Un cuento de Salarrué que forma parte del libro Eso y más (1940)
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Musstafrá Tlerij Ben Keramsib, el dictador, estaba viendo al poniente, apoyadas ambas garras en la balaustrada del alto balcón, y en el estanque del jardín, los cisnes le habían sentido y le miraban de reojo, con un reojo hacia arriba, que volvía sus interrogaciones más irónicas, casualmente.
La cabeza cuadrada del gran político tenía, así, un poco inclinada y grávida (de algo que no se sabía si era cráneo, seso o ambición), un mucho de gárgola del medioevo, una de esas pétreas expresiones del poder satánico siempre vigilante en algún lugar del místico ideal. Por eso mismo, el emblema omnidifoso de la medialuna y de la estrella se antojaba al prudente y caviloso forastero, las abiertas fauces de un reptil hambriento a punto de engullir una paloma.
Musstafrá era hombre pequeño y ancho, más bien maduro que joven, inexpresivo como un robot de hierro y cobre; con el automatismo propio de aquellos hombres providenciales, imbuidos con la fe de ser la manifestación vívida de todo un pueblo o una raza. De su ser parecía brotar la insonora voz del anhelo multitudinario, siempre trágico, como la resonancia de los caracoles que quieren interpretar el mar sin conseguirlo claramente. Podía decirse de Musstafrá Tlerij Ben Keramsib la frase bíblica que atañe a algún demonio maligno: «su nombre es Legión».
El sol, en aquel instante, languidecía, fingiendo dormirse sobre el mundo, voluptuosamente recostado entre nubes oscuras, cuando en realidad, estaba erguido y rampante sobre lejanas tierras más dichosas. Detrás de Musstafrá, sobre una cortina, aparecía un sombra tan torva y silenciosa como él, aunque más sumisa. Aquella sombra así afondada y cinesca, parecía guardarle las espaldas, manteniéndose respetuosa y alerta.
—Isaac —murmuró, de pronto, el gran político—; tengo un extraño presentimiento, un vago temor. Estoy nervioso, como cansado, no puedo pensar claro, ¿qué irá a pasar?
Aunque parezca extraño y absurdo, la sombra del dictador se desplazó lentamente en un ángulo ilógico y respondió en seguida:
—Señor: todo se debe al influjo de la hora. Aún rueda en la cuenca de tu oído el grito desgarrador del imán llamando a la plegaria. Siempre que el sol se ha ido y la noche abre sus jardines al ojo (que ha llamado todo el día a la puerta cerrada del cielo), la confianza retorna y volvemos a ser optimistas.
El dictador sonrió, aprobando, agradecido, sin volver la cabeza, pero aquella sombra —que ya no lo era exactamente— expuso la mitad del rostro al último reflejo de luz, y en ella había un ojo con un guiño de burla y dos dientes develados por un rictus macabro.
Musstafrá Tlerij Ben Keramsib se decidió a dejar el balcón y retornar al interior de su despacho. Un oficial volteó el suich del alumbrado, y una violenta luz de oro inundó la sala, cegando a los presentes. Entonces pudo verse algo más misterioso todavía que lo expuesto: la sombra del caudillo tomó cuerpo como él mismo y caminó a su lado en uniforme idéntico, con pesado y ceremonioso paso de cortesano.
Había allí, entre oficiales y ministros, dos dictadores en vez de uno, dos Musstafrá tan semejantes, que sólo se sabía distinguir el verdadero por lo postizo de una superioridad manifiesta en vagos guiños de orgullo: el plumón de suficiencia que corona la forma vana engallándola con estorboso, aunque intangible, indumento. Isaac era el doble del dictador. Su existencia era insospechada por el pueblo. Únicamente los hombres de confianza del tirano sabían el secreto. Isaac representaba el papel de Musstafrá cada vez que la presencia del caudillo era imprescindible y había de correr un gran peligro. Ya varias veces el doble había sido foco de horrendos atentados, de los cuales escapó con vida, debido en parte a su valor inquebrantable, y en parte a su increíble suerte.
Este valor y serenidad de Isaac había valido a Musstafrá alguna admiración del pueblo, y le reconocían su gallardía los mismos enemigos del régimen. Aquella noche, inolvidable para Musstafrá Tlerij Ben Keramsib y su familia, la sala del despacho permaneció iluminada hasta la aurora: el balcón abierto y los cisnes atentos a la luz del palacio, interrogando siempre sin sentido. Un consejo de grandes reclamaba el desvelo. Voces airadas y discursos contundentes llenaron el salón insomne. La voz del dictador se oía apasionada más que nunca, y entraron y salieron muchos hombres presurosos. ¿Qué sucedía? Por el balcón que daba al Este el sol fingía erguirse de un pesado sueño que no tuvo. Su luz nueva, entrando en rumbo opuesto, subvertía las cosas: la sombra del caudillo era hoy el caudillo, y el caudillo de ayer, era su sombra. Isaac había conspirado. Probó con argumentos capciosos, que el valor gobierna siempre mejor que el talento, que un corazón bien puesto merece mandar más que una cabeza fresca, porque el mando en el mundo se debía por hoy a la fuerza y a la violencia. Y en un arranque de sincera amistad y patriotismo, pidió a su prisionero renunciar en sus manos el poder y tomar a su lado el puesto que él tenía como doble, para representarle dondequiera que no hubiere peligro, pero sí la necesidad de argumentos oratorios, de consejos políticos y lances diplomáticos. Ya él sabría vigilarle convenientemente.
Viéndose abandonado de todos y por salvar entre otras cosas la vida y la hacienda, Musstafrá Tlerij Ben Keramsib cedió su puesto y su nombre sin remedio, y pasó a ser la sombra de su sombra sin que nadie lo notara.
Y la medialuna hambrienta, y la estrella temblorosa…
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