, hace autocrítica de su pasado como escritor formado a las faldas de la burguesía, entre otras cosas, por lo que acepta que difícilmente puede ser un intelectual plenamente socialista. Si esa problemática se plantea con quienes son coetáneos en la construcción socialista, mucho más contradictoria resulta la relación con autores, obras, movimientos, que en la tradición de un pueblo han estado fuera del marco axiológico de las izquierdas modernas, del ala socialista.
Otro punto en el que destaca Dalton es en la íntima relación que tiene la política con su reflexión estética y literaria. Por ejemplo, al analizar el boom y las tendencias de la literatura a inicios de la década de los setenta, Dalton no parte de un plano análisis literario, sino incluso de aspectos propios de la geopolítica latinoamericana. De ahí que el análisis literario esté matizado por el análisis político.
Para Dalton, el intelectual tiene una responsabilidad para con su tiempo y para con su pueblo, ha de hacerse responsable de las luchas por la emancipación, por lo que se adhiere a las tendencias de la vanguardia política que sostenían que no puede haber una literatura al margen del hacer político. No puede haber vida intelectual que se mantengan por encima o al margen de la vida política.
Referencias bibliográficas
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Alberto Quiñónez Castro. Investigador social. Economista por la Universidad de El Salvador (UES), maestro en derechos humanos por la Universidad de San Martín (UNSAM) y doctor en filosofía por la Universidad Centroamericana de El Salvador (UCA). Poeta y ensayista. Ha publicado: Hierro y abril (Editorial Equizzero, 2014), Del imposible retorno (DPI, 2018), Poemas del hombre incompleto (DPI, 2019).