La voz, la muerte y lo que queda

Ensayo sobre la muerte y la poesía de Edenilson Rivera

Dice Edenilson Rivera, autor del poemario Fabuladora de las nubes: «Así pues, hoy me pregunto qué nos queda de una voz cuando se va. Qué nos queda aún a nosotros que seguimos en el mundo. Por qué esperamos lo improbable cuando creemos que hay algo más allá de la finitud vital»


Edenilson Rivera | Poeta, licenciado en Letras y ensayista


Siempre está ahí la muerte: parece exhalarnos su aliento, aunque no la vemos. Sin embargo no quiero llamarla si la nombro ni quiero ser mal augurio para «el otro». En qué perdura todo lo que se acaba. Me lo pregunto a menudo. Pero cómo puede continuar aquello de lo que no tenemos certeza. En algún momento —hay cosas que solo se intuyen porque sí o le vienen a uno de alguna parte— creía presentir algo que se me anunciaba, algo que había pensado muchas veces, que me invadía la cabeza, acerca de que me era inconcebible que pudiese terminar la vida. «No puede ser así», me decía. Así pues, hoy me pregunto qué nos queda de una voz cuando se va. Qué nos queda aún a nosotros que seguimos en el mundo. Por qué esperamos lo improbable cuando creemos que hay algo más allá de la finitud vital.

A la vuelta de lo que nos parece una certeza, la vida (o la muerte) con un doblez o giro abrupto nos enseña algo que no comprendemos de inmediato. El dolor se ahonda en el alma y se agranda en oscura pesadumbre. Caemos. Y aquello más preciado que amamos nos abandona. Casi siempre solo se ama lo ausente. Estar, seguir aquí, para los que quedamos, o para los que queden, hay una luz o una idea que nos estremece. Algo nos hiere y nos alumbra casi junto al dolor. Pero esto no se le aviene fácil a la conciencia. Y las flores del gesto hablan de resignación y esperanza, sin saber bien cómo hay que continuar en el mundo. Cómo hacerle frente a la conciencia misma cuyo apego a lo sentimental se vuelve fuerte para sentir arraigo y certezas en el corazón.

Esa certidumbre no es providencia de las palabras. Lo sé. Los espejos más audaces de la poesía se vuelven mudos y se apagan ante ese inmenso agujero en el alma, aunque un cierto murmullo se resista, o por lo menos de esa manera pretendemos creerlo. El casi inaudible susurro de algo que creemos volar, que creemos que debe continuar, a pesar de que la muerte nos toque. De otros, tal vez, serán la luz y la voz que nos abandonen; de otros, el espejo atroz de la verdad: ese otro indefinible que no es unívoco para todas las conciencias. El contrasentido y matices de las cosas producen dolor y, a veces, un raro deslumbramiento que tarda en revelarse. Pero creemos que algo sigue con nosotros aunque su presencia nos evada.

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A veces hasta la lucidez sin ningún asomo de mezquindad nos parece infame. Se podrá decir eso. Y ni entre resplandores de palabras ni intuiciones audaces nos encontramos. A menudo, contengo el gesto ante el luto y encuentro inútil las palabras que terminan amarrando mi lengua. He dicho alguna vez, inconscientemente y de modo lúdico, a algún amigo: «Decime una palabra que me salve de la muerte». Pero el poeta salvadoreño Alfonso Kijadurías ya lo había dicho: ninguna palabra lo salva a uno de la muerte. Pero, ¿de la muerte total o de una de nuestras muertes? A penas sabemos cuán mensurables son la vitalidad y la eternidad de la belleza cotidiana y su deleite. Y qué hay, por ejemplo, de aquel aliento que nace, vive, camina, se extingue de manera prematura. Los niños también mueren. Mi tozudo yo no alcanza a entenderlo. La fatalidad, el desquicio: los arraigos de la racionalidad se derrumban.

Y ahora me figuro, en tiempos de dolor, el arte como un animal moribundo al borde del camino que intenta comunicarse con el género humano. Eso tal vez sea: el arte nos muestra, no de manera muy clara (a veces), un revés o posibilidad de vida no percibido por ningún otro medio. El arte se torna un medio de extensión hacia lo divino. Ah, pero qué es lo humano. Pero también está el Horror. Y ahí están, como muestra, la densa y silenciosa poesía Celan y toda la alta literatura del Holocausto como vociferación de lo innombrable. Imre Kertész refiere en Un instante de silencio en el paredón que, cuando se exhumó el cuerpo del poeta húngaro Miklós Radnóti (que fue asesinado junto a otros enfermos judíos), se encontró en un bolsillo de su abrigo, casi dos años después,un cuaderno con poemas que merecen ser considerados entre lo mejor de la literatura mundial. Poemas escritos en el infierno y al borde de la muerte. La voz enterrada de esos poemas resurgió contra lo macabro, que también fue creado por el hombre.

