Rafael Lara Martínez, en este artículo, explora el derecho a la diferencia en el canon literario, desde un contexto de ausencia de memoria. «La máxima enseñanza del canon literario salvadoreño la exhibe la dificultad por concederle la palabra a la diferencia. Desde su fundación hasta el presente, el dictamen monolingüe aniquila todo vestigio de las lenguas maternas ancestrales», explica Lara-Martínez
Derecho de habla
Exigencia democrática de los idiomas maternos
Rafael Lara-Martínez
Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…
Llamar las cosas sin nombre en el sobrenombre de los diversos idiomas… W. B.
La máxima enseñanza del canon literario salvadoreño la exhibe la dificultad por concederle la palabra a la diferencia. Desde su fundación hasta el presente, el dictamen monolingüe aniquila todo vestigio de las lenguas maternas ancestrales. Por fortuna, la reciente revitalización del náhuat confirma la excepción que verifica la regla. La trama del olvido la tejen las mismas figuras mudas (nononti) que hoy se canonizan sin cese. El modelo inaugural se llama Anastasio Aquino (1792-1833) de quien aún esperamos transcribir su testimonio en lengua materna y coloquial. En rezo constante, se re-cita el lema «cien arriba y cien abajo…» (J. A. Cevallos, 1891/1961: XXI.VIII), sin citar la fuente directa de su presunto «transcriptor». Cevallos no niega su antipatía y lo describe de «rústico…de condición…tan abyecta y tan impropia para conmover…los pueblos»(ídem, XIX.I). Así inicia el recuento lejano y tardío de la «vida» de Aquino, en el reemplazo del representado (hecho vivido) por el representante (dicho).
Sin embargo, el presente vivo siempre se arroga «la autoridad de narrar el pasado…en préstamo de la Muerte» (W. Benjamin, «The Storyteller», 1936/1968). En verdad, sólo el enemigo distante en el espacio (Santiago Nonualco-San Vicente) y en el tiempo (1833-1875/1891) —sin otra experiencia vivida que la palabra (Aquino-Cevallos)— se dota del derecho de hablar por los muertos. En el presente obtuso, nosotros siempre copiamos esa potestad para justificar la coyuntura actual. Si Aquino prometiera transcribir el paradigma inaugural de la historiografía re-volucionaria, habríamos de esperar un medio siglo (2074) para averiguar quiénes somos y cómo vivimos. Difuntos, obtendríamos la palabra gracias a la narrativa hostil que nos acalla sin otorgarnos el derecho actual del habla. Inevitable, la esperanza futura germina del proyecto que la presencia siembra en el pasado extinto.
Al revertir el odio de Cevallos en simpatía rebelde, el mismo archivo redime a Aquino por su acto fundacional de la «guerrilla» en su penitencia de «cruz». De la poética «marxista» al teatro insurgente, el «ideal de la liberación del pueblo explotado» lo inicia el «martirio sacrificial» del «Padre» cuya «resurrección» encarna la certeza vigente (R. Dalton, «Anastasio Aquino (Fragmentos)» (1956 y 1961) y M. E. López, «La balada del indio Aquino» (1978)). El quehacer político-cultural de la presencia llama «hechos (ser)» a su sentencia «po-Ética (deber-ser, mandamiento)» que evalúa el expediente original del oponente.
El mandamiento religioso exige la ofrenda del sacrificio en el campo de batalla, ya que el martirio anuncia la reencarnación del beato inmolado hasta completar la utopía socialista en el presente: «vencer o morir»; «cuando los muertos ganen las batallas…» (López). De derecha a izquierda, la revolución sinódica gira alrededor del estribillo cíclico siguiente: «¡libertad/triunfo/victoria… o muerte!» (Jorge Lardé, «Atlacatl», en M. de Membreño, «Literatura de El Salvador», 1959). No en vano, si la poesía es «flor (Anthos)», retoña de la semilla/ojo «de los muertos bajo tierra». (López).
En la memoria viva, la experiencia (Erlebnis) difunta se desdobla entre la «huella» y la «tachadura». El presente anhela reproducir los «hechos», pero les otorga «dichos» ajenos al pasado. Esta normativa historiográfica declara que toda escritura (graphos) se vuelca en «letra». Define una «literatura» cuya objetividad a menudo niega la calidad de sujeto hablante en la lengua materna. Como el día y la noche, la memoria y el olvido transcurren según el ciclo del archivo que luminoso se conserva y oscuro se elimina.
