En este especial de Alfonso Kijadurías, presentamos dos cuentos inéditos de su libro «La venganza del Cerdo»
HISTORIA DE UNA INFAMIA
Quién en el mundo, díganme por Dios, no sabe quién fue Bartolomé Casariego, escritor insondable, que despertaba invocando a Sordelo, ¿Sordelo dónde estás? Y declamando al Dante y Guido Calvacanti y la poesía griega palatina, en sus lenguas de origen y la poesía provenzal, la de Pierre Vidal, el loco de quien el relato cuenta cómo enloqueció, creyéndose lobo a causa de su amor por Loba de Puenautier, y cómo lo cazaron con perros en las montañas de Cabaret. ¡Vidal, loco de locos miradme! ¿Quién no conoce el laberinto de su sabiduría y su pasión por lo intrincado y difícil, los secretos pasadizos de su inteligencia y el ritmo alazán de su prosa de carrera? Famoso por sus provocadoras respuestas a las preguntas necias de los periodistas, sus declaraciones pedantes, a flor de labio, siempre la cita incauta de la cicuta, sus alusiones a los genios, que consideraba sus iguales, Cervantes, por ejemplo o el doctor Johnson y, sobre todo, el irónico tono con que hablaba de su afición a fusilar lo ajeno: Uno vive robando. Robando aire para respirar… no en balde la palabra espíritu viene de la palabra latina respirar. Todo el tiempo uno está recibiendo cosas ajenas… No se podría vivir un minuto si uno no estuviera recibiendo. Pero también se da algo, o uno trata de dar algo. Sólo un hombre como él, que había tratado al fracaso y al éxito, esos dos impostores, con risueña equidad, pudo darse el lujo de la claridad.
Bartolomé Casariego, llevó en su casa, con sus pantuflas de cuero de lagarto y kimono de seda, obsequio del príncipe Hiroito, una vida consagrada al estudio y aclaración de todo aquello que consideraba profundamente hermético con relumbrones de raro, hasta la edad en que, de tanto leer y escribir, se fue quedando ciego entre las sombras de su estudio, rodeado de los títulos y medallas que le otorgaron con el correr de los años famosas universidades del mundo e instituciones consagradas al estímulo y premiación de hombres, que como Bartolomé Casariego, (“y si cuando yo muera se toman la molestia de rascar esta pared, sabrán más de Bartolomé Casariego, que lo dicho por la mitad de mi obra), se han entregado en cuerpo y alma a vaciar y darle forma a la universalidad espiritual.
Soy un escritor, un autor de personajes. ¿Quién no me dirá que soy también un ente de ficción de otro escritor más grande que, no logro mirar y por lo tanto dudo de su existencia, como de mi mismo, a quien el Creador no tardará, por su falta de fe, en arrancar de esta página? Interrogaba a las penumbras y se dormía profundamente, sólo para despertar más elocuente y pedante que el mismo Dante en los infiernos.
Entonces me llamaba: Eva, Evita. Y yo solícita acudía corriendo, como el primer día que al verme y ser entrevistada me concedió el privilegio de ser su secretaria. Era la hora de su dictado, que he copiado fielmente desde aquel día, en que medio ciego, midió, como un geómetra, los volúmenes de mi cuerpo, sobre todo las equilibradas balanzas de mis pechos y mis nalgas, como si en lugar de secretaria buscara una yegua. A un hombre de finísima imaginación, como don Bartolomé Casariego, le estaban reservados finísimos placeres.
Desde entonces, ay, cómo vuela el tiempo y nosotros con él, copié al pie de la letra, permitiéndome después borrar y corregir, allí donde los achaques de su edad transmitían otoñales confusiones, precisamente esos párrafos, que sus críticos ponderaban como la floreciente y nunca vencida juventud y lozanía de su prosa.
-Evita, Evita, volvía a llamarme otra vez, tanteando en el aire hasta dar en la biblioteca con el lomo dorado de Swiburne, las obras completas de Agatías Escolástico o un volumen de su propia obra sometida a revisión, tal como su Antibabelia, un gigantesco léxico donde cada palabra figura en multitud de idiomas. Era la hora de trasladarlo al hall, donde me hacía leerle las versiones de su juventud: El tiempo se encarniza con todo, y también la guerra y el sino. La envidia se los llevó, salvo tu duda y tu prosa. Sonreía. Daba otro trago a su copita de coñac, antes de pedirme, sentarme en sus rodillas, sentir su vaho mortal, el fétido aliento de los años. Una vez cerca de él, paseaba la lujuriosa y temblorosa araña de su mano entre mis pechos, un roce que la costumbre me hacía recibir con la sumisión y respeto de una concubina con su señor, sentía su temblor, porque aunque viejo tenía sus eléctricos arranques de erotismo, sus fúlgidos momentos de quedarse dormido en cuanto sentía la seda china de mi piel. Quisiera verte en el supremo instante, muriendo asirte con mi laxa mano.
Don Bartolomé Casariego, como verán sus hipócritas lectores, el día en que publique mis memorias, era como todos los mortales, si uno pone en vitrina la singularidad de su osadía, un hombre como todos, un dictador que terminaba imponiendo la moda de su estilo personal, su manera de hablar y de escribir, como hundiendo un puñal. ¿Descanso? ¿Podía un hombre como aquél tener descanso? Imposible, aún dormido don Bartolomé Casariego seguía trabajando, configurando ese mundo de espejos y ecuaciones, de teoremas y cálculos de matemático de la prosa, que sabe contener el vértigo e imponerle el ritmo imperioso y tajante de su espíritu. No había noche o madrugada que no escuchara su llamado. Evita, Evita, y allí estaba yo otra vez, desaliñada, sin tiempo para quitarme las legañas de los ojos, semi desnuda, con el vic en ristre, atenta a las palabras, a los hechos, las fechas los nombres de los personajes, la geografía de sus pasos, que una vez impresas cotejaba, por aquello de un equívoco desliz de la memoria, y, muchas veces, no tengo pudor, ni pelos en la lengua para confesarlo, se equivocaba, lo inventaba todo, desfiguraba la historia, hacía juntar a Glastone y Ruskin en la misma taberna, donde hacía muchos años antes, había muerto al caer de un taburete Lionel Johnson; adjudicó un poema de Asclepíades de Samos a Agatías Escolástico, puso en el mismo barco a Salomón de Reinach, el autor de Apolo, y al pintor italiano Bernardo Luini, discípulo de Leonardo, situaciones que estuve a punto de corregir, antes de razonar, que esa manera sabia de equivocarse, conformaban y confirmaban la espejeante singularidad de su estilo, tal como en ese cuento que rescribió hasta el infinito. Allí estaba el espejo y al verse en él, se vio a sí mismo reflejado en una multitud. El era la multitud, el infinito, el universo que es el misterio de un círculo dentro de otro círculo, tema que el maestro había adulterado a partir de su lectura del clásico libro de Alonso de Ercilla. Así de esa manera, fui conociendo los trucos de su oficio, haciéndolos míos, en previsión al día, que el insigne maestro de maestros, perdiera, como ya se veía en lontananza, sus facultades físicas y mentales, echar mano de ellos, sin otro estímulo que prolongar su obra y acrecentar su fama de inmortal.
Años de sacrificio, de desvelos y encerronas prolongadas, fueron aquellos, que por seguir la erudita imaginación de Don Bartolomé Casariego, dejé, entre las sombras de su biblioteca, la tersa piel de mis años, en aras de cuidar y acrecentar, no solamente lo que a su genio corresponde, pasar en limpio el alud de sus ideas inmortales, escribir a sus editores y publicistas, corregir las pruebas de sus obras escogidas, agregado a las tareas prosaicas como depositar en Suiza sus ahorros, porque era hombre en exceso avaro, que para nada confiaba, y tenía razón, en los corruptos banqueros, que años después de su muerte, llevarían a la ruina a la nación entera. Digo que no solamente me dediqué en cuerpo y alma a salvaguardar su obra, sino también su cuerpo y su alma, de las frecuentes amenazas de los jurados enemigos del escritor, las falsas amistades y la propia familia. Tuve para ello que mentir, vedar el paso, inventar mentiras: el maestro está enfermo y a pedido silencio; don Bartolomé no se encuentra, está dictando una cátedra sobre poesía provenzal en Inglaterra; en este momento don Bartolomé no puede atenderla señorita, le ha concedido una entrevista a Oriana Fallaci, y, mañana parte para Chile, donde el presidente Pinochet le impondrá la gran cruz del Gran Comendador. Así, de esa manera ilustre, lo alejé de tanta alimaña que pernoctaba en su camino, en especial de esas viejas brujas, que, antes que me aceptara como su secretaria y confidente, usufructuaban sus sagradas horas a cambio de nada. Mi recato oriental no me permite mencionar sus nombres, pero el lector avezado que siguió en vida el laberinto de sus pasos, sabrá de quienes hablo, pues son las mismas que ahora me señalan con un dedo por haberles cerrado la puerta en sus narices y vedado el paso hacia el estudio, donde don Bartolomé Casariego, el último de los grandes, mataba las horas traduciendo las notas en chino del difunto Fenollosa o los desciframientos de los profesores Mori y Ariga, menudo trabajo, en que estuve envuelta durante casi un año, sin desatender por ello las tareas, que desde mi arribo jamás dejé de ejecutar, sin otro interés, que apoyar al hombre solitario, huérfano de madre, sin mujer ni hijos, que siempre fue don Bartolomé Casariego, hasta la hora aciaga de su muerte, es decir de amante fiel, atenta siempre a sus necesidades, cocinera, masajista, depiladora, conductora de su pontiac continental, peinadora, encargada de mantener la limpieza sacramental y el orden institucional de aquella casa, un verdadero caos, antes que el maestro depositara en mí su confianza.
Vestirlo, desvestirlo, escoger la corbata, los calcetines, el traje de las grandes ceremonias. ¿Qué el maestro no lloraba? Pues sí que lloraba, y como un niño que despierta a media noche sin sentir los pechos de su madre. Yo fui también su confesora en los momentos álgidos, cuando don Bartolomé, saltaba de las cuatro dimensiones de su razonamiento esotérico y despertaba en el plano inclinado de una calle de traumas infantiles, pues hacía poco, habiendo perdido para siempre a su madre, sufría, ya en avanzada edad, el destete de la frágil, auque férrea dictadura de doña Ester Mendizábal viuda de Casariego. Con los años he llegado a entender esa inclinación de don Bartolomé por la turgente almohada de mis pechos, pues allí solía, desde el día en que pasé de secretaria a amante, descansar su cabeza por horas, infinitas como la muerte antes de nacer, escribió en un poema, que por su intimidad, guardo fuera del alcance de inocentes y pornógrafos lectores, que nada entienden del delicado alvéolo de nuestro tántrico erotismo, porque yo, mujer al fin de otra geografía y de otras costumbres, no ahorré tiempo ni energía con tal de complacer a aquel hombre, que ocultaba tras la máscara de su obra, su verdadero rostro, el rostro que mujerzuelas perversas, cohorte de alimañas, intelectuales atléticas, frías y arrogantes, hubiesen deseado ver, tal como lo vieron mis ojos.
Gracias a su tacto aristocrático y la turgencia de mis pechos, había llegado donde estaba, en los dominios de su altura. Ahora, por primera vez, el consagrado traductor inmejorable de Anacreonte, se enfrentaba a la real fantasía de un adolescente enamorado de la luna, escribiendo a sus sesenta y dos años, para envidia de la imberbe, aunque avejentada fauna de poetas, la poesía más fresca, juvenil y deportiva de la última mitad de nuestro siglo, me refiero a su ultimo libro Raro Fulgor. Que incluye aquel inmejorable poema del siglo XVI de Abú l-fazl al Allami, que tradujo del árabe: A veces frecuento los claustros cristianos y a veces la mezquita./ Pero es a ti a quien busco de templo en templo./ Lo tuyo nada tiene que ver con la herejía o la ortodoxia./ Nada de eso está reflejado en el espejo de la verdad./ especulación para los heréticos,/ teología para los ortodoxos, sólo es dueño del polen de la rosa, el corazón del perfumista.
No voy a cometer la hipocresía de negar, que fui yo el motor que le dio virazón a su espíritu, hasta entonces envuelto en el vaho de ultratumba de su admirado Chateaubriand, gracias a mi alma, ánfora frágil, abrillantada por la seda profunda de sus palabras, logró por fin liberarse de lo que siempre consideró su pecado mayor, no ser feliz, porque lo fue conmigo. Había que verlo, sonriente siempre, chistando, declamando a Pope, ante ocho poetas respetuosos, entre ellos Rafael y Octavio; había que verlo inventando y recreando con Shade, el único de sus pocos amigos, a quien no me pesaba abrirle la puerta a la hora que fuese, chistes de barriada y letras de milongas y corridos, nombres de tiendas, funerarias y camiones, una antología, que a la hora de las horas, me tocó, como siempre, organizar, clasificar, copiar y corregir, tarea que emprendí, con el gozo de hacerlo sentir como un corcho que se saca para dejar correr el vino, dulce y oscuro como el haikú (La vasta noche/ no es otra cosa/ que tu fragancia) que igual a otras noches, disfruté, con la sola envidiable idea de estar oyendo a mi poeta favorito, que tal como intuí, moriría mucho antes de que terminara ese año, un mes después de haber recibido de manos del presidente italiano la orden Dante Alligiere, creada exclusivamente para él, cuya traducción difícilmente podría ser superada por otro poeta, a menos que don Bartolomé Casariego volviera a nacer y repetir la misma hazaña.
Murió, como era natural, don Bartolomé Casariego, de tanto pensar, que fue su crónico pesar de todo el tiempo; ya su espíritu clamaba descanso. Murió porque también, curioso como era, quería morirse.
-Estoy ansioso Evita por morirme y ver como es la muerte para escribir un cuento-, me había dicho riéndose, dos días antes, con esa risa suya de caballo triunfador, pero más ansioso aún por ver a Dios y conversar con él, las cosas que nos vamos a decir.
Como era de esperarse, las pompas de su muerte aún no terminan, por todos lados se celebran homenajes, se crean instituciones, congresos, facultades y universidades, centros de traducción exclusiva, con el fin de analizar su memoria prolífica e hiperestésica, su deliciosa insolencia narrativa, donde se citan lo preciso y lo precioso, el rigor y la fantasía, su cultura enciclopédica, que incluía una sabrosura heterogénea, desde la liturgia preconciliar al funcionamiento de las clepsidras. Por todo el mundo se siguen las huellas de sus pasos, el polvo sacrosanto de sus zapatos Gucci.
Ya me imagino la sonrisa socarrona, que se dibujaría en su boca al escuchar de mis labios, todo aquello que ensayistas, novelistas, poetas y traductores han dedicado a su obra y su persona, que fueron una sola, como esta nota escrita en la solapa de su libro “Seguro Azar”: hay dos y hasta tres Bartolomé Casariego que me recuerdan al verdadero Batolomé Casariego, al autor de enciclopedias reducidas a su máxima brevedad. Al Bartolomé Casariego dueño de esa capacidad de deslumbrarnos, ante la eternidad. El truco alegre de lo breve y lacónico, aquellas cosas que decimos sin siquiera nombrarlas. Yo también sonrío.
De Bartolomé Casariego, genio y figura hasta la sepultura, ahora bajo el íncubo de los honores literarios y de su propia y prolífica invención, se recuerda todo el mundo, pero, ¿quién se recuerda de mí, su criada, secretaria y amante fiel, correctora y lectora atenta de cada una de las líneas de sus obras completas y escogidas? Nadie, que no sean esa cohorte de brujas que ahora me acusan de haberme aprovechado de su estado moribundo y arrancado de su mano la firma, temblorosamente estampada al pie de la última página del grueso documento, en que me declara: dueña universal de todos sus bienes, incluida, para envidia de mis detractoras, los tesoros de su biblioteca personal, la mesa de oscuro nogal, regalo del embajador de Egipto, sobre la cual me apresto, pluma en ristre, a continuar su obra, interrumpida por su muerte, su Historia de una Infamia.
LA VENGANZA DEL CERDO
Había decidido partir, sabiendo lo que me aguardaba en el camino, había llegado la hora de partir, de partir en dos lo que hasta entonces había sido una cifra cabal, única, en dos mitades, la vida. Era así como se anunciaba el destino que no debemos, de ninguna manera, confundirlo con el futuro, aunque lo dos se parecen en lo incierto. Había llegado la primavera al puerto de Sanlúcar, por todos lados estaba su presencia, en las flores, las algas aceitosas que empujaba la marea y la procesión de patos y diminutas avecillas, que sólo un trotamundo como yo podía distinguir en la vitrina del cielo, mientras subía al barco que no tardaría en partir con rumbo desconocido. Hacía un par de horas me había despedido de mi madre, con la impresión de que no habría retorno, de que aquel adiós era para siempre. Es imposible engañar al corazón o que el corazón lo engañe a uno mismo, sentí la fisura que se volvería muy pronto en desgarrón. Hacía minutos había besado también a Carmen, mi novia, con la promesa de volver por ella en cuanto lo permitiera el Creador.
Fresca y clara como el agua, tengo pintada la ocasión en que me fui despidiendo de las calles de mi infancia, del momento, en que deteniéndome en medio del camino volví por última vez la cabeza para ver las casas de Jerez de la Frontera. Todo, poco a poco se fue desvaneciendo a medida el barco fue avanzando mar afuera, siguiendo el norte la imantada aguja de marear. No llevaba más que la bolsa de cuero, que mi padre había confeccionado con sus manos de prodigioso talabartero, en ella mis bienes, un par de tijeras para cortarme mi tupida barba, un espejo que me había obsequiado mi abuela, una semana antes de su muerte, un cuaderno y un lápiz para dibujar cada extraña y novedosa aparición, además de sumar, apuntar nombres, direcciones, señales que otros viajeros, estaba seguro, iban a dictarme mientras durara el viaje, doble mudada, además de la ropa que llevaba puesta, el saco de pana, regalo de mi tío el cura, más la suma exacta de mis ahorros, ganados con el sudor de la frente, gracias al oficio que heredé de mi padre, hacer monturas, talabartes, cinturones y arreos de cuero.
Al siguiente día de ver cielo y mar de noche y de día, conocí al maestro Dionisio Guillén, destacado entre los pasajeros por su porte, el traje fino aunque arrugado, en armonía con el calzado, que definía a su dueño como hombre de rutas misteriosas. Una fuerza instantánea me invadió de la cabeza a los pies, en cuanto lo vi sentado en la cubierta del barco, a sólo un metro del sillón que yo mismo había ocupado antes de caer en un sueño, denso y silencioso como la misma embarcación. Desperté mirando el cielo, limpio como una página, sin ningún signo que me avisara, me pusiera al corriente del suceso inesperado, que fue encontrarme, de súbito, con la presencia del maestro Dionisio Guillén, estirado en su sillón, el chambergo gris sobre la frente, a la altura de sus ojos, clavados en el horizonte marino.
Con una naturalidad que me pareció excesiva, se dirigió a mi persona en cuanto se enteró, sin siquiera mirarme, de que había despertado. -Dentro de un par de días estaremos en la Habana, dijo, señalando con su lápiz el horizonte marino, Dios quiera que mi hermana la monja aún esté con vida y nos procure alojamiento en la casa del Obispo, como lo hizo hace cinco años.
Sus palabras no dejaron de sobresaltarme, mucho más que su figura, pues sentí que me rodeaban, posesionándose de mi persona, sin que pudiera hacer nada por librarme de su misterioso poder. Por un instante, creyéndolo un delirante charlatán, lo dejé incluirme dentro de sus planes de adentrarnos en el corazón de las tinieblas, que era la Habana de aquel siglo turbulento, con sus pestes, sus piratas negreros y sus guerras fratricidas.
No sin torpeza, le agradecí por incluirme dentro del círculo cerrado de sus amistades, antes de darle pormenores de mis pobres conocimientos sobre el mundo, del asombro infinito y el miedo no exento de curiosidad, que me invadía cada día, ante el temor de sentirme lejos de la patria y la cercanía de lo desconocido.
Pareció no escucharme, sonrió, se ajustó el marco dorado de sus quevedos, y, fijando su mirada azul sobre la página amarilla de un cuadernillo, trazó las paralelas que más tarde serían las redes de un complejo sistema ferroviario que acercaría continentes, que en ese instantes parecían remotos, inalcanzables.
Tal como lo había anunciado mi maestro Dionisio Guillén, a los dos días divisamos las luces del puerto de la Habana, a la que arribamos al atardecer y, tal como lo predijo, visitamos a su hermana la monja y dormimos en la casa del obispo, en una bodega en cuyas vigas colocamos nuestras hamacas. A la tercera noche, ebrios del carnavalesco esplendor de la ciudad, saliendo de una taberna regenteada por un gallego de apellido Feijoo, nos sorprendió la presencia violenta de un batallón que sin mediar razones nos condujo hasta el fondo del calabozo del Morro, bajo la acusación de ser miembros de una secta satánica. De no haber sido por la monja, quien se enteró de nuestro paradero, dos días después, hubiésemos perecido de las fiebres que la humedad y los contagiosos mosquitos inculcaron en nuestra amenazada humanidad. Enfermos, delirantes, volvimos a respirar el aire de la libertad, bajo la orden de abandonar la isla en el término de una semana. Una baraja de tarot dibujada por la mano prodigiosa del italiano Bembo que, Dionisio Guillén, guardaba en el fondo de su equipaje, había sido la piedra de escándalo, que evidenció a las autoridades supremas el comercio que nos vinculaba con el demonio. La mano oscura del obispo, según Dionisio Guillén, había armado aquélla desgracia que nos cayó de pronto, pues una vez fuera de la mazmorra, delirando por la fiebre y el hambre, buscamos amparo en su hermana la monja, tocamos las clausuradas puertas del convento de Nuestra Señora del Carmen, hasta convencernos de lo vano de nuestro empeño.
Almas caritativas nos subieron al barco que nos trajo hasta Acaxutla, después de varios días de mirar la muerte cara a cara, un barco de carga, triste y despellejado como un inmenso buey agonizante. El capitán, un hombre cuya bondad se revelaba en una gordura infantil, cuando estaba de buenas, y en animal cavernario, cuando estaba de malas, aceptó, sin garantías ni documentos que los responsabilizaran de nuestras muertes, a cambio de pagarle los servicios por adelantado, una suma que restó muchas de las esperanzas puestas en el porvenir. No nos quedaba otra opción, dado nuestra estado y condición de enfermos contagiosos, que ponían en peligro a la tripulación entera, que pagar la cantidad que había estipulado. Y fue, como diría el maestro Dionisio Guillén, como pagarle al propio Caronte por bajarnos al río de la muerte y el olvido, porque en efecto, una vez abordo perdimos contacto con la realidad, tenida ésta por lo tangible o material.
Trastabillábamos a dúo como dos condenados, con la diferencia mínima que nos marcaban nuestras edades, él era mayor que yo veinte años, y ese dato resultaba valioso a la hora de medir los grados de resistencia a los síntomas mortales que logró eclipsar mi afán de no dejarlo solo en su tránsito mortal, con su mal olor que empezaba a brotarle del cuerpo, enflaquecido, vacío, pero aún expulsando residuos, desechos fecales, propios de un moribundo que ha empezado a vaciarse de sus propias entrañas. Sacando fuerzas de mi debilidad, viéndolo extinguirse, hice trapos de mi camisa, amontoné papeles, me empeñé en limpiarlo y ahuyentar de esa forma la legión de moscas, cucarachas y ratas, que se multiplicaban a medida avanzaba la noche.
Ay, hermano, sólo Dios sabe lo que haces, limpiarle el culo a tu amigo. ¿No es eso simplemente ganar el cielo? Se preguntó en un hilo de voz no exento de piadosa ironía.
-No hago más que limpiarte los mismos alimentos que ayer entraron por tu boca, le contesté sin saber lo que decía, porque a esas alturas las palabras carecían de peso y de medida y, continué remojando un trapo en la tinaja de agua que me había provisto en los momentos que cesaban las convulsiones, tanto las suyas como mías.
Por la noche, tal como lo había presentido, sentí más fuerte el olor y color de la muerte. Por la ventanilla del camarote a donde había arrastrado la figura de Dionisio Guillén, entraba el aire de la noche como un puñal de doble hoja, de frío e indiferente acero, sacándonos aullidos, que nadie oía, excepto nosotros, excluidos, expulsados del resto de la tripulación, cuyas carcajadas pintadas por el alcohol, escuchábamos entre el chapoteo de aquella embarcación, ajena a la tempestad que nuestros oídos, agudizados por el sufrimiento, detectaban a través de los golpes del oleaje en la quilla. ¿O sería la escurridiza carrera de las ratas buscando posiciones de ataque? Estábamos a punto de perder por completo la voluntad de seguir viviendo, pues habíamos, en aras de liberarnos del dolor, renunciado al inútil forcejeo de la conciencia, es decir aceptado la muerte como la única forma de liberarnos del dolor y la fiebre. ¿Era aquél el fin de la aventura que desde niño soñé? Si había Dios, y si Dios no era otro que el autor de nuestras vidas, lo que en aquel momento se me ocurría, era pedirle nos prolongará un capítulo más, para saber entre otras cosas, quién era aquel hombre, a quien sólo un milagro lo salvaría de la muerte, y las razones divinas o no divinas, que habían llevado al Creador a ponernos en el mismo barco.
Con aquellos pensamientos delirantes, armado de un garrote destinado a espantar las ratas y las cucarachas, se cerraron mis cansados ojos. Un viento negro sacudió en ese instante la embarcación, crujió el casco de la nave, rodaron barriles de aceite en la bodega, se escuchó un grito agudo en estribor, el aullido de una bestia salida de las profundidades marinas, una luz despiadada, un fogonazo del cielo descubrió el espectáculo terrible, pintado en los rostros de los tripulantes, ante la terrible y horrible inminencia. Esclavo de los vientos, como un juguete a la deriva, el barco se balanceaba con peligros de quebrarse, dividirse en dos mitades, naufragar en astillas, tal era la potencia de la tempestad, su odiosa y temible fuerza destructiva. Rezamos, nos encomendamos al cielo, pedimos de rodillas por aquellas gentes, inocentes o malvadas, que iban a morir sin ver jamás a sus mujeres y sus hijos, a sus padres, que, por igual, cultivaban las ilusorias esperanzas del ansioso retorno. Jamás, pensé, a menos que el autor de esta aventura me devolviera la vida, volvería a ver las luces de Jerez de la Frontera, ver de nuevo a mi madre y a la muchacha aquella, cuyo débil recuerdo estaba por comprobar la infidelidad y redundancia de la memoria, que termina cediéndolo todo al olvido.
Sorpresa fue despertar al tercer día, abrir los ojos, sentir la espada del sol invadiendo la sombra a que nos había confinado la noche. Incrédulo alcé la cabeza y, con tranquilo gozo, descubrí que el maestro Dionisio Guillén también había abierto sus ojos y observaba en una esquina del camarote, no muy lejana del ojo de buey, a una mosca que inútilmente trataba de escapar de la trampa mortal, tejida por las patas de una araña monstruosa. Luego, por una palabra que logró emitir su débil garganta, supe que no era la mosca ni la telaraña lo que estaba viendo, sino una red de trenes que unirían el mundo de punta a punta, en una infinita sucesión de puentes colgando en el vacío.
Un rumor de voces alborotadas, turbaron nuestros pensamientos, logré al cabo de varios intentos ponerme de pie, apoyándome en una silla, y, no sin dificultad, asomarme al ojo de buey, a través del cual pude al final de la lenta parsimonia con que mis ojos de convaleciente tardaron en aclararse, descubrir con asombro el extraño lugar en que la nave había encallado, una dársena de lodo, guijarros, peces muertos, ramas y raíces de árboles y palmeras, que nunca antes en mi vida había visto. ¿En dónde estábamos?
De aquellas cavilaciones se encargó de sacarme el capitán Murieta, quien, arrastrando una pierna tumefacta, llegó para darnos la nueva de que nos encontrábamos en el puerto de Acaxutla, cuyas autoridades ya tenían noticias de nuestra accidentada travesía. Era el veintiuno de agosto de mil ochocientos ochenta.
En carreta de bueyes fuimos conducidos, desde el puerto de Acaxutla hasta el Hospital de Sonsonate, gracias al señor Ramón Vidrí, un español importador de vinos y sedas orientales y mantillas de Manila, quien conmovido de nuestra ruina no escatimó esfuerzos, incluidos los de su propio bolsillo, a fin de ponernos bajo el cuidado de las hermanas y enfermeras del Hospital San Juan de Dios, nombre que encendió en mi boca una sonrisa de indulgente admiración, debido a que ese y no otro era mi nombre de pila, Juan de Dios Galeano.
Nombre de alquimista, me dijo el maestro Dionisio Guillén, la tarde en que despertamos de un largo sueño, aún bajo el efecto de amargos bebedizos; pero ni alquimista ni artista, mi nombre me gustaba porque había nacido conmigo y dado la forma de lo que yo era, tal como me había pensado, desde el primer momento que abrí mis ojos a la luz del mundo. Allí estábamos los dos otra vez, como aquella tarde en el estribor del Magallanes, llevando la conversación al límite del aprendizaje, pues el maestro Dionisio Guillén era maestro en lo insondable, y yo que era ignorante, comencé a llenarme de los conceptos y las cifras, los tonos educados, vertidos a cada instante, en toda ocasión por sus labios y sus modales de hombre fino, su misterio, su arte, sobre todo, de vivir sin trabajar, en la manera ordinaria que se concibe el trabajo, porque su trabajo consistía en pensar, no para llenar un libro, sino una vida, como él decía, de buenas intenciones, porque basta una idea para que esta idea exista y tome forma independiente de quien la piensa.
Cuando se quedaba callado, el maestro Dionisio Guillén crecía en elocuencia. Brillaban sus pupilas azules, con destellos de estar viendo el más allá, cambiaba a discreción y voluntad, tanto que me hacía pensar en lo ilusorio del mundo, pues algo me decía que el maestro Dionisio Guillén estaba muerto y, que aquella figura que yo seguía viendo no era sino la apariencia de su espíritu burlón. Cuando venían las enfermeras por ejemplo, jóvenes, iradiando todas ellas un lujurioso brillo de yeguas de ajedrez, su rostro recobraba la lozanía de un adolescente que acepta el sexo, no como una maldición sino como una bendición caída del cielo.
Cada día me levantaba intrigado, ante la expectativa que resultaba dormir y despertar a la par de un hombre como el maestro Dionisio Guillén, pues cada día era una sorpresa. ¿Quién había convocado las visitas que venían a verlo y conocían sus gustos? En tan corto tiempo había hecho amistades con los doctores Pocasangre y Zavaleta, a quienes recomendaba leer los libros de Avicena y Averroes, si en realidad, les advertía, en un tono no carente de ironía, estaban interesados en curar y no matar. ¿Quién le había dicho a Margarita Avila, esa señorita de altos vuelos sociales, que en una sala del hospital, encontraría al maestro Dionisio Guillén, esa entidad que nada más iba a posar en su vientre la mano y quedaría al instante preñada?
La tarde que salimos del Hospital, gracias al poder del maestro Dioniso Guillén, no nos faltaba nada. Salimos con cuerpo y ropa nueva. La gente se quejaba del calor y de la indolencia ciudadana, que permitían que manadas de cerdos retozaran en el pantano de las calles o que rameras y borrachos formaran cada noche un alboroto, que terminaba siempre a cuchilladas, tal como lo confirmamos a medida la noche fue avanzando, y luego de pasar la lujuriosa prueba a que nos había sometido doña Lola Gutiérrez, al exhibir, (la comida entra primero por los ojos) un plato de gigantescas langostas, sometidas a los rigores de una cabeza de ajo sofrita en manteca de cerdo.
Allí sentados, tomándonos un tinto, entre tanto nos llegaba el turno de paladear, por vez primera, las cremosas ternezas de su cocina, escuchamos a dos hombres armados de machetes, discutiendo a boca de jarro. La discusión fue efímera, la acción audaz y repentina, como un trueno a pleno día. No muy lejos de nuestros pies vimos rodar la cabeza de uno de los dos contrincantes, precedida de un golpe sordo, fatal, seguida del surco de sangre que iba dejando en el suelo la hoja del machete. Ya no comimos, nos levantamos, tal fue la impresión del horroroso espectáculo que nos quedamos mudos, ciegos y sordos por un instante, que fue una eternidad.
Tratando de calmarnos del impacto, abandonamos la pensión, a esa hora en que aún pugnan las luces crepusculares con las sombras de la noche; caminamos sin rumbo aparente, yo no hacía más que seguirlo a donde fuera. Media hora más tarde, los zapatos del maestro se detuvieron frente a una casa de aleros salientes, pródigos en sombras, dos altos balcones de madera labrada, un zaguán en medio, donde no hacía mucho, había sido descargada una carretada de mangos, plátanos y piñas. Una cortina se corrió en uno de los balcones con la misma espontaneidad que se abrió una de las puertas, tras la que no tardó en aparecer, como un crepúsculo de pie, la Margarita Ávila, en una profusión de velos movidos por la brisa invernal.
Margarita era una fiesta inolvidable, sonrió y agitó una mano que era a su vez un pájaro furtivo en la noche, vino con pasos firmes al encuentro del maestro y le ofreció su mano, la que el maestro besó con sencilla elegancia de hombre que domina sus pasiones.
-Los estaba esperando, dijo sin fingimientos Margarita Avila, invitándonos a entrar a la casa de sus padres, quienes a esa hora, disfrutaban del postre en el amplio corredor de la casa, frente al tupido jardín, que imponía a la casa entera, una equilibrada atmósfera digna de una pintura del maestro Pacheco, un cuadro de familia, con el clásico reloj de campana de toda casa de ricos, porque don Federico Avila era eso, un hombre rico y como hombre rico, pobre de ideas, fácil de llevar por otra mente como la del maestro Dionisio Guillén, quien tan pronto estrechó las mano del hombre calvo y nervioso, así como las de su esposa Balbina Vega, incursionó en terrenos, hasta entonces vedados al común de los mortales. Disertó, en aquella ocasión, sobre los puentes y viaductos que había visto a lo largo de sus viajes, de complejas redes ferroviarias que unían a casi todos los pueblos de Europa, del progreso, en fin, que no tardaría en extenderse por todo el mundo, palabras que llenaron la mente de don Federico Avila de una ciega avaricia por ser él, Dios mediante, favorecido por el progreso que no tardaría en tocar a sus puertas. El maestro Dionisio Guillén, penetrando a fondo la mente calculadora y mezquina del hombre rico, no ahorró palabras en advertir que también con el progreso venía emparejado el fin del mundo, la peste, la muerte y que, había por lo tanto, antes de dar un paso fatal, medir las consecuencias de ese monstruo que devora y se devora así mismo. Hizo después una broma, arrojó al aire uno que otro epigrama, de los muchos que se sabía a raudales, devolvió la confianza a sus oyentes, quienes agradecidos por su oratoria y mi silenciosa compañía, ordenaron al ubicuo sirviente abrir una botella del jerez a fin de sellar aquel encuentro inolvidable.
Nos retiramos como era prudente al cabo de dos tragos, que surtieron en cuanto ganamos la calle, un efecto inesperado, luego que el maestro Dionisio Guillén, besara por primera vez la boca de Margarita, tal como lo consignó en una página de su cuaderno amarillo, al pie del dibujo de un árbol de cacao, basado en el modelo que había descubierto en el jardín del hospital. Un perro negro apareció en el camino, un murciélago voló golpeándome la frente con una de sus alas, por la calle resonaron los ecos del trote de un caballo blanco y tras del caballo un soldado con un yelmo entre sus manos heridas y sangrantes. El maestro Dionisio Guillén, escrutó el cielo y, con su dedo de estrellero eficaz, señaló Aldebarán. La calle para mi asombro se convirtió en el declive borrascoso de una quebrada a cuyos pies transitaba un río de aguas sucias y revueltas. Bajamos, ascendimos, dando por entendido de que todo aquel caprichoso enredijo de escurrirnos por atajos, formaba parte del plan del Creador para hacernos llegar, cuanto antes, a la Pensión donde nos aguardaba otra sorpresa.
Mr. Edmond O´Relly, de origen irlandés, había arribado, hacía un par de horas, procedente de Dublín, y mientras una de las sirvientas acomodaba su equipaje en su habitación, después de una larga discusión consigo mismo, provocada por aquel calor del infierno, había decidido tomar un vaso de agua de coco bajo las dos palmeras plantadas en el patio.
Allí lo encontramos, digo, lo encontró el maestro Dionisio Guillén, quien fue directo al hombre, como si previamente hubiesen convenido en una cita. De igual manera la conversación fue directa, pese a mi total ignorancia de la lengua inglesa, pero el tono y los semblantes de ambos pintaban concisión y puntualidad, no carentes del brillo inteligente de sus miradas, en torno a un plano, que ambos, sin conocerse, habían trabajado por su lado.
El maestro Dionisio Guillén me hizo una señal, tan clara, que vi en ella el agua transparente del coco curado con aguardiente, el cual no tardé en poner en su mano. A partir de allí, virtudes del coco y el aguardiente, la conversación se deslizó feliz, entre carcajadas, exclamaciones, y más de alguna melodía dublinesa, que con voz de barítono entonó Mr. Edmond O´Relly.
Así los dejé, una vez me encaminé a mi habitación, con la esperanza puesta en un descanso que recuperara mis fuerzas perdidas, pues sabía que a partir de aquel encuentro de dos potencias, como aquellas, se duplicarían las tareas que ya veía venir en camino. Antes de dormirme, hice un recuento de todo lo que había pasado, desde el día en que abandoné mi querido Jerez de la Frontera; sopesé en el acto mi bolsa de valores, me pregunté sobre el misterioso método empleado por mi maestro Dionisio en el arte de vivir despreocupado y sin que nunca le faltase nada.
Al día siguiente, cuando desperté y orienté mi vista hacia la cama de mi maestro Dionisio Guillén, en lugar de su persona, descubrí la ráfaga de luz amarillenta que pegaba sobre las limpias, indemnes sábanas, reveladoras de que mi maestro no había pegado los ojos, a menos que se hubiese quedado dormido en el duro sillón del patio.
Lo encontré una hora más tarde en el comedor, conversando animadamente con Mr. O’ Relly, sentados ambos en la misma mesa, desde donde presenciamos la tarde anterior el cruento espectáculo de la decapitación. Mi maestro en cuanto me vio me invitó a sentarme, sin desviar el rumbo de su conversación, y compartir el café con leche y las cremosas quesadillas de doña Lola, que aquella mañana, vestida de un holgado vestido de manta bordada, transparentaba sus atributos de mujer, que aún, pese a sus cincuenta años, conservaba la firmeza turgente de la juventud; el fogón de la cocina maduraba el carmín de sus mejillas y sus labios, profundizando en sus ojos el brillo que aún no lograban apagar las penas, las angustias que son el pan de cada día. Haciendo un registro veloz del escenario, bebí a pausas mi café con leche, saboreé con inédito deleite cada trozo de pan que llevaba a mi boca, sin perder el ritmo de la conversación y hasta los silencios, cuando ambos quedaban callados, siguiendo con un tamborileo en la mesa, el batallar del pensamiento.
Mr. O’Relly, tenía la piel curtida después de muchos meses de viajar bajo la inclemencia del sol y la salada furia de las tempestades marinas, fumaba pipa, la que guardaba y sacaba de la bolsa interior de su chaleco de cuero; era de mediana estatura, musculoso y vivaracho, los ojos azules chispeantes, pelirroja la barba y los pelos ralos que anunciaban una calvicie prematura. A simple vista su aspecto total lo emparentaba con una ardilla amarilla corriendo sobre un bracero. Aquella mañana, su codo izquierdo descansaba sobre un libro grueso, cuya sola tapa forrada con piel de cocodrilo del Nilo y un hoyo en medio, irradiaba, como un imán, una atracción poderosa a la que no escapaba la curiosidad de mi propio maestro, a juzgar por el sentencioso brillo de sus miradas que rimaban con sus palabras, cuya esencia, pese a mi carencia, lograba coger en el aire.
Aquel libraco además de ser un pozo de ciencia teosófica, que Mr. O’Relly se había encontrado dos meses antes de su partida a la entrada de una mina de carbón de Dublín, era su talismán, según la versión sacada en limpio por mi maestro que, con una sonrisa de erudita ironía, me contó después, cómo a Mr. O’Relly, lo había salvado de la muerte, tres meses atrás. De entonces databa aquel orificio color de moho, dejado por una bala que no llegó a tocar el corazón de su dueño, durante una refriega de bandidos y policías en un bar de New Orleáns. Desde entonces lo llevaba consigo bajo su ilustrado sobaco, provocando miradas curiosas, sed de saber la doctrina que terminaría, sin él saberlo predicando, pues no eran pocos los que acudían con la misma inquisitiva curiosidad, en torno a la obra en cuestión, para acosarlo a preguntas que respondía, primero explicando que las sílabas que había borrado el proyectil, cuyo impacto había penetrado la cubierta del libro correspondía al nombre inmortal de quien sería desde entonces su guía espiritual, el vidente Manuel Swedemborg.
Pero no era la Teosofía la principal tarea que había traído a Mr. O’Relly a aquella comarca de indios y mestizos, víctimas de la impunidad de siempre, sino tareas prácticas y específicas encomendadas por la empresa inglesa, Salvador Railway Company, a fin de preparar las condiciones, la contrata de empleados y trabajadores encargados de llevar adelante la instalación de la red ferroviaria, que arrancaría desde aquella zona hacia el resto del país. Y en ese vasto proyecto mi maestro había encontrado sin demoras, inmediata colocación, como traductor y consejero de Mr. O’Relly.
La noticia del desembarco de Mr. O’Relly, cogió por sorpresa a Don Federico Avila, dos o tres días después en su finca El Tamaño de mi Esperanza, pues no se esperaba que aquel anuncio hecho en su casa por mi maestro Dionisio Guillén se concretara tan pronto. -El caballo del progreso ha llegado por fin a Sonsonate- -le dijo su mayordomo- en cuanto descendió de su mula, agitado y conmovido por algo que no entendía, pero que había visto encendido en los ojos de quienes entraban y salían de la Pensión Madrid de doña Lola Casares. Don Federico, simulando no haberlo oído, le dio la espalda para que no atisbara la colorada impresión que tenía pintada en sus mejillas.
-Ensíllame al Tordillo, le dijo con sequedad, en tanto se amarraba la gargantilla del sombrero y ajustaba entre sus costillas la pistola que le había ganado a los dados al italiano Cristiani, a quien, dicho sea de paso, había jurado matar con su misma pistola, vengarse de la bola que había regado en torno a su figura y su fortuna, una historia que lo trascendía y descendía a lo que había sido, un verdadero impostor, un farsante que había embaucado a medio mundo con sus astillas de la Cruz de Cristo. De esa estafa abundaban testigos, que aún conservan las reliquias de su engaño, colgadas en las paredes de sus viviendas. Lo iba a matar en cuanto lo encontrara, había jurado, sabiendo que el italiano Cristiani, jamás asomaría su dantesca nariz por aquella comarca, pues desde hacía dos años se había casado con una viuda de Ozatlán, heredera de una finca, un terreno propicio para llevar a cabo sus ambiciones de barón rampante de los cafetales. Aquella afrenta quedaría impune, y él, Federico Avila, que llevaba en sus venas la misma sangre marrana de Santa Teresa, moriría quemado por el fuego de la verdad, víctima de las miles de astillas que al morir traspasarían su piel, sus arterias, el corazón, las astillas de la Cruz del Santo Cristo. Cristiani, después de todo no era un santo, pensó a la defensiva, le tenía pateada la cola, confirmaba el rumor de que: Cristiani había envenenado al marido de quien más tarde sería su esposa. Había vertido cianuro en la botella de vino que le obsequió, precisamente en su cumpleaños.
Intrigado por la noticia de su mayordomo, Federico Avila, expolió los ijares de la bestia y aflojó el freno de la tensión de sus manos, hasta sentir que la cabalgadura había ganado la precisión y el ritmo que lo acompañaría hasta el fin del camino. Por su mente pasó silenciosa, sin hacer mucho ruido, la imagen de ese hombre enigmático que le pareció mi maestro Dionisio Guillén. ¿Qué se trae entre manos ese hombre que atraviesa con toda la confianza los vestíbulos privados, conquista con sus palabras y deja tras sí la sensación de haberse llevado algo de nosotros que considerábamos privado? Se preguntó olímpicamente don Federico Avila, mirando tras una loma la torre de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar.
Cuando entró al pueblo, Don Federico Avila estuvo a punto de sufrir un soponcio. Todo el pueblo estaba alborotado, poseído por un poder nunca antes manifestado, reían a carcajadas, se pedorreaban, miaban y cantaban a grito los indios de puerca, junto a los mestizos y los blancos, que de lejos, vestidos de fiesta, desde sus balcones participaban de aquel carnestolendo entusiasmo que consentía y estimulaba la iglesia, a través de gratuitos e interesados repiques de campanas, que llamaban a la misa del diablo. Don Federico no vaciló en dirigirse a la Pensión Madrid y registrar a fondo y por su cuenta la historia que estaba pasando. En el poste del zaguán de la pensión amarró al Tordillo, se alisó las líneas quebradas del pantalón, se sacudió el lodo de las botas de montar y caminó, abriéndose pasos entre la infame turba, la majada decidida a hacer suyas las ofertas nunca antes vista de un trabajo remunerado, pues no eran pocos los que habían trabajado hasta entonces, sin recibir más que un miserable salario, y, cuando no, el vergazo en la cara del patrón o la patrona.
En el patio descubrió a mi maestro conferenciando con Mr. O’Relly, y en una esquina del comedor al baizano Elías Nasser y al Chino Quan Yec, cautivos de las pujantes promesas del progreso, abreviadas en la potente imagen del caballo de hierro dibujado en un cartón por la mano hábil de Mr. O’Really. En el corredor, dándose aires en las mecedoras de mimbre, divisó al Coronel Godínez, al cura Leizelar y al alcalde de Sonsonate, don Próspero Restrepo, cada quién con su respectiva copita de Felipe II. No supo que dirección tomar ante tantas opciones.
Viendo desorientado a don Federico Avila, puse al corriente a mi maestro sobre su aparición. Pareció no haberme escuchado, imbuido como estaba en ordenar el legajo de papeles que cubrían la mesa: un croquis enorme, un libro que registraba la planilla de trabajadores, un inventario de los bienes de la compañá que bajo la supervisión de Mr O’ Relly, había, después de horas agotadoras llevado a buen fin. –Dile que nos aguarde en el comedor, me contestó después de un largo y enigmático paréntesis.
Una hora más tarde, tres cervezas de por medio, don Federico Avila, estaba bajo el hechizo de mi maestro Dionisio Guillén y su acompañante, Mr. O’Really, cuya albina presencia, aunada al libraco apretado en su sobaco, inundó su cabeza de intrigas palaciegas.
En el comedor, un mandolinista ciego y obeso interpretaba, Perfumes del Ayer, bajo sus pies descalzos, hinchados como sapos sabaneros, su perro, fiel compañero de andanzas, sacaba música a los huesos que chupaba con el hambre de largos meses de abstinencia.
Doña Lola Casares, negociadora natural, les había reservado mesa cerca del balcón, por ser el más fresco y claro de aquel enorme salón, largo como un vagón abandonado. Allí se sentaron, apreciando y elogiando los estratégicos arreglos de la mesa que doña Lola había provisto con una botella de aguardiente, dos picheles con agua de coco, bebida preferida de Mr. O’Relly, un popurrí de frutas de la estación, servida en platillos de peltre, y otro de boquitas pintadas por un placer estético, que se hacía agua en el nublado cielo del paladar.
Brindaron los tres por el placer del encuentro, sin que mediaran pensamientos atribuidos a la voluntad del Creador o las leyes inviolables del azar, varias veces, hasta entonar en un estado de relativa igualdad espiritual, a través del cual, cada uno con sigilo se observaba y apuntaba detalles que veía en el otro. Don Federico Avila, no podía disimular la intriga que le causaba, la albina presencia de Mr. O’Relly, así como extraño mamotreto con un hoyo en medio, y no estuvo satisfecho hasta que una vez, ya el alcohol cantando sus proezas, le preguntó a mi maestro sobre la clave y contenido del extraño ejemplar. No voy a repetir la respuesta que le dio mi maestro, porque ya es de todos conocida, respuesta que dejó más intrigado y confuso a Don Federico Avila, a tal extremo que, sin pensarlo, se golpeó la frente, con la actitud de quien procura sacar agua de una piedra.
Echando maldiciones, Oh what a hell is Sincinate, escucharon en ese instante la inconfundible carrasposa voz del embajador Inglés Mr. Edward Smit, cuya rechoncha y anglosajona presencia no tardaron en descubrir avanzando hasta la mesa. Un cerdo, justo en el instante que descendió de su flamante limosina, había dejado impreso en su pantalón de lino egipcio, las marcas del fango en que retozaba antes de agredirlo. Ignorante de que había agredido nada menos que al representante de la reina Victoria, el cerdo feo y peludo se había escabullido en la espesa maleza de la calle.
Doña Lola Casares, al ver entrar al señor embajador hecho un desastre, no tuvo más remedio que ofrecerle un coco aguardentoso, a fin de calmar la volcánica furia que estallaba dentro y fuera de sus entrañas.
Mi maestro Dionisio Guillén, cortando la inútil frase que pretendía zanjar las dudas de don Federico Avila, no pudo evitar una sonrisa, que disimuló llevándose el vaso a la boca, pues la figura tronante del embajador era de una exacerbada ridiculez que lo haría, noches después, saltar en carcajadas de su cama.
Mr. O’Relly, que en pocas horas había logrado una popularidad extraordinaria, tuvo la idea de reunir en su mesa, aprovechando la presencia del enviado de su majestad, a las autoridades locales, quienes ya de antemano y durante aquellas horas crepusculares, habían llegado a las benéficas conclusiones que, para cada uno de los cuerpos allí presentes, deparaba el galopante caballo del progreso. -Del formidable caballo que aún no ha llegado y mire usted qué movimiento, comentaba don Próspero Restrepo, el alcalde, poniendo una mano en el hombro del cura. Más impuestos y gravámenes, más óbolos para la iglesia, es decir, en breve, el ilimitado poder que da el dinero. Si no, fije usted sus ojos en doña Lola y verá que doña Lola Casares ya no es la misma de ayer, está más carnestolenda que nunca, además de juiciosa en sus cálculos exactos.
No podían faltar en la mesa, el turco Nasser y el Chino Quan Yec, allí presentes. Mr. O’Relly que era un hombre sin comercios con la política, de carácter bondadoso y de tan bondadoso pueril, les extendió su regordeta y albina mano a cada uno, incluido al hombrecillo que a última hora se había sumado al grupo, el barbero Efigenio Coronado, apellido que hacía honor a su afición a las damas chinas. Era además bibliófilo y chambroso, conocía la vida y milagro de cada habitante, de la misma manera que todo el pueblo conocía su vida y sus milagros, su fama de mujeriego y jugador decente y hombre raro. En el barrio Aguas Negras, en el Mesón Aquí me Quedo, le había puesto pieza a la china Mármol, una puta del Salón Blanquita.
Ya estaban todos sentados, servidos cada quién a su gusto, todo lo pagaba la Compañía, riendo a coro y monologando el güaro, sólo faltaba la figura rimbombante del embajador, quien en el dormitorio de doña Lola Casares, se probaba un pantalón del difunto, de aquél que había desaparecido en mares de Indochina hacía muchos años a bordo del Pegaso, un carguero griego, según la versión de la viuda Casares. Durante aquel espacio, mi maestro, que siempre ponía la salsa dulce donde había que ponerla, se levantó movido por el ruedo de un vestido y un zapato de gamuza, que resultaron pertenecer a Margarita Avila. No era propósito de la muchacha entrar a la pensión, lugar al que nunca en su vida había entrado, pero llevada de una mano, hipnotizada por mi maestro, ocupó asiento, presa de la mirada recelosa y a la vez indulgente de su padre.
El ciego y obeso Nicolás había terminado su concierto, sobre su barroca barriga de glotón, más juguete de niño que instrumento de cuerdas, descansaba su mandolina, prisionera de sus manos, de los gusanos de seda de sus dedos, capaces de adormecer a un enfermo de insomnio. Fue en aquel silencio esponjoso y sucesivo que apareció el embajador Smit, metido en el pantalón del difunto, un pantalón de pana que daba pena y risa a la vez. Todos aplaudimos su presencia, pues estábamos ansiosos por escuchar el discurso oficial del embajador para aquella solemne ocasión, en la que no faltaron como es de suponer más de alguna asolapada y sarcástica observación en torno a su figura.
El embajador Smit. había aflojado y bajado el nudo willson de su corbata y desabotonado el cuello de la camisa, dejando al descubierto el apergaminado color de su cuello corto y taurino, a cada instante secaba la sudorosa frente con un pañuelo blanco y perfumado de lavanda; tras el dorado marco de sus lentes, su mirada glacial, turbada por el accidente del cerdo, se movía en todas direcciones como buscando un punto donde fijarla, previa a las primeras palabras que salieron atropelladas de sus labios, punto que pronto encontró en la epónima figura del coronel Godínez.
Saludó el embajador Smit a cada uno de los allí presentes, prometió ser conciso y lo fue en su estadística sobre los beneficios que traería el caballo de acero del progreso y las brechas históricas que venía abriendo a su paso. Sincinate a partir de ahora, dijo, va a experimentar un cambio tremendo, y, se dobló los dedos de sus pequeñas manos para ilustrar la frase y dejarla sonando por semanas en las orejas de su hipnotizada audiencia. El resto de su discurso, la segunda parte y más larga que la primera, fue más encendida y polémica, ya que en ella hacía acalorada alusión al ultraje que había sufrido hacía unas horas, y, a través de su persona, su majestad la Reina Victoria, madre de quien era su representante y humilde siervo; pedía, por lo tanto, pagar aquella afrenta, lavar aquel insulto, pues no fue sólo la embestida del cerdo lo que más le indignaba, como embajador de la potencia que ofrecía en esa ocasión a Sincinate el infatigable caballo del progreso, sino las carcajadas, silbidos y grosera algazara con que la indiada había celebrado la embestida del cerdo, seguramente urdida por un brujo, que encarnado en la bestia, lo había atacado en el preciso momento que descendía de su limosina.
Por primera vez las autoridades civiles, religiosas y militares, allí representadas, se encontraron, como nunca, confusos, en un callejón sin salida, deliberando una salida judicial que satisficiera la demanda interpuesta por el embajador, quien había jurado no abandonaría Sincinate hasta no haber sido lavada la afrenta a su Alteza Real.
Deliberaron las autoridades la gravedad del caso, hasta ponerse de acuerdo, aceptar la propuesta del coronel Godínez, matar de un disparo dos pájaros en uno, es decir liquidar al cerdo y con el cerdo al brujo y de ajuste apalear a los supuestos responsables de aquellas carcajadas, que tanto hirieron el amor propio del representante de su majestad, la reina.
Una tropa de soldados surgió de entre las sombras de la casa y se hicieron presentes, sin contratiempo, como caídos del cielo, ante la adusta figura de su comandante en jefe, que, sin premuras, les ordenó capturar al animal, sacarlo de su fango y matarlo ante la plenipotenciaria figura de Mr. Smit.
Margarita Ávila, en ese instante tironeó una manga del saco de mi maestro, y le sugirió seguirla, escapar de aquel lugar. Aprovechando la tensión de los presentes en torno al incidente y sus consecuencias finales, se retiraron en sigilo. En el pasillo arenoso de la pensión, Margarita le dijo a mi maestro que no soportaba ver la sangre, así se tratara de un cerdo, animal conjurado por casi todas las religiones como el mismo diablo, y, ya no se diga, las torturas inflingidas contra ningún ser humano, su corazón cristiano le dictaba no ser parte del morboso espectáculo. Mi maestro sonrió y cogiéndola del brazo le dijo algo al oído que no alcancé a percibir, ella sonrió también, sonrosada como una lámpara en la oscuridad, y yo, sombra de su sombra, no tardé en presenciar el momento sin tiempo en que los dos cayeron abrazados y abrasados en su propio fuego, el fuego de la carne ansiosa, en cuanto se vieron solos, bajo la umbría sombra de varios amates, lejanos del fuego, de la hoguera encendida en medio de la calle de la pensión Madrid, sitio donde no tardaría el cerdo en ser sacrificado.
Bien dicen que la pasión es subversiva, que no atiende razones más que las razones del corazón, y esa frase por ambigua que suene, la veía representada en ellos dos, desnudos, bajo el frondoso árbol del bien y el mal.
Allí los dejé anudados y desnudos, curioso por enterrame del proceso y ver arder al cerdo, cuyos gruñidos llegaban hasta el cielo.
El espectáculo era otra vez de fiesta, una fiesta decorada por las luces y sombras que impregnaba el crepúsculo, todo el pueblo parecía de nuevo borracho por los rápidos sucesos, que sin contratiempos se estaban manifestado, antes que fuera posible ver al caballo del progreso en su carrera sin frenos, borrachos por el humillo grasiento del cerdo, del chicharrón subiendo hasta el cielo, y que al propio embajador Smit, ya bajo los efectos del coco rico, despertaron una gula voraz y maldita.
Ajeno a aquel terrible esplendoroso oficio de tinieblas, tuvo a bien Mr. O’ Relly, que era vegetariano y acérrimo enemigo de la carne, poner de nuevo en su sobaco su libro de cabecera y buscar solaz en su cuarto, pues todo el día había sido de un trajinar consecutivo, no dijo que se iba, no se despidó de del enbajador inglés ni de nadie, desapareció entre las sombras de la noche, faltando a las reglas de urbanidad y buenas costumbres, desapareció, dando la impresión de ir al baño a descargar su vejiga o respirar el aire puro del campo. Salió y ya no regresó. Antes de acostarse y echar un breve pero sustancioso sueño, se permitió, como siempre, avanzar hasta donde sus cansados ojos le permitieran, en la lectura de su libro favorito, el mismo que siempre lo libraba de las misteriosas emboscadas del destino. Como era de esperarse, no había leído media página, cuando se cerraron las pesadas cortinas de sus párpados y cayó en el más profundo de los sueños, a través de los cuales le fueron revelados los siguientes hechos que pudo comprobar al despertar.
Al anciano Felipe Leu, la noticia del destino de su cerdo arribó a su rancho, ya cuando el cerdo dorado por la combustión del fuego despedía las sabrosuras pecadoras de su carne. No daba crédito, por increíble, la suerte corrida por aquel animal, sagrado, según sus costumbres, pues no era un animal cualquiera, sino un vestigio de aquel cruce de tunco de monte y cerdo blanco escapado de una goleta de don Pedro de Alvarado, y capturado por la vista poderosa de su abuelo Ixcará, durante la conquista. El anciano Leu cogió su bastón con su mano derecha y con la izquierda se rascó la cabeza, dio luego varios golpes con su bastón en el suelo, como siguiendo la frecuencia de las imágenes que se sucedían en su memoria, idénticas a las imágenes, que en cuanto abandonara su rancho y saliera a la calle estallarían en su mirada, con el mismo barniz y la elocuencia del relato escuchado en su niñez de labios de su abuelo. Aquello que no tardó en presenciar, ya había ocurrido en otros tiempos, otros hombres, quién sabe si los mismos, condenados a repetir hasta el infinito un mismo acto, eran los responsables de haber matado al cerdo y vengar un agravio, igual los doce indios flagelados en público, seguían siendo las víctimas de siempre. El cuento volvía arepetirse, la serpiente volvía a morderse la cola. Resignado, el anciano Leu, esclavo de sus pies, no tardó en presenciar frente a frente la escena. Armados de afilados cuchillos y machetes vio como los soldados hacían escrupulosos cortes en las entrañas del animal, cuyas grasosas carnes colocaban en las enormes azafates que las dos sirvientas de doña Lola Casares sostenían en sus brazos. A un lado tenebroso de la calle empedrada, los doce indios bañados en sangre gemían o agonizaban. Pujó hondo el anciano y escupió al suelo, ya había visto bastante, su razón de viejo lo obligó a buscar el camino de regreso, y en él, el fin de aquella historia que al bajar la cuesta surgiría fresca del hondo pozo de su memoria, un fin que bastaría invocarlo para que se manifestara tan pronto abriera el postigo de su rancho.
Un rumor espantoso sacó de sus embelesos a mi maestro Dionisio Guillén, quien despertando de un beso a su bella durmiente la instó a ponerse de pie y buscar, cuanto antes, el significado de aquellos gritos y exclamaciones, que por su tono anunciaban una nueva tragedia.
Ágil y nerviosa con algo de crepúsculo puesto de pie, Margarita abandonó su lecho de hierba y hojas secas, y, llevada por la flecha de su instinto femenino, luego de alisar con una mano trémula, las huellas del pecado, marcadas en las arrugas de su falda, siguió los pasos de mi maestro, en dirección a la pensión Madrid, seguro escenario de un crimen, pues de allí, como del fondo de un barril de dinamita, provenía el enemigo rumor.
Hacía una hora el embajador Inglés había muerto, víctima de las delicias de un pincho de carne, mientras el cura Leizelar, el coronel Godínez, el alcalde don Próspero Restrepo y don Federico Avila se debatían en los agonizantes rescoldos de una muerte lenta y segura, ante los ojos impávidos del resto de invitados que a excepción del turco Elías Nasser, fundamentalista enemigo del animal corrupto, participamos del banquete, saboreamos la misma, suave, agridulce carne que a unos dio la muerte y a otros la eternidad.
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Kijadurías: el poeta de todos los tiempos
Kijadurías en el Valle del Señor
Correspondencia entre Alfonso Kijadurías y Ricardo Aguilar