Pero, quizás, el reclamo más fuerte se lo hace el silencio en su decir al tiempo. Y a través de la poesía y el arte, lo indecible no se expresa todo, pero se sugiere, se intenta develar, y lucha desde la pulsión más auténtica.

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He hablado de la voz que nos abandona, esa que ya no oiremos. La voz del rostro querido, de la familia, la del amigo. Y también de la voz que, de alguna manera, se resiste en un objeto construido, ya fuere en lo estético o en la esfera de lo práctico. De otros son nuestras semillas, decía también. Con un sustrato de irradiaciones, la palabra y el arte quieren prodigarnos algo de la voz que queda, algo de resistencia iluminadora para quienes están allí en sus parajes interiores, para defenderse contra los bofetones de la realidad. Estamos en lucha. Alguien ha dejado su voz y sus intuiciones en pugna contra el tiempo, contra lo ominoso, que, acaso,  aún está por venir. De otros será la luz del rostro caído, de otros será el respiro en la imagen, en el movimiento, en las formas, en los sonidos, o en la metáfora e intuición poética más inusitadas. De otros será la heredad de nuestra voz.

Cargaremos con la sombra de la muerte: será recuerdo, será cierta vivificación de lo ausente: pero no será palpable lo que amamos. El vacío colma, tal vez, con angustia y da un poco de luz tiempo después: se siente uno abandonado de lo físico y acompañado por la voz del ser que ya no está con nosotros: su voz y lo que dejó o construyó siguen en la memoria.

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En alguno de mis poemas he dicho que el universo es una voz. Pero qué es esa voz; de quién es nuestra voz: a qué se hermana nuestra voz. Y por qué cuando uno escribe —en general, cuando alguien crea—, siempre hay ideas de ciertas voces que se nos imponen y que luego se truecan en visiones, formas, ritmos, que contienen una fuerza viva. De qué voz emanan esas voces. Qué presencia nos elude y no se muestra pero nos da señales e intuiciones de hermanamiento.

Hay mares que son espejos de sangre, aunque no los vemos, y por eso hablan, y por eso en su torrente invisible la vida respira, pulsa, se revela y le hace su afrenta a la muerte: intenta su acabamiento.

A pesar de ir a su encuentro nuestra vida más auténtica es una carrera contra la muerte. Como en sí mismo también lo es el arte. Vida y arte: epítome. Pero no hablo sólo del poeta o del artista en general: hablo también del yo de toda persona. Hablo de esa conexión de la fisiología humana –espiritual- con la vida. Entonces, qué queda de nuestra voz. Qué  nos queda, pues, de una voz cuando se ha ido: qué de ese reflejo que crece en su ausencia.

Nuestra actividad y paso por el mundo crea una sustancia en la conciencia de los otros. Lo sentimos, por ejemplo, a través del dolor por el ser querido que se va, que transcurre hacia lo desconocido, pero por mucho tiempo su vacío sigue deviniendo. Y lo que se va también duele y, acaso, crea luz  y nos revela sentidos de cosas que fluyen a veces en una corriente que no vemos, hasta que se ha marchado.

Creo que el fruto de nuestras manos también es luz sobre el mundo, y a su vez lo que producimos se dirige hacia el mundo y los otros. Creamos un imago, levantamos sobre el reino de lo inerte lo que palpita, aunque algunas veces también con nuestras acciones arbitrarias creamos daño a las demás conciencias.

Pero lo que producimos o lo creado en vida también tiene una resonancia, tal vez por nuestro deseo de perpetuidad, de trascender la vida, y nuestra verdadera heredad, lo que logramos ser en nuestro devenir, sólo florece si es para los otros. Vamos hacia el otro que nos recibe y fluimos hacia su conciencia, vamos creciendo, fraguando un poco sus pensamientos y sus percepciones de mundo. Esto somos, a lo mejor: ríos hacia los otros. Voz de algo que fluye.

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La poesía tiene voz. Nuestras manos. Nuestra sombra. Tras lo que quede de nosotros —qué será—: ¿tendrá una voz para el tiempo, será una sustancia para los otros? Será que lograremos volcarnos del ser hacia el mundo, de lo que maduremos en esencia más allá del dolor y la mezquindad que nos infligimos, más allá de las acechanzas del materialismo obsceno que carcome la espiritualidad humana. De quienes nos sucedan también será la riqueza de nuestro vacío.

Hoy nuestras manos modelan, crean, erigen; nuestra sangre busca su mejor tono, se eleva, le hace cortejo al aire que se desliza. Y sin embargo por dentro estamos bañados de sombras, estamos habitados por monstruos que, a ratos, nos sojuzgan. Pero estamos en pugna. Como el ser poético en la búsqueda de sí mismo. Seremos, acaso, la voz que le hará resistencia a la muerte.


Edenilson Rivera, octubre de 2020

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