Como dictamen de la historiografía cultural, el silencio testimonial directo permanece efectivo. No hay archivos transcritos de los varios idiomas maternos ancestrales —xinca, poqomam, ch’ortí’, náhuat, lenca, cacaopera, matagalpa…— durante todo el siglo XIX, ni antes de 1932, salvo el trabajo de extranjeros. Hasta la Ley de Extinción de Ejidos (1882) —hoy percibida en antesala del 32— recibe el silencio de los intelectuales de prestigio. Incluso varios notables expresan el apoyo al «progreso». No sólo se niegan a documentar los manifiestos de las revueltas indígenas. A la vez, rechazan la percepción de los agentes históricos al nombrar los hechos socio-políticos que viven estos mismos actores. Tampoco, la «logocracia» artística se preocupa por indagar las varias mito-poéticas en sus calificativos originales (Benjamin, «The Author as a Producer, 1986). La manera singular de bautizar «el lenguaje mudo de las cosas» debe acallarse, bajo el «progreso» monolingüe de una «república cafetalera». La suprema ingenuidad piensa aún que la narrativa de los hechos no implica la palabra.
No extraña que si un libro predice la doble ausencia —testimonio de la Muerte, sin idioma materno— los relatos se intitulen «Tierra de infancia» (1958) de Claudia Lars. Su perspectiva pre-revolucionaria caracteriza a los «indios izalqueños» por sus «palabras incomprensibles (y) el misterio» de su voz. Además, reconoce que «los muertos señalan y conducen los pasos de los vivos». Este dúo conceptual lo certifica «el deformado español» coloquial —el «náhuatl (náhuat)…lengua de antes»— así como el diálogo final con la «amada madre muerta». La poética larsiana sintetiza la escritura selectiva de la historia en su vertiente dual: diálogo vivo con la Muerte y monólogo sin archivos en lengua materna ni en el «pintoresco lenguaje de la gente campesina». En verdad, «un trabajo de arte (tekne) tan perfecto» —el idioma nacional— calca enteramente lo real, hasta sustituirlo. Se vuelve «más verdadero» que la realidad misma y adopta el calificativo de historia «legal». Lo «fino» de sus palabras e imágenes logran una «perfecta imitación». Por este «plagio», todo intento de revertir el axioma larsiano —dialogar con los seres vivientes y con los idiomas maternos— se percibe en «falsa falsificación» (Salarrué, «El falso falsificador», ene «Nebula nova» (s/f)).
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Esta misma ley del silencio se aplica a la revuelta indígena, ocurrida en 1932, de la cual se carece de manifiestos directos en lengua náhuat. Si sólo la estructura económica y socio-política explica el acontecimiento, nadie obtendría el derecho de habla. El testimonio de vida inmediato no importa; quizás declararía vivencias vacías. Además, casi nada se relata de ese año que la historia socio-política reduce a un solo mes inicial, enero. Por convención, se hace caso omiso de las «actividades literarias (y artísticas) del año de 1932», inclusive las publicaciones oficiales de sus «críticos» (J. F. Toruño, 1933). Una antología de esas «actividades» evaluaría el desfase entre el canon artístico urbano en 1932, los dichos, y «el 32» rural en levantamiento, los hechos.
Una reticencia similar la continúa todo el siglo XX, tal cual la refrenda el compromiso. Para labrar esa responsabilidad política debe asumirse que «no existe…un problema indígena», ya que se diluyen en el «campesinado mestizo» desde fechas desconocidas, pese a hablar un «náhuat arcaico» sin archivos (R. Dalton, «El Salvador (monografía)», 1963/1979). Acaso este axioma transcriba el inicio del testimonio «duro como el mármol» (1966-1972). No basta adscribir la pertenencia de grupos étnicos plurales a una sola clase social para conocer sus mito-poéticas, sus idiomas, su arraigo cultural en las tierras ancestrales. El complejo de sus universos sociales jamás lo explica una sola arista. Así prosigue la tradición literaria hasta principios del siglo XXI que inicia la revitalización del náhuat, pero olvida el paisaje multilingüe del pasado, siempre en el silencio. Managuara (lenca, a averiguar su diseminación) no es Cuzcatlán ni Kuxkatan; tampoco Tapáyka (cacaopera) lo es y hay que averiguar si Izalco, Nonualco, etc. lo son, sin olvidar lo xinca, poqomam, ch’ortí’, etc.
Al excluir el estudio de la lingüística mesoamericana de su currículo universitario, la academia refrenda esta falta de atención a la diversidad, arraigada en micro-ecosistemas diferentes, del mar a la montaña, de la cumbre a la hondonada. Casi sólo se admiten los idiomas extranjeros de prestigio: quiché, yucateco, náhuatl… Si la lengua suele entenderse como «instrumento de comunicación» —en su utilidad práctica— parece que la orden del imperativo asigna la ley que nombra el Mundo. La historiografía literaria reinventa una tradición nacionalista sin arraigo en lo propio. Se auto-denomine descolonización o liberación, el objetivo consiste en tachar el legado mito-poético de los idiomas colonizados del repertorio nacional.
Ya sin una filiación (philos) con el saber (sophos) ancestral, se pretende inaugurar una filosofía latinoamericana. Mientras las bibliotecas resguardan los archivos literarios de prestigio —los estudios culturales difunden su legado— los idiomas maternos ancestrales carecen de documentación. En su sinfonía coral, la identidad nacional jamás la compone la obra de personalidades canónicas. En cambio, de las varias hablas coloquiales a los idiomas maternos, lo popular (demos) debería re-presentar a esa entidad. Anónimo en su declaración, «el universo habla con la voz de la naturaleza» (Benjamin), mientras la diversidad lingüística lo realiza con la voz del pueblo (demos). A menudo ausentes el 8 de marzo, la conservación de esa voz la efectúan las Guardianas de las lenguas ancestrales.
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La diversidad del habla (en El Salvador) impide a todo el mundo pronunciar las palabras que de otro modo, de un solo golpe, se materializarían en la verdad. Mallarmé en W. B.
A vuelo de pájaro, este recorrido retiene la falta de diálogo con la diferencia. Parece que negar los múltiples seudónimos de las cosas concretas —ya no se diga de lo abstracto, «democracia, justicia…»— provoca un problema irresoluble. Si el castellano-centrismo decreta la existencia de un solo «nombre propio» para los objetos materiales e intangibles, no extraña que la «democracia» ejerza un monólogo similar. En 2024, sólo el «olvido» promovería la utopía de cuestionar los acontecimientos políticos y culturales del presente. Se trata de esa «cosa tangible» llamada democracia. Este «objeto» siempre retoña al admitir un mínimo de dos calificativos distintos para lo mismo. La diversidad de «apodos» resulta inverosímil hasta 2024 para «Yo, el Supremo». La potestad de otorgar «nombres propios» exclusivos la autoriza su jerarquía política-cultural en varias lenguas: «The Speaker of the House, «Tlatoani», etc. Mientras no se acepten varias maneras de referir lo mismo —sea un objeto sensible o una noción abstracta, 2+2=3+1=…— el debate democrático reduce el Mundo natural y social a la visión única del Yo (Self). Sólo valida la percepción crítica-oficial de la esfera política-cultural en el poder.

RAFAEL LARA-MARTÍNEZ (El Salvador, 1952). Antropólogo, lingüista, crítico literario y escritor. Recibió en 2011 el Premio Nacional de Cultura y le fue otorgada la distinción de «Notable Antropólogo de El Salvador» por parte de la Asamblea Legislativa. Realizó sus estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México donde obtuvo el grado de licenciatura en Antropología lingüística en 1976. Alcanzó el doctorado en Lingüística en Francia de la Universidad de la Sorbona en 1984. Ha fungido como asesor del Ministerio de Educación de El Salvador (MINED) entre 1994 y 1995; y se ha desempeñado como catedrático en México, Francia, Costa Rica, Estados Unidos y El Salvador en varias materias que incluyen la literatura española y francesa, cultura y literatura latinoamericana, literatura centroamericana, historiografía literaria latinoamericana, lingüística, antropología y semiótica, entre otras. Es miembro de diversas asociaciones culturales, entre ellas: el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, la Sociedad Mexicana de Antropología, la Sociedad de Estudios Latinoamericanos, y la Sociedad para el Psicoanálisis de la Cultura y la Sociedad. Ha publicado artículos sobre lenguas indígenas y literatura en Australia, Costa Rica, El Salvador, Estados Unidos, Italia, México y otros países.
Entre sus obras destacan: Estudios lingüísticos sobre el kanjobal (maya) (1994); En la humedad del secreto, antología poética de Roque Dalton (1994); El Salvador: poesía escogida (editor, 1998); Otros Roques: la poética múltiple de Roque Dalton (coeditor, 1999); La tormenta entre las manos: ensayos polémicos de literatura salvadoreña (2000); Ensayos sobre antropología y literatura, entre ciencia y ficción (2004); Poesía completa de Roque Dalton (coautor, 2005); Recordado 1932 (coautor con Héctor Lindo-Fuentes y Erik Ching, 2007/2010); Del dictado: Miguel Mármol, Roque Dalton y 1932, del cuaderno (1966) a la “novela-verdad” (1972) (2007); Poesía completa de Pedro Geoffroy Rivas (2008); Balsamera bajo la guerra fría (2009); Mitos en la lengua materna de los pipiles de Izalco en El Salvador de Leonhard Schultze-Jena (traducción-interpretación, 2011); Política de la cultura del martinato (2011), El Bicentenario: versión alternativa (2011), y El legado náhuatl-pipil de María de Baratta (2012).
Información tomada de Maestría de Teología Latinoamericana.